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Bennett insiste en que coma algo, pero yo no quiero abandonar la sala del tribunal, así que me trae un sándwich. La sala permanece relativamente vacía durante los setenta y cinco minutos que la juez nos ha dado para almorzar. Me quedo de pie la mayor parte del tiempo, paseando lentamente entre las mesas y el estrado del jurado, incluso me pongo a silbar. Suelo hacerlo cuando estoy nervioso, pero soy consciente de que doy una impresión de tranquilidad, incluso de confianza.
Sin embargo, no me siento tranquilo ni confiado. Creí que una vez iniciado el juicio me tranquilizaría un poco, pero la verdad es que las cosas no han ido demasiado bien. No es que haya ocurrido algo trascendental. No han presentado pruebas que me incriminen directamente. Supongo que la declaración de la médica forense tampoco fue tan negativa. Sólo porque Garrison fuera estrangulado no significa que yo lo hiciera. Y el guardia de seguridad... Bueno, eso sí que fue un buen golpe. Si la juez considera que mi versión de los hechos es una sarta de mentiras, entonces supongo que estoy acabado. No obstante, creo que resulta razonable que pensara que Dale estaba dormido. Lo realmente negativo es la pregunta acerca de quién lo estranguló.
Dios, fue estupendo que Tracy viniera a verme. Sabía que no dispondría de demasiado tiempo. Tenía muy buen aspecto. Fresca como una rosa. Ésa es la palabra. Diferente, lo que implica cierta distancia, pero al final la misma Tracy que llegué a amar. Se mostró amable y afectuosa, incluso después de todo lo ocurrido. Tengo que hacer un esfuerzo para no coger el teléfono y llamarla, concertar un almuerzo o una cena. Me siento como un colegial.
Pero no puedo hacerlo. No lo haré. No soy un colegial, y hay borrones en nuestra hoja de servicio. Ha seguido con su vida y me alegro. Necesita saber que hizo lo que pudo para ayudarme a superar este asunto. Pero eso es todo. Ya no me necesita a mí. Ya no me quiere.
Abandono estos pensamientos y miro a mi abogado, que está sentado a la mesa leyendo unos papeles. Murmura algo para sus adentros. Sus intensos ojos azules están entrecerrados, mostrando tal concentración que parece no leer el papel que tiene ante sí, como si más bien pensase en otra cosa.
Ben es un hombre bastante fuerte, capaz de soportar una carga considerable con entereza. Pero para él, el hecho de defender a un amigo acusado de asesinato en primer grado debe de resultar bastante pesado. Por no mencionar la cuestión de que, incluso con su experiencia en juicios criminales, éste sigue siendo el caso mas importante del que se haya ocupado.
No me he puesto en su pellejo. En realidad, no he pensado en lo duro que es para él. Tal vez debería haberlo tenido más en cuenta. Tal vez, pese a lo disciplinado, preparado y talentoso que es, Bennett Carey se ha metido en camisa de Mee varas.
La idea me revuelve el estómago y me alegro de haber tomado un almuerzo ligero. ¿Acaso este asunto va más allá de esas posibilidades? ¿Le estoy pidiendo demasiado? Y más concretamente, ¿por qué pienso en ello ahora?
—Dos minutos —dice un empleado que entra en la sala del tribunal.
Vuelvo a mirar a Bennett. Su tiempo de preparación ha acabado. Está sentado con la espalda apoyada en la silla, la mirada fija en el techo. Parece bastante sereno. Concentrado pero tranquilo. Además, estuvo bastante bien en su turno de preguntas.
—Has recurrido a la oración —le comento al volver a la mesa.
Ben sonríe, me palmea el brazo.
—Las cosas van estupendamente, Jonathan.
Me dispongo a contestarle, a iniciar una discusión sobre el desarrollo del juicio que no dejo de mantener conmigo mismo, cuando el empleado entra junto a la juez Bridges.
—Todos en pie.
La fiscal llama a Sheila Paul al estrado, la ex secretaria de Dale Garrison. Bennett habló con ella hace unas semanas y aseguró que su testimonio era relativamente inocuo. Sitúa a Dale en su despacho, vivo, a las cinco de la tarde, y recuerda que fui yo quien cambió la cita.
Sheila Paul ocupa el estrado y mira alrededor de la sala del tribunal con escaso interés. Tiene el cutis reluciente y bronceado. Parece haber perdido mucho peso. Es más bien menuda, el mentón y las mejillas presentan cierta flaccidez. Lleva un perfume intenso, un poco dulce para mi gusto, que perdura cuando pasa junto a mí camino del estrado.
Se mueve con nerviosismo hasta que la fiscal le hace la primera pregunta. Después se acomoda y habla con firmeza, como desmintiendo su baja estatura.
—Trabajé para Dale durante más de veinte años —le dice a Erica Johannsen.
—¿Puede describir el trabajo del señor Garrison como abogado?
—Se dedicaba sobre todo al derecho penal. "También formaba parte de algún grupo de presión. Cuando la legislatura estaba en sesión, solía ir a la capital en busca de clientes.
—¿Trabajaba con algún asociado?
Sheila Paul niega con la cabeza.
—Señora Paul, ¿podría contestar verbalmente?
—No —responde—. No en ese momento... No al final. A veces tenía a un par de abogados a sus órdenes. Había otros abogados en su bufete. En ocasiones compartían algún caso, pero no eran socios. Y en la misma planta había otro bufete, formado por tres o cuatro abogados jóvenes que abrieron su propio despacho. Si Dale no quería ocuparse de algún caso, se lo pasaba a ellos. O a veces les encargaba pequeñas tareas relacionadas con sus propios casos. Esos tipos le caían realmente bien. Decía que le recordaban su juventud, cuando él estaba empezando.
—Bien. —La fiscal interrumpe la explicación—. Así que cuando murió, no tenía socios.
—No.
—Comprendo. —Erica Johannsen une las manos y apunta a la testigo—. ¿Realizó el señor Garrison algún trabajo para el senador Grant Tully?
Me siento en el borde de la silla, pero intento no reaccionar ante la mención del nombre de mi jefe. Bennett se mantiene impertérrito, limitándose a observar a la testigo.
—Sí, claro. En realidad, diría que era un asesor. No le pagaban, pero le daba consejos legales al senador acerca de sus asuntos personales y sobre algunos temas políticos —dice, encogiéndose de hombros—. El senador se lo agradecía de varias maneras.
Miro a Bennett, que sigue inmóvil. Le doy un codazo, pero la juez toma la palabra.
—Señora Johannsen, ¿adonde quiere llegar?
Mi corazón da un brinco. De manera espontánea, la juez defiende al senador. Ella sabe, todo el mundo sabe cómo el senador «recompensaba» a Dale Garrison. Dale era miembro de un grupo de presión, uno de los miembros de una selecta minoría que puede entrar en la oficina del senador Tully y conseguir lo que se propone.
Nunca supe cuál era el vínculo exacto entre Garrí— son y la familia Tully. Supuse que guardaba relación con algo que se remonta a Simón, el padre de Grant, pero no conocía los detalles. El motivo era yo. Garrison les hizo un gran favor a los Tully: evitó que unos tipos malos me involucraran en un asunto desagradable y, para ser justos, también ayudó a la familia Tully, al menos de forma indirecta. Es un punto de vista algo cínico, pero lo cierto es que jamás me han confundido con un idealista.
—Retiraré la pregunta —dice la fiscal. Me parece una rendición rápida, sobre todo en un juicio sin juzgado, donde los argumentos se presentan ante quien juzga los hechos—. Señora Paul, ¿puede decirnos si el señor Garrison ha trabajado con el acusado, Jonathan Soliday?
La testigo no me mira, un indicio de hostilidad. Supongo que sería lo normal, salvo por el pequeño detalle de que soy inocente.
—Nunca conocí al señor Soliday —contesta—. Sé, a través de la correspondencia y las llamadas telefónicas, que trabajaban juntos.
Erica Johannsen revisa las notas encima del atril.
—Que usted sepa, ¿el acusado tuvo alguna vez una cita para encontrarse con el señor Garrison?
—Sí. Debían encontrarse el jueves 17 de agosto, para almorzar.
—¿Eso sería el día anterior a su muerte?
—Así es.
—Que usted sepa, ¿se mantuvo la cita?
—No. —Por primera vez, Sheila Paul admite mi presencia—. Soliday llamó y retrasó la cita al viernes por la tarde, a las siete.
—Protesto —dice Bennett, poniéndose de pie—. No fundamentado.
—Se admite —dice la juez, arqueando las cejas y mirando a la fiscal.
Erica Johannsen se acerca a la testigo.
—Señora Paul, ¿recibió usted una llamada telefónica acerca de esa reunión del jueves para almorzar?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Creo que fue el día anterior, el miércoles. Sí, me parece que fue el miércoles por la mañana.
—El que llamaba, ¿se identificó?
—Sí. Dijo que era John Soliday.
—Protesto, señoría. —Bennett vuelve a ponerse de pie—. Testimonio de oídas. No fundamentado. Pido que lo supriman.
—¿Testimonio de oídas? —pregunta la fiscal—. Es lo que ha declarado el acusado.
—Admitido en cuanto a la fundamentación —dice la juez Bridges—. Usted no ha demostrado que fuera la declaración del acusado.
La fiscal se lleva un dedo a los labios. Quizá no previo el problema con las pruebas de este testimonio. O tal vez, al igual que con el testimonio de la médica forense, no esperaba una batalla.
—Señora Paul, al margen de cómo se identificó el que llamaba, ¿reconoció la voz?
—No, no especialmente.
Vuelve a intentarlo, señora fiscal. Johannsen aprieta los dientes y mira fijamente a la testigo. Sheila Paul parece estoica, pero advierto que está sudando un poco.
—De acuerdo, señora Paul. Al margen de cómo se identificó el que llamaba, ¿recuerda lo que dijo?
—Protesto por los mismos motivos —dice Bennett, adelantándose a la respuesta del testigo—. Testimonio de oídas.
La juez parpadea.
—Escucharé la respuesta —dice.
La testigo ya no parece tan segura de cuál era la pregunta, sólo sabe que su respuesta ha generado un alboroto. Responde con temor, esperando que uno u otro de los abogados se lance sobre ella cuando haya acabado.
—Quiso cambiar la hora de la reunión con Dale del jueves a mediodía al viernes por la tarde a las siete.
Bueno, podemos hacer todos los jueguecitos legales que nos dé la gana, pero la juez sabe de quién está hablando la testigo: de mí. Nadie más habría llamado para cambiar la hora de la reunión del jueves al mediodía al viernes por la tarde. Lo que ocurre es que esa llamada nunca fue hecha. Ellos me llamaron a mí para cambiar la reunión.
Ben se inclina hacia mí.
—Le han explicado lo que tiene que decir —susurra—. Hace unas semanas, no lo tenía tan claro.
—¿Y qué hizo, señora Paul?
—Le pregunté a Dale si le iba bien el viernes a las siete.
—¿Y qué contestó?
—Bueno, dijo que sí, pero no parecía contento. ¿Quién se reúne el viernes por la tarde a las siete?
Esa fue exactamente mi reacción en aquel momento. Garabateo una nota para Bennett, le indico que debemos volver a hablar con mi secretaria para explicarle que se trata de un error, que fue Garrison quien cambió la rita. Pero eso no explica el testimonio de Sheila Paul. Esta no sólo se está confundiendo con respecto a quién cambió la cita, se está inventando toda una conversación con Dale Garrison en la que el cambio de planes le venía mal. Lyle Cosgrove debió de hacer esa llamada.
La fiscal pasa al día de la muerte de Dale Garrison.
—¿Recuerda cómo transcurrió el día de Dale Garrison, su programa de trabajo?
Sheila Paul asiente.
—Esa mañana, debía presentarse ante el tribunal, tenía una reunión por la tarde con uno de los abogados del otro bufete, que estaba trabajando en uno de sus casos. Después se reunió con el señor Soliday a las siete.
—Señoría —dice Johannsen—, ya que hemos traído el ordenador de la víctima a la sala del tribunal, solicito que la testigo verifique el programa del señor Garrison de ese día en la agenda del ordenador.
La juez mira a Bennett
—No hay objeción —dice—, al margen de la cadena de custodia. A condición de que la señora Johannsen logre relacionarlo con otro testigo...
—Gracias, abogado —dice la fiscal—. Lo haremos.
Resulta agradable que mi abogado sea tan complaciente. Supongo que en parte se debe a una especie de fraternidad entre ex fiscales, pero lo cierto es que Ben parece saber cuándo presentar batalla. Sólo es útil para mejorar la valoración del juez de su persona y, en última instancia, de la mía.
La fiscalía ha conectado el ordenador a una pantalla, para que podamos ver los archivos como si fueran una película, en vez de amontonarnos alrededor de un pequeño monitor. La pantalla ya está instalada, y un empleado sale de la sala adjunta con el ordenador y el disco duro apoyado sobre una mesa rodante. Tardan unos momentos en conectarlo todo y después vemos el monitor del ordenador de Dale proyectado en la pantalla. El fondo está formado por un cielo azul con nubes blancas. Los iconos aparecen a la izquierda de la pantalla. Dale los tenía organizados de un modo bastante parecido al mío en el bufete.
Sheila Paul baja del estrado ante la indicación de la fiscal y coge el ratón para dirigir el asunto.
—Dale tenía la agenda metida en el ordenador —comenta—. Bueno, en realidad, yo me ocupaba de ella. Se la imprimía todos los días.
El cursor se desplaza hasta un icono y se abre otra pantalla, donde aparece la agenda del día.
Aparentemente, hoy Dale tenía programado presentarse ante un tribunal. Pero Sheila Paul desplaza el ratón con mucha más rapidez de la que yo soy capaz y va a la fecha de la muerte de Dale, el 18 de agosto.
—Este es el día —dice.
Vemos una versión muy ampliada de la agenda del día. Aparecen las citas del viernes 18 de agosto, a las nueve, las dos de la tarde, las tres y a las siete, conmigo.
—Dale tenía una vista ante el juez Radke por una petición para anular una detención —informa Sheila Paul—. Eso era a las nueve. Después tenía una reunión con Jeff Caprice, uno de los abogados jóvenes del otro bufete. «CO» significa «conferencia en oficina». Después tenía una conferencia telefónica sobre otro caso a las tres. Por último, tenía la reunión con el señor Soliday a las siete.
—Señora Paul, ¿alguien entró en las oficinas entre las tres y la hora en que usted se marchó?
—No —contesta la testigo con voz firme.
—¿Y a qué hora se marchó usted, señora Paul?
—Casi a las cinco. Suelo marcharme entre las cuatro y media y las cinco. Ese día eran casi las cinco.
—¿Así que nadie acudió al despacho entre las tres y las cinco?-Correcto.
—Que usted sepa, señora Paul, ¿había alguna otra persona que debía acudir al despacho ese día?
—Además del señor Soliday, no.
—Y cuando se marchó, ¿usted y Dale eran los únicos que estaban en el despacho?
—Sí, así es.
—¿No había ningún abogado en prácticas? ¿Empleados? ¿Nadie?
—Nadie salvo Dale y yo.
—Muy bien —dice Erica Johannsen—. Cuando usted se marchó, le dijo a... —La fiscal se interrumpe. Estaba a punto de preguntarle a Sheila Paul si se despidió de Dale antes de marcharse. Dada la importancia del testimonio, quizá sea mejor plantear la pregunta con más delicadeza—. Señora Paul-vuelve a empezar—, antes de salir, ¿le dijo al señor Garrison que se marchaba?
Al margen de cómo se lo preguntan, Sheila Paul está recordando la última conversación con quien fuera su jefe durante más de veinte años. Antes de que la fiscal termine la pregunta, la testigo ha sacado unos pañuelos de papel del bolso. Los ojos se le humedecen, pero aún no ha derramado una lágrima. Permanece inmóvil durante unos instantes, los pañuelos apretados en un puño y tapándole la boca, antes de soltar el aliento.
—Le dije que me marchaba. Le deseé un buen fin de semana. El también me lo deseó. Comentó algo acerca de mi marido, que lo obligara a arreglar el radiador este fin de semana. Dale siempre gastaba bromas de ese tipo.
—¿Puede describir su aspecto? ¿Su estado de humor?
—El mismo viejo Dale de siempre —dice—. Gruñón pero encantador. Tenía más o menos el mismo aspecto de siempre.
—De acuerdo. —La voz de la fiscal es casi un susurro—. Sólo un par de preguntas más, señora, y después habré completado mi interrogatorio.
Como respuesta, la secretaria de Dale Garrison agita un puñado de pañuelos de papel.
La fiscal se pasea de un lado a otro. Espera un momento antes de continuar.
—El bufete tiene una puerta principal, ¿verdad? —Sí.
—¿Hay otra puerta?
—Sí-responde, sonándose sonoramente la nariz—. Perdón. Sí. Hay otra puerta que da al vestíbulo.
—¿Está abierta o cerrada con llave?
—Abierta desde dentro, cerrada con llave desde fuera-contesta.
—¿Está segura de que está cerrada con llave desde fuera?
—Segurísima. Es una cerradura automática. Es para que los abogados puedan tomar un atajo para ir a los servicios situados en el vestíbulo. Es imposible entrar desde el vestíbulo sin una llave.
—De acuerdo, señora Paul. Gracias. —La fiscal se sienta. Acaba de demostrar que nadie podría haber entrado de forma subrepticia, estrangular a Dale y huir.
—¿Abogado? —le dice la juez a Bennett.
Ben ya se ha puesto de pie. Camina lentamente arriba y abajo detrás de la mesa de la defensa. No hace falta ponerse contencioso con esta testigo.
—Dale era un buen hombre —comenta.
—Era un gran hombre.
—Ayudó a muchas personas.
—Claro que sí.
Bennett está expresando opiniones, algo técnicamente inadecuado pero inocuo. De hecho, y ahora que lo pienso, ¿a qué viene que mi abogado haga que la víctima parezca más simpática?
—Y no sólo a las personas que podían pagar —añade Ben—. Muchas veces trabajaba gratuitamente.
—Era muy generoso con su tiempo.
—Su puerta siempre estaba abierta.
—Sí-dice la testigo, asintiendo con la cabeza.
—Si alguien necesitaba un minuto de su tiempo, se lo concedía.
—Siempre.
Bennett se mete las manos en los bolsillos. Antes de empezar la vista de esta tarde, se vació los bolsillos de monedas, para no jugar con ellas mientras estuviera de pie.
—Y señora Paul, sabemos que usted no tiene idea de lo que ocurrió en el despacho después de que se marchara, pero ¿no es posible que alguien fuese a ver a Dale? Podría haber ocurrido, ¿verdad?
—Por supuesto que podría haber ocurrido.
—Muchas personas venían a pedirle consejo.
—Claro.
—Y en tal caso, no sería raro que Dale los invitara a pasar, ¿no?
—No, supongo que no.
—De hecho, señora Paul, basándonos en la disposición del bufete y el lugar donde estaba situado el despacho de Dale, es posible que alguien pudiera haber entrado sin que Dale lo supiera, ¿no?
—Sí.
—Porque la puerta principal aún estaba abierta cuando usted se marchó.
Ben asiente con la cabeza y apoya las manos en el respaldo de la silla.
—El señor Garrison estaba enfermo, ¿verdad, señora Paul?
—Sí.
—Tenía un cáncer de pulmón y un linfoma.
—Sí.
—¿Cuándo se lo contó?
Sheila Paul desvía la mirada hacia un rincón de la sala. Creo que se esfuerza por recordar.
—Hace unos seis meses, tal vez.: —Pero había estado enfermo antes —dice Ben.
La testigo sonríe con timidez.
—Eso era tan típico de Dale... No contarlo.
—Señora Paul, ¿sabe cuánto hacía que tenía cáncer?
—Creo que pasaron unos cuatro meses antes de que me lo contara.
—Dale no recibió tratamiento alguno. Ni quimioterapia ni radioterapia, ¿verdad?
La expresión de la mujer evidencia que discutió con Dale Garrison sobre este tema.
—Había visto morir a sus padres de cáncer —comenta—. Dijo que el tratamiento los dejó en peor estado que el cáncer. No quería tratarse.
—Dale también había perdido peso, ¿no es así?
La testigo mira fijamente a mi abogado. Quizá sería más exacto decir que su mirada pasa a través de él. No tiene un plan, no parece discrepar conmigo, ciertamente no se siente afectada porque un abogado penalista defienda a un cliente.
—Sí, durante este último año perdió peso.
—¿Acaso Dale alguna vez...? —Ben inclina la cabeza y hace una pausa—. Detesto hacer preguntas como éstas.
—Dale le diría que prosiga —dice la señora Paul.
Realmente se comporta con mucha dignidad. Me conmovería si no fuera porque ha sido una buena testigo para la fiscalía. A la juez le costará dudar de su credibilidad. Y eso supone un problema, porque ha asegurado que cambiar la fecha de la reunión fue idea mía, y que es improbable que alguien entrara en el bufete entre la hora que ella se marchó y yo llegué. Ésas no son cosas que queremos que la juez crea.
—¿Dale alguna vez le comentó que tuviera ganas de morir?
Me vuelvo para poder ver mejor a mi abogado, una violación del decoro ante el tribunal. Se supone que no debo revelar mis emociones ante la juez. Pero ¡qué pregunta! Lo cierto es que Ben no le plantearía la cuestión a menos que...
—Sí, a veces —responde Sheila Paul.
—Temía una muerte lenta —dice Ben con voz queda.
—Sí, así es —contesta la señora Paul, soltando una risita amarga—. Dijo que sabía que se le estaba acabando la cuerda, él solía expresarse de esa manera, pero que quería que ocurriera con rapidez.
—¿Alguna vez se le ocurrió que podría suicidarse?
—Protesto. —Erica Johannsen se pone de pie y levanta una mano— La testigo no está capacitada para dar esa opinión.
—Sólo le pido una opinión no profesional —aclara Ben—. La testigo es la persona que tuvo más contacto con Dale Garrison durante el transcurso del último año. Las cosas que dijo, las que hizo, los sentimientos que compartió con la testigo. Eso es todo lo que quiero saber.
La juez permanece inmóvil un momento, se mordisquea el labio inferior.
—Denegaré la objeción —dice.
Bennett le hace una señal con la cabeza a la testigo.
—¿Cree que podría haber pensado en suicidarse?
—¡No utilice esa frase, letrado! —exclama la juez.
—Gracias, juez —dice Ben, mirando a la testigo—. Señora Paul, ¿alguna vez el señor Garrison le dio la impresión de que su enfermedad lo deprimía, que de hecho deseaba morir muy pronto?
Sheila Paul baja la mirada, haciendo resaltar las bolsas debajo de los ojos. Traga con fuerza. Cuando habla, lo hace con tono evocador y pausado.
—Solía ocurrir por las tardes —susurra—. Cuando oscurecía. Sí, tenía que ver con la oscuridad. Se volvía... no sé, depresivo. En realidad, aún no estaba muy enfermo. Pero empezaba a sentirse mal. No comía mucho. Perdió peso. Supongo que estaba un poco débil, decía que sentía que se acercaba, si es que eso es posible. Pero todavía se sentía lo bastante bien como para seguir adelante. Calculaba que le quedaban unos seis meses. Solía decir que estaba harto de oír el tictac del reloj. Quería que sucediera rápidamente. Como un relámpago, dijo.
Erica Johannsen se remueve nerviosamente en la silla. Este testimonio, al menos en parte, es de oídas. Supongo que piensa que, puesto que la juez ya permitió la respuesta, es poco probable que la revoque. Además^ ha escuchado las palabras de la testigo, aunque después resuelva que son inadmisibles.
—Señora Paul —dice Ben—, ¿le parece posible que Dale Garrison contratara a alguien para que acabara con su vida?
La fiscal decide intervenir.
—¡Señoría! —grita, poniéndose de pie.
La juez parece desaprobar la pregunta. Mira a Bennett como una madre mira a un niño que se ha comportado mal.
—La pregunta, si puede llamársela así, supone una especulación —dice con firmeza—. Se admite la objeción.
Bennett acepta la resolución sin comentarios, pero pasa rápidamente a la siguiente cuestión.
—Que usted supiera, ¿Dale tenía problemas económicos?
Ahora soy yo el que se pone nervioso. Eso explicaría la carta de chantaje: Dale necesitaba un cuarto de millón de dólares. Para la defensa es mejor que Dale no necesitara el dinero. Era un abogado de éxito. Tenía una lista de clientes que la mayoría de los abogados envidiaría. Así, la carta de chantaje no tendría sentido. ¿Qué está haciendo Bennett?
—No que yo sepa —responde la testigo.
—Usted le ayudaba con su libro de cuentas, ¿no es así, señora Paul?
—Pagaba sus facturas-dice, sonriendo con docilidad—. Dale era bastante inepto para esas cosas.
—De modo que conocía el estado de sus finanzas, al menos el de su cuenta corriente.
—Claro.
—¿Necesitaba dinero?
—No. De ninguna manera. Tenía... unos veinte mil dólares en la cuenta. Siempre le decía que los invirtiera, pero al final se convirtió en una broma de mal gusto. Ya sabe, ¿qué sentido tendría...? —añade, con expresión amarga.
—Y usted conocía algunas de sus inversiones, ¿verdad?
—Sí. Tenía algunos fondos inmobiliarios y cosas así. Yo recibía los extractos en el despacho y los archivaba.
—Claro —dice Ben, sonriendo ante su generosidad—. Dale tenía más de cien mil dólares invertidos, ¿no es así?
La testigo parpadea y desvía la mirada.
—Creo que eran alrededor de ciento veinte mil.
—Tenía dos casas. Una aquí, la otra en Florida.
—Correcto.
—E incluso al final, Dale tenía numerosos clientes.
—Oh, sí. —A la testigo le encanta dejar bien a su jefe—. Les pasaba clientes a otros abogados y les cobraba por la referencia.
—Entiendo. —Bennett empieza a pasearse—. Así que disponía de dinero, tenía numerosos clientes y no gastaba un céntimo en un tratamiento para el cáncer, ¿verdad?
—Así es.
—Entonces, señora Paul, ya que conocía muy bien a Dale Garrison, ¿se le ocurre algún motivo por el cual podría necesitar doscientos cincuenta mil dólares?
—No —contesta la testigo, mientras la fiscal se pone de pie de un salto.
—¡Protesto...!
—Eso fue lo que les dije...
—Es una especulación.
—... cuando me mostraron esa carta de chantaje.
—Señora Paul —dice la juez Bridges—, comprendo que la fiscal ha intervenido en mitad de su respuesta, pero cuando alguien se opone, quiero que espere a que yo resuelva antes de contestar. ¿De acuerdo?
—Lo siento»-dice Sheila Paul—. Cuando me mostraron esa carta...
—¡Señora Paul! —dice la juez—. Aún no he resuelto.
La testigo baja la cabeza.
La expresión de la juez se vuelve menos severa.
—En realidad, creo que la pregunta es adecuada. Así que ahora, señora Paul, por favor termine lo que estaba diciendo.-La juez esboza una débil sonrisa.
Yo también sonrío. Esto marcha viento en popa.
Sheila Paul vuelve a empezar:
—Cuando la fiscalía me mostró ese documento donde Dale supuestamente pedía todo ese dinero, me resultó incomprensible. ¿Para qué lo necesitaría?
—Quizá para que alguien le ayudara a acabar con su sufrimiento —dice Bennett, apretando los labios.
—Abogado. —La juez no necesita la intervención de la fiscal, que se ha puesto de pie, pero en silencio—. Siguiente pregunta.
Bennett hace un gesto con las manos.
—Señoría, en realidad ya he acabado. Gracias, señora Paul.
La juez mira a la fiscal, que dice que no tiene más preguntas.
La juez reúne unos papeles y se dirige a ambos abogados.
—Hay algunos asuntos de los que debo ocuparme esta tarde —comenta. Revisa lo que supongo es su agenda de mañana—. Y también estaré ocupada durante una parte de la mañana siguiente —dice.
Los jueces del tribunal en lo penal tienen problemas para dedicarle mucho tiempo a un único juicio. Los acusados de un crimen tienen derecho a un juicio rápido, de modo que, para que el caso avance, los jueces han de celebrar las vistas cuando pueden. Como en este juicio no hay jurado, la juez Bridges puede ser más flexible sin desplazarnos de una fecha a otra para encajarnos en su agenda.
—¿Por qué no volvemos a reunimos mañana por la mañana a las once?
Ambos abogados se muestran de acuerdo. Erica Johannsen le dice a la juez que cree que la fiscalía puede concluir su caso mañana.
Cuando la juez abandona el estrado, todos nos ponemos de pie. El segundo día de mi juicio ha concluido.
—¿Seguimos enteros? —le susurro a Ben. En general, hemos soportado la mitad de las pruebas de la fiscalía sin sufrir demasiado desgaste.
Bennett se relaja, se relaja de verdad por primera vez en el día de hoy. Respira hondo mientras la multitud detrás de nosotros sale lentamente. Intento analizar sus emociones: ¿satisfacción? ¿desilusión? En cualquier caso, como es habitual en Bennett, se muestra impasible. Erica Johannsen cierra su portafolios y se marcha. En unos momentos Bennett y yo nos quedamos solos en la sala. Fuera habrá algunos periodistas, pero el reglamento del tribunal les impide abordarnos en la sala.
—Terminarán mañana, a primera hora de la tarde —comenta Ben—. De manera que nos espera una noche larga.
Hasta Ben parece admitir lo que yo ya creo: la juez no fallará a favor nuestro después de que la fiscalía haya terminado de presentar su caso. Eso significa que tendré que declarar. Acordamos encontrarnos en el bufete para una cena de trabajo y una noche de preparación. Lo sigo hasta la puerta de la sala del tribunal. El será mi escudo, detrás del cual me abriré paso a través de los periodistas. Adopto una pose para la televisión: la cabeza alta, tranquilo y confiado, pero no chulesco, y le doy un empujoncito a Ben, indicando que estoy preparado.