SEPTIEMBRE DE 2000

21

Fui arrestado por el asesinato de Dale Garrison ese martes, en la comisaría. La prensa se enteró de inmediato y apareció en las noticias de la noche. Inicialmente, el senador Tully no hizo comentarios. Bennett Carey, que por el momento es mi abogado, afirmó airadamente que la detención tenía motivos políticos. Eso hizo que se armara aún más revuelo, y aunque la declaración de Bennett fue de ayuda para mi causa, no hay duda de que provocó un mayor interés de los medios.

La prensa no sabía, y aún no sabe, toda la historia. Sólo conocen los hechos del supuesto delito. Fui la última persona a la que vieron con Garrison, afirmo que salí del despacho antes de volver y las pruebas del forense indican que la muerte se produjo por estrangulación. Sin embargo ninguno de los artículos de los medios explica el porqué. No tienen idea de los motivos por los que el abogado del senador Tully querría matar a Dale Garrison. La oficina del fiscal del condado tampoco lo sabe, pero tienen una carta de chantaje que debe de indicar alguna cosa. Aún no han entregado esa carta a la prensa. Supongo que antes de hacerla pública, quieren saber qué significa.

Comparecí ante el tribunal el jueves siguiente. La acusación fue asesinato en primer grado. Bennett dijo que quizá me pondrían en libertad bajo fianza, pero que era improbable. Así que me enfrenté a los hechos con pocas esperanzas. Sin que lo supiera (probablemente porque me hubiera negado) el senador estatal Grant Tully entró en la sala del tribunal y le dijo al juez que pagaría cualquier fianza que se estableciera, que garantizaría personalmente mi permanencia en el estado y que seguiría siendo empleado suyo en todo momento. El juez, un anciano llamado Aidan Riordan, que no sería juez sin la ayuda prestada por el padre del senador Tully hace veinte años, parecía bastante confuso por todo el asunto, pero finalmente fijó la fianza en medio millón de dólares. Grant aportó cincuenta mil dólares, el diez por ciento necesario, y esa mañana me soltaron.

Eso sí que fue una noticia. El senador Tully celebró una vista, por así decir, delante de los juzgados con los reporteros, declarando mi inocencia y manifestando lo siguiente: «Este no es el momento para abandonar a un amigo, un amigo completamente inocente.»

Como siempre, Grant se las arregló para convertir una noticia posiblemente explosiva en algo semipositivo.

Digo semipositivo porque, en lo que respecta a este caso, no todo el monte es orégano para Grant Tully. Al margen de nuestra vinculación, la carta de chantaje se refiere a él: «O supongo que siempre podría hablar con el senador. ¿Es eso lo que quieres?»

Así que la policía ha estado intentando atacar al senador Tully. Lo interrogaron acerca del motivo por el que yo me encontraba en el despacho de Dale y cuál era el «secreto» que podía estar ocultándole. Grant contrató a su propio abogado y se reunió con los fiscales. Básicamente no les dijo nada. Grant se negó a revelar el tema de la reunión entre Dale y yo, basándose en el derecho a la intimidad entre abogado y cliente. Asimismo, apuntó que si yo Je estaba ocultando algo, ¿cómo lo sabría él?

Los abogados de Seaton, Hirsch me mandaron una tarjeta enorme con palabras de apoyo escritas por todos los asociados. «Creemos en ti.» «Sabemos que saldrás de ésta.» Cosas por el estilo. Significó mucho, más de lo que puedo expresar. Bennett me dice que los abogados del bufete están indignados, ya que consideran que este asunto es más una persecución que una acusación, una frase que a estas alturas Ben se sabe de memoria. Es bueno saberlo. En el bufete estoy como aislado, fundamentalmente soy el amigo del senador Tully, y tengo buena relación con los demás, pero no intimamos. Es agradable saber que me apoyan.

Hoy es viernes. He pasado la noche en mi propia cama y con mis perros, así que me siento mucho mejor. En realidad, sigo del mismo humor que antes, estoy cabreado. Pero durante los últimos días el cabreo está remitiendo, dando paso a un temor creciente. No es que se trate de terror o pánico, sino más bien de un nerviosismo siempre presente. He intentado olvidar todas las distracciones, incluido el efecto de esta detención tanto sobre la campaña de Grant Tully a gobernador como sobre mi carrera, para centrarme en el quién, el qué y el porqué de la muerte de Dale Garrison. Eso es lo que estoy haciendo con Bennett Carey mientras pido un magnífico sándwich de pollo con queso parmesano en una pizzería poco concurrida del centro.

Bennett se ha quitado la chaqueta. Lleva la típica camisa blanca y una corbata amarilla.

—Estamos investigando a los antiguos clientes de Garrison —dice-Ex convictos recientemente de prisión que podrían guardarle rencor.

—¿Asesinar a su abogado defensor porque no se esforzó durante el juicio?

Bennett asiente.

—Un tópico, ya lo sé, pero una línea de investigación normal cada vez que un poli o un fecal es asesinado. No hay ningún motivo para que sea diferente en el caso de un abogado defensor.

—No puede hacer daño. ¿Contrataste a Cal Reedy?

—Sí.

Cal Reedy se dedica a investigar a los adversarios del Partido Demócrata. No es un tema de conversación en los cócteles. Sólo conozco a un puñado de funcionarios del partido que tienen el número de Cal, y rara vez he mencionado su nombre en voz alta. Claro que no hacemos nada ilegal. No pinchamos teléfonos ni nada de eso. Pero Cal es capaz de investigar la vida de alguien con mucha rapidez.

—Bien. ¿Qué más?

—La llamada telefónica —añade Ben—; Hablaremos con esa mujer a la que le robaron el móvil. Intentaremos descubrir quién usó su teléfono para llamarte.

—Sí —digo, meneando la cabeza—. Eso fue extrañísimo. Fue Dale. Le conozco la voz. Dale me llamó.

La camarera nos trae la comida. Pollo con parmesano para mí y pechuga de pollo con salsa de limón, buena para el corazón, para Bennett.

Ben manosea la servilleta.

—¿Alguien le apuntó a Dale en la cabeza con un arma? ¿Lo obligó a llamarte y después lo mató para tenderte una trampa?

Me río, pero no porque me haga gracia.

—Eso es muy difícil de creer.

—Por eso es perfecto —dice Ben—. En cambio, tu versión es que saliste del edificio durante cinco o diez minutos y que cuando regresaste Dale había sido estrangulado. Es ridículo.

Trago con fuerza. Sin duda parece ridículo. Debo admitirlo.

—A veces la verdad es muy extraña —sentencia Ben, intentando aliviar el impacto.

—Así que estamos diciendo que me tendieron una trampa —digo, levantando la vista—. Dios mío, eso suena tan patético...

—Pero plausible, John. Si se trataba de un plan, quien lo hizo lo montó perfectamente. Alguien está oculto en alguna parte del bufete de Dale, espera a que te marches, lo mata y después te hace volver con una llamada a través de un teléfono móvil no localizable.

—Patético —repito—. No me lo creería ni en un millón de años.

—No estoy de acuerdo. Debes aceptar la premisa de que había un plan, una trampa. Después, todo lo demás adquiere sentido.

—¿Qué más? —digo—. Vamos, intenta animarme.

Ben corta un pedazo de pollo.

—Causa de la muerte —dice—. Hemos de conseguir los resultados de la autopsia.

—¿Hay algo dudoso?

—Conozco a un tipo —dice Ben—. Recurrí a él un par de veces cuando yo era fiscal. Un patólogo forense del sur del estado. Si hay algo dudoso, él lo encontrará.

—¿Habrá algo?

—Quizá. —Ben mastica y me señala con el tenedor. Luego añade—: He visto mejores informes que éste.

Observo a Bennett. Tiene un físico impresionante, su presencia impone, y lo vi en el telediario burlándose de los fiscales. Nunca lo había visto tan animado. Y a partir de lo que ocurrió cuando alguien se metió en su casa, conozco su reacción cuando se siente acorralado. Carraspeo.

—Ben, te hablaré francamente.

—Dispara.

—¿Eres capaz de encargarte de este caso? Eres un chico.

Se permite una sonrisa. El tiene veintinueve; yo treinta y ocho.

—Procesé casos criminales durante cuatro años, John. Al cabo de seis meses, mucho antes de lo programado, me pasaron a delitos graves. He juzgado diez casos de asesinato. Todos acabaron en condena. Contando todos los casos, he participado en más de cien juicios. Sólo he perdido una vez.

—Háblame del caso que perdiste.

—Era un caso de estafa por correo —responde, sin titubear.

Quizás un buen fiscal se acuerde más de las derrotas que de las victorias.

—Debería haber sido un juicio federal, pero el fiscal de Estados Unidos se inhibió. Una mujer con cuatro hijos y sin marido estaba montando un chanchullo a través del correo. Vendía fotos desnudas de sí misma, concertaba citas con los hombres, pero jamás aparecía —dice, limpiándose la boca—. El abogado defensor logra introducir la prueba de los cuatro niños sin padre. El jurado no quiso que los niños fueran a parar a una casa de acogida. Anularon el juicio —concluye, encogiéndose de hombros.

—¿Cómo se las arreglaron para que fuera incluida la prueba de la existencia de los niños? —pregunto.

—El abogado defensor se lo preguntó, y ella contestó —dice Ben.

—¿No te opusiste?

—Me olvidé. —Ben esboza una sonrisa irónica.

Sonrío, pero enseguida vuelvo a ponerme serio.

—Nada de gilipolleces. Tú también te las has visto canutas, Ben. Y esto va a ser muy jodido. ¿Te crees capaz?

Bennett termina de comer rápidamente y apoya las manos en la mesa.

—Nada de gilipolleces, John. Sé que soy un tipo tranquilo y que no salgo mucho, pero ése soy yo en privado. No me has visto ante el tribunal. Quieres un hombre como Paul Riley, vale, no me ofendo. Te costará doscientos mil dólares, pero cualquier cifra merece la pena. De veras. Hazlo. Pero si no creyera que soy el más indicado, lo diría.

Le creo. Creo que Ben es un excelente abogado defensor porque eso fue lo único que me dijeron cuando comprobé sus credenciales antes de contratarlo. De hecho, me pregunté por qué querría trabajar conmigo y ocuparse de las leyes legislativas y electorales. ¿Un tipo al que le gusta ponerse de pie y fanfarronear, que ahora se sumerge en los reglamentos de financiación de campañas y los estatutos electorales?

Sí, creo que Ben me lo diría si creyera que hay otro más adecuado para esta tarea. Nunca le he visto ningún asomo de egocentrismo.

—Además, es gratis —añade.

—Estás contratado —le digo, tendiéndole la mano. Me la estrecha efusivamente, y disfrutamos de unos instantes de optimismo. Después Ben guarda silencio, mirando fijamente el plato.

—John, tenemos que hablar del asunto del chantaje.

—No tengo ninguna pista —aseguro—. No estoy ocultando nada. Sobre todo ante el senador.

—Piensa —me insta, mirándome fijamente—. Porque los polis también lo están haciendo.

—Losé.

—Conoces al senador de toda la vida, ¿verdad?

—Sí.

—¿No hay nada anterior a treinta y ocho años? ¿Algo que el senador ignore?

—¿Algo que valga doscientos cincuenta mil dólares? —pregunto—. No, joder.

—Muy bien —dice Ben con tono cauteloso—. Por cierto, ¿alguna vez te he contado la primera regla de la defensa criminal?

—No.

—Cuéntaselo todo a tu abogado —dice Ben, apoyando un dedo en la mesa—. Todo.

—Por Dios, Ben. Intentaré recordar algo más, pero no se me ocurre nada.

Mi abogado hace una pausa antes de aceptar mi afirmación y seguir comiendo. Intento centrarme en mi sándwich mientras lucho con un recuerdo del pasado remoto.