51
—Detective Gillis —dice Ben—. Las oficinas del señor Garrison tienen dos salidas.
—Sí. —Gillis cruza una pierna, pero su actitud serena no se altera durante el siguiente turno de preguntas. Hace tiempo que se presenta ante los tribunales. Sabe perfectamente cómo comportarse.
—Esa salida lateral que usted mencionó... No hace falta una llave para salir por esa puerta, ¿verdad?
—¿Para salir? No. Sólo para entrar desde el vestíbulo.
—De modo que si alguien estuviera dentro, podría salir cuando quisiera.
—Sí.
—¿Examinó esa puerta para ver si había huellas digitales?
—Yo... inicialmente no.
—Cuando usted llegó, no estaba seguro de que fuera un homicidio.
—Así es.
—Y aún no lo está, ¿verdad?
—Yo no dije eso, letrado. Confío en las conclusiones del juez de instrucción.
—De acuerdo —dice Ben—. Pero la noche en que murió el señor Garrison, usted no comprobó si había huellas dactilares en la puerta.
—No. No pensé que necesariamente se tratara de la escena de un crimen.
—¿Intentó obtener huellas más adelante?
—Para cuando volvimos el personal de limpieza ya había pasado cuatro o cinco veces.
—¿Así que no aseguró el despacho?
Gillis sonríe.
—Teniendo en cuenta lo ocurrido, ojalá lo hubiera hecho. Como le he dicho, al principio no era la escena del crimen. Mucha gente trabaja allí. No estaba dispuesto a decirles a esas personas que no acudieran a su oficina cuando ni siquiera conocía las conclusiones de la autopsia. Era bastante inusual.
—Entiendo. —Ben no conseguirá nada maltratando al testigo. No se trata de eso—. Así que las posibles huellas quizá fueron borradas por el equipo de limpieza del edificio.
—Sí, señor.
Bennett se detiene, con las manos apoyadas en las caderas. Por un instante me pregunto si ha olvidado la siguiente cuestión (trabaja sin notas), pero resulta que estaba tomando una decisión. Se acerca a la mesa de la defensa y abre una carpeta.
—Detective, mientras investigaba la muerte del señor Garrison, usted registró la oficina de mi cliente, ¿no es así? —Sí.
—Y encontró una carta en el cajón superior.
Erica Johannsen se pone de pie.
—Señoría, tenía la impresión de que si íbamos a comentar la carta...
—No la estoy presentando como prueba, señoría —interrumpe Ben—. Sólo quiero hacer algunas preguntas al respecto. No obstante, podría haber establecido las bases para admitirla. Algo que de todas formas no puedo hacer, no durante el caso principal de la fiscalía.
—Va más allá del alcance de nuestro interrogatorio directo —dice Johannsen. Se supone que el turno de preguntas de la defensa se limita a los temas comentados durante el interrogatorio directo.
—Siempre podría hacerlo como parte del caso de la defensa —contesta Ben—. Podría volver a llamar al detective. Pero éste es un juicio sin jurado, señoría. En interés de la economía judicial, sugiero que abarquemos todos los temas ahora.
La juez parece preocupada. Se frota la boca con un puño. Realmente es una mujer muy guapa, esta mujer que probablemente crea que he cometido un asesinato.
Ben aprovecha el silencio.
—Si la objeción es la pertinencia, señoría, puedo asegurarle que ésta quedará clara. No discutimos la admisibilidad de la carta.
—Supongo que me sorprende un poco que usted quiera hablar de esta carta —dice la juez—. Pero eso no significa que no pueda. Proceda. Señora Johannsen, puede tratar sus nuevas preguntas directas como repreguntas sobre este tema.
Miro a Erica Johannsen quien, al igual que a cualquier abogado, le disgusta que le rebatan un argumento. Está atenta, pero no parece especialmente preocupada. Sé que el fiscal del condado ha decidido no seguir adelante con la hipótesis del chantaje, y ahora sé por qué: por la persona a la que incrimina, alguien cercano y apreciado por el propio fiscal. Y sé que Dan Morphew abandonó el caso como fiscal principal porque se negó a aceptar la restricción. Pero me pregunto cuánto sabe Erica Johannsen de este asunto. ¿Realmente cree que es cierto lo que le dijo a la juez antes de que empezara el juicio, que no presentarían la carta de chantaje porque no podían relacionarla conmigo, o estaba encubriendo al fiscal del condado? ¿La eligieron porque tiene menos experiencia y nunca cuestionaría las órdenes de arriba? ¿Ignoraba lo que estaban haciendo cuando le dijeron que se olvidara del chantaje? ¿O quizá la eligieron porque estaba dispuesta a aceptar el sucio aspecto político de este caso? ¿Sabrá lo que Bennett está a punto de hacer? —Gracias, juez. —Bennett le entrega una copia de la carta de chantaje al detective y otras dos a la fiscal y a la juez—. He marcado este documento como Prueba de la defensa número uno para su identificación. Detective, ¿es una copia de la carta que usted encontró en el escritorio del señor Soliday? —Sí, lo es.
—Por favor, lea el contenido para que conste en acta.
El detective Gillis lee la carta lentamente ante el tribunal, es la primera vez que la carta de chantaje se revela en público.
Supongo que soy el único que queda que sabe el secreto que nadie conoce. Creo que bastaría con 250.000 dólares. Un mes debería ser suficiente. No conozco tu fuente de ingresos, pero supongo que si alguien puede encontrar la manera de sacar dinero del fondo para la campaña, ése eres tú. O quizá podría hablar con el senador. ¿Es eso lo que quieres? Un mes. No intentes ponerte en contacto conmigo. Yo iniciaré las comunicaciones.
De entre el público surge un suspiro audible. Esto es jugoso, comprendan el contexto o no, y está a punto de volverse más jugoso.
—La copia que usted encontró en la oficina de mi cliente —dice Ben—. ¿Es la única?
—No lo sé.
—¿Quién escribió este documento?
—Si tuviera que apostar...
—No apueste. Dígame si lo sabe con certeza.
—Con certeza, no. No lo sé.
—¿Sabe quién envió esta carta?
—No.
—¿Cómo la recibió el señor Soliday?
—Supongo que por correo —dice el testigo, reparando en la mirada airada de Ben—. No puedo afirmarlo con seguridad.
—Esta carta no está dirigida a nadie, ¿verdad?
—No está encabezada con «Apreciado señor Soliday», si se refiere a eso.
—Me refiero a que usted no sabe a quién está dirigida.
—Supongo que no lo sé con certeza, pero desde luego puedo leer entre líneas.
—De manera que usted no sabe con certeza quién la escribió, la envió por correo y cuántas copias existen ni a quién está dirigida, ¿no es así, detective?
—Sólo hay dos personas que tienen acceso al fondo de campaña del senador —dice Gillis^—. Es bastante evidente que la carta está dirigida al acusado.
—El fondo de campaña del senador —repite Bennett, acercándose aún más al testigo—. ¿Qué pone en la carta: el fondo de campaña del senador o el fondo de campaña?
La juez observa su propia copia de la carta, asintiendo lentamente.
El detective también lee la suya.
—Evidentemente —dice con tono más suave—, sólo pone «el fondo de campaña».
—Así que podría tratarse de cualquier fondo de campaña.
—Pues... supongo que sí, teóricamente...
—¿Teóricamente? —exclama Ben, agitando los brazos y mirando al testigo con expresión de sorpresa—. Detective, ¿tiene presente que hay cientos de contiendas electorales que se votan en las elecciones generales de noviembre de 2000: a presidente, al Senado, al Congreso, además de innumerables contiendas estatales y locales?
—Un momento, letrado. —El detective levanta la mano—. Estamos hablando de doscientos cincuenta mil dólares de un fondo de campaña. Eso deja al margen algunas de las contiendas. Y no olvidemos la siguiente frase de la carta: «O supongo que siempre podría hablar con el senador.» Eso tiende a limitar las posibilidades, ¿no le parece?
Ben asiente con la cabeza.
—¿Eliminaría el fondo de campaña del fiscal general Langdon Trotter?
Se produce más movimiento en la sala del tribunal. El suficiente como para que la juez llame al orden. La juez Bridges, que también es una funcionaría electa, se remueve en la silla. Erica Johannsen empieza a garabatear algo en un papel, aún ignoro cuánto sabe de lo que se cuece políticamente en su propia oficina respecto de este caso.
El detective Gillis parece el menos afectado por la referencia al fiscal general.
—Supongo que no, no del todo —dice.
—Se presenta al cargo de gobernador. Supongo que lo sabe, ¿verdad detective?
—Claro.
—Y supongo que puede decirle al tribunal cuánto dinero hay en su fondo de campaña.
—No, no puedo.
¿No? Ben se encamina lentamente al testigo—. Vaya detective, estoy seguro de que al iniciar su investigación quería mantener una mentalidad abierta frente a los sospechosos, ¿no es así?
—Por supuesto. Frente a cualquier sospechoso plausible.
—Bien, detective, no me diga que se limitó a concluir precipitadamente que esta campaña no identificada terna que ser necesariamente la del senador Grant Tully. Dígame que al menos comprobó cuánto dinero había en el fondo del fiscal general Trotter.
El detective parece ruborizarse ligeramente, quizá sea la máxima expresión de su embarazo.
—Basado en el hecho de que su cliente estaba en posesión de la carta y tenía acceso al fondo de campaña y que su jefe recibe el título de senador... pues sí, llegué a esa conclusión lógica.
—¿Quién le dijo que no investigara a Langdon Trotter? —pregunta Ben—. ¿Fue Elliot Raycroft, el fiscal del condado, su aliado político?
—Protesto...
—Se suprime la pregunta —dice la juez, pero su tono no es severo.
—Alguien le dijo que no investigara a Langdon Trotter-insiste Ben.
—No es cierto —dice el testigo—. Sencillamente, no es cierto. Nos centramos en el sospechoso razonable y en el fondo de campaña al que tenía acceso.
—Eso sí que es tener una mentalidad abierta, detective.
—El comentario queda eliminado, señor Carey. Por favor, prosiga.
—Usted quería investigar a Langdon Trotter, ¿verdad, detective?
—Bueno, letrado, no, yo...
—Alguien le dijo que no lo hiciera, ¿no es cierto?
—No, letrado. —En cualquier caso, Bennett parece divertir al detective Gillis. Me temo que la confianza del detective provoca la impresión deseada: aumentar su credibilidad ante la juez y desarmarnos—. No hay ninguna conspiración, se lo prometo. Su cliente tenía la carta. Su cliente trabaja para el «senador». Su cliente tiene acceso a un fondo de campaña abultado. Es verdad, no puedo decirle quién le envió la carta o si existe otra copia, pero eso sólo se debe a que su cliente se negó a decírmelo.
Se suponía que él interrogatorio de Ben acabaría aquí. Pero es una manera espantosa de acabar. Ben lo sabe. Se pasea unos instantes, intentando improvisar. Finalmente regresa a la mesa de la defensa para consultar conmigo. Me pregunta si se me ocurre algo, pero en realidad intenta ganar tiempo, poner distancia tras una respuesta excelente de Gillis. Por fin, Ben levanta la vista y dice que ha acabado.
La fiscal vuelve a ponerse de pie.
—Detective Gillis, ¿cuánto dinero hay en el fondo de campaña del senador estatal Grant Tully?
—Millones —responde—. Dispondría de la cifra precisa, pero no sabía que hablaríamos...
—Y ese «secreto que nadie conoce», detective... ¿Lo ha leído en la carta?
—Sí.
—¿Le preguntó al acusado cuál podría ser ese secreto?
—Sí, se lo pregunté.
—¿Se lo dijo?
—¡Protesto! —exclama Ben, poniéndose de pie de un salto—. La Quinta Enmienda permite al acusado guardar un silencio por el que no puede ser acusado.
—Admitido —dice la juez, arqueando las cejas y mirando a la fiscal.
—¿Le preguntó al senador Tully sí conocía algún secreto?
—Sí.
—¿Qué dijo?
Otra declaración de oídas a la que Bennett Carey no se opone.
—Dijo que no conocía ningún secreto —responde Gillis.
—Y de eso trata la carta, ¿verdad, detective? Es un secreto que el senador desconoce, una amenaza de decírselo.
—Eso es...
—Protesto —interviene Ben—. Supone una especulación.
—Permitiré la pregunta —dice la juez—. Y comprendo de qué se trata, señora Johannsen.
—Detective —prosigue la fiscal—, ¿descubrió que se habían retirado doscientos cincuenta mil dólares del fondo de campaña del senador Tully? ¿O cualquier cifra elevada como ésa, pagada a Dale Garrison o cobrada en efectivo?
—No —dice Gillis—. Y tampoco habían depositado una cifra parecida en ninguna cuenta del señor Garrison,
—No, claro que no. En cambio, lo que descubrió fue el cadáver del señor Garrison, ¿verdad?
—Así es. No tiene ni comparación con el hecho de pagar un cuarto de millón de pavos.
La juez mira a Bennett, que no se opone al comentario. El comentario también nos resulta útil a nosotros, a condición de que el asesino sea Lang Trotter y no yo.
La fiscal toma asiento. Bennett vuelve a la carga.
—Detective, ¿alguna vez le preguntó a Langdon Trotter cuál era el «secreto que nadie conoce»?
—Nunca he hablado con él.
—Aún está investigando este caso, ¿correcto?
—Yo... Bueno, técnicamente el caso no se ha archivado.
—¿Hablará con Langdon Trotter y le hará esa pregunta?
—En este momento no puedo contestar esa pregunta —dice Gillis, respirando hondo.
Bennett menea la cabeza y vuelve a sentarse.
—Señora Johannsen —dice la juez—, ¿ha acabado con el caso principal?
—El alegato de la fiscalía ha terminado, señoría.
—Escucharé la petición del señor Carey mañana por la mañana —dice la juez, antes de levantar la sesión.
Cuando la juez baja del estrado, todos nos ponemos de pie. Me aferró al brazo de Bennett.
—Prácticamente te lanzó una invitación-digo, refiriéndome a que la juez mencionó nuestra petición de un veredicto dirigido. Es la petición que hace la defensa cuando ha acabado el alegato de la fiscalía, argumentando que las pruebas son tan escasas que la juez debería absolverme sin que yo presente una defensa. Eso es lo que necesito: ganar este caso antes de que haya más referencias a Lyle Cosgrove y se descubra cualquier cosa relacionada con el año 1979.
Bennett adopta un aire solemne, algo sorprendente tras un turno de réplicas exitoso. No contesta hasta que el ajetreo en la sala del tribunal alcanza el punto máximo.
—Es normal —dice—. Ella sabe que haré la petición, eso es todo. —Se inclina hacia mí y añade—: El caso será juzgado. Prepárate. Así que volveré a preguntártelo. ¿Aún quieres testificar?
Bennett y yo hemos debatido el tema durante horas. Pese a todas nuestras teorías sobre Lang Trotter, podríamos no presentar defensa alguna y argumentar que las pruebas dejan lugar a la duda razonable.
Pero al igual que cualquier acusado inocente, quiero declarar. Quiero negar esta acusación. Al margen de la estrategia legal, de la disciplina del juez, el hecho de no hablar en defensa propia despertará dudas. No dejaré que este juicio termine y que la gente crea que me estaba ocultando.
—Sí —le digo—. Aún quiero testificar.
Bennett se vuelve hacia mí, apoya una mano en mi brazo.
—Grant Tully puede librar sus propias batallas, John. Hagas lo que hagas, hazlo por ti mismo.
Nuestra nueva defensa (implicar a Lang Trotter) no es perfecta. No lograremos demostrar que Trotter obligó a Cosgrove a trabajar para él. No lograremos demostrar que Dale se puso en contacto con Trotter para hablar del As. Quizás haya otro montón de cosas que no podremos demostrar. Bennett advierte que una de las razones por las que quiero declarar es que me sirve para atacar al adversario de Grant, dándole así una ligera oportunidad de ganar las elecciones.
—Quiero testificar —repito.
—Entonces sabrás que hablaremos de todo. De todo. Es la única forma de explicarlo.
—Lo sé. —Ben y yo hemos mantenido esta conversación en numerosas ocasiones, incluido anoche y esta mañana—. A menos que creas que podemos ganar ahora mismo —añado—. Ya han acabado con su caso. Lo hemos oído todo. ¿Crees que podemos ganar ahora mismo? ¿Dar por terminado nuestro alegato y que sea lo que Dios quiera? ¿Existen dudas razonables?
Bennett Carey traga saliva. Exhala un hondo suspiro mientras reflexiona en el desarrollo del juicio.
—Creo que no —dice.
—Yo tampoco. Así que dediquémonos a planificar el juego. Tenemos toda la noche por delante.
—Lo contaremos todo —dice Ben.
—Sí. Lo contaremos todo. Y cuando digo todo, quiero decir sin excepción.
Ben no parece comprender el alcance de lo que estoy diciendo.
—No será como en 1979. Diré la verdad, tal como la recuerdo.
—Espera, John...
—Ya no tengo diecisiete años —digo—. Y no me comportaré como si los tuviera. Mañana diré la verdad, Ben. Y lo que ocurra... ocurrirá.
Bennett se toma esta afirmación más como amigo que como abogado. Aprieta los labios y asiente con admiración. No es necesario. No se debería felicitar a un adulto por decir la verdad. Ya es hora de aclararlo todo. Es hora de hacer las cosas bien.