8
Viernes por la tarde, cerca de las cinco. Incluso en un despacho donde explotan a los empleados como Seaton, Hirsch, cuando llega la última hora de la semana laboral, muchos se han marchado. Yo también estoy por acabar. Termino este expediente que estoy redactando, paso por el despacho de Dale Garrison y me voy a casa. Dentro de un par de horas, el senador Tully partirá para pasar el fin de semana en los condados del sur, para hacer campaña. Allí se concentran numerosos obreros de los sindicatos que son la clave de las elecciones. Tengo la esperanza de que ahora que el senador estará fuera de la ciudad podré descansar un poco. Cuanto más se acerquen las elecciones generales, menos podré dormir.
Le prometí al senador que lo llamaría en cuanto hablara con Dale Garrison sobre nuestro argumento legal. Reconozco que me fastidia un poco tener que recibir consejos de otro abogado. Dale Garrison es una especie de veterano de la política, y sé que conoce a los Tully desde hace mucho tiempo, así que se merece cierto respeto. Pero es imposible que conozca las leyes electorales como yo. Y sin embargo aquí estoy, a punto de decirle a otro abogado que haremos «lo que él quiera» (las palabras de Grant) en lo que respecta a nuestra impugnación de los papeles de nominación de Langdon Trotter.
Bennett Carey pasa junto a mi oficina y se detiene.
Lleva el abrigo sobre un hombro y el maletín en la mano.
—¿Te quedarás mucho tiempo más? —pregunta.
—Estaré aquí hasta las siete.
—Algunos de nosotros iremos a tomar unas cervezas a Flanagan's.
—¿Tú? —pregunto—. ¿Un miembro de la clase alta?
—Bueno, Bennett, da gusto verte salir, sea cual sea el motivo.
—Ven con nosotros —dice.
—Esta noche he de reunirme con Garrison —respondo, negando con la cabeza.
—¿Garrison? Creía que comiste con él ayer.
—No. Cambió la cita. Me toca cenar con él. ¿Crees que me invitará a pasta?
Bennett sonríe. Eso es todo lo que consigues de él en cuanto a sentido del humor. Al menos está un poco más alegre. Por enésima vez pienso en preguntarle cómo se encuentra, pero ¿para qué tocar el tema? Que se tome unas cervezas y se olvide del asunto.
Bennett se marcha. Termino mi trabajo, un borrador de nuestro argumento legal sobre el As, a las seis y media. Quiero tenerlo todo claro antes de reunirme con Dale Garrison, por si pretende demostrarme lo listo que es. Sí, tal vez acabe convirtiéndose en un problema.
Paso por la oficina del senador Tully. Está hablando por teléfono, así que lo saludo con un gesto. Cubre el auricular con la mano y me dice:
—Llámame y dime qué pasó. —Asiento con la cabeza y sigo.
Esa carta anónima que recibí. El «secreto que nadie conoce». Pero percibo el tono de voz de Grant hablando por teléfono —nervioso, hablando con Don Grier— y decido mencionarlo más adelante. De todos modos es una gilipollez. Tiene que serlo.
Tomo un taxi para dirigirme al otro lado de la ciudad, al despacho de Dale Garrison. No lo conozco socialmente, pero a lo largo de los años hemos disfrutado de numerosas oportunidades para relacionarnos. Para la gente que conoce gente, este estado ofrece muchas oportunidades para complementar tus ingresos. El estado ha montado numerosas comisiones y equipos de trabajo para realizar diversos proyectos, y los favoritos de los legisladores son los que participan en ellos. No te pagan en todos, pero los que sí lo hacen son una ganga. En general suponen asistir a una reunión mensual, y quizá presentar un informe bianual o algo por el estilo.
Dale Garrison participa en un par de estos arreglos. Es el presidente de COPA: la Comisión de Nombramientos Políticos, que recomienda nombramientos al gobernador para cualquier cosa, desde una vacante judicial hasta los jefes de las agencias administrativas. No es un trabajo remunerado, pero ofrece numerosos motivos a mucha gente para ser muy amables con Dale Garrison. Hasta hace unos cinco años, Garrison era el abogado de la Junta de Planificación de la Asistencia Sanitaria, que reglamenta las instituciones de la asistencia sanitaria del estado. Por supuesto que desde que abandonó el puesto, tomó como clientes a diversos hospitales y clínicas oncológicas, y representa sus intereses ante todos sus antiguos colegas de la junta. Es fácil verlo en la capital del estado presionando en favor de sus clientes
Pero eso son cosas que ocurren entre bastidores. Si le preguntas a cincuenta abogados de la ciudad a qué se dedica Dale Garrison, cuarenta y nueve te dirán que al derecho penal. Se ocupa de numerosos casos de homicidio, pero es conocido por sus clientes de alto nivel, administrativos acusados de delitos financieros. Hace unos años defendió a un regidor acusado de soborno. Acabó con cuatro o cinco miembros del ayuntamiento, pero Garrison obtuvo la absolución de su defendido basándose en la incitación.
Saludo al guardia de seguridad del vestíbulo del edificio de Garrison. Dale Garrison trabaja cerca del río, en el edificio Merchant's. Quince plantas de oficinas, ocupadas sobre todo por tipos como Garrison, abogados que trabajan por su cuenta y otros especializados en demandas por lesiones. El edificio es de principios de siglo, cuadrado y con vistas a la calle River. El bufete de Garrison da a la calle, tiene forma de L y ocupa once oficinas en total: cinco a cada lado, con el despacho de Garrison en el centro, en el ángulo del edificio. Creo recordar que algunas oficinas están ocupadas por asociados directamente empleados por Dale y las demás por personas que trabajan por su cuenta y que algunas veces también lo hacen con el propio Dale.
No quiero que el senador tenga ninguna relación con un chantaje a Langdon Trotter. En realidad, eso es lo que es: un chantaje. No tiene sentido disimular. El futuro del senador es demasiado prometedor, pierda o gane esta contienda, para desbaratarlo con algo tan arriesgado... Lo duro será convencer al senador. Y a Garrison.
El despacho de Garrison está al final del vestíbulo, en la octava planta. La puerta es de cristal opaco y lleva su nombre. La abro y entro en una pequeña sala de espera. A esta hora no hay nadie en recepción, así que me dirijo hacia su despacho.
Oigo música, una big band, Glenn Miller o algo así.
Como es viernes por la tarde, todos se han marchado. Los asociados que trabajan con Dale no ganan mucho dinero. Hacen relaciones y obtienen una buena experiencia judicial, pero no perciben salarios que justifiquen trabajar los viernes por la noche. Así que sólo estamos Dale y yo, y quizá sea mejor así.
Cuando entro, Dale está hablando por teléfono. Lo primero que percibo es un aroma a menta, o más bien a mentol. Llamo a la puerta con suavidad, pero ya me ha visto. Se nota que está encorvado, incluso sentado. Sólo le quedan algunos cabellos alrededor de las orejas, tiene manchas propias de la edad en su arrugado cuero cabelludo, ojos muy hundidos y nariz torcida. Está en mangas de camisa, y veo sus hombros huesudos. Se frota la frente con los dedos mientras habla al auricular.
La oficina es un santuario dedicado a alguien que ha trabajado en el tribunal estatal y federal durante más de cuarenta años. Las paredes están cubiertas de fotografías enmarcadas de Dale en varias foses de su carrera, acompañado de políticos, jueces y celebridades. Desde las dos ventanas situadas a ambos lados de la esquina de la habitación, se ven los juzgados y el corazón del barrio comercial, los bancos y la bolsa.
Dale cuelga el auricular de la misma manera que lo hace todo: lentamente. Me mira de forma inexpresiva.
—Hola, John-saluda, deslizando las gafas por encima de la nariz.
—Dale. —Me siento enfrente de él—. A tu edad, no deberías trabajar hasta tan tarde. —Es una broma, pero de inmediato recuerdo los rumores que aseguran que tiene cáncer y la broma parece fuera de lugar.
Dale se ríe a su manera, es decir: un gruñido y un temblor de hombros, un atisbo de simpatía en sus ojos azules y llorosos. Agita un dedo torcido. Se vuelve en su silla giratoria y apaga el solo de trompeta que suena en la radio, una desvencijada caja de madera que parece más vieja que yo. Después se vuelve hacia mí. Se acoda en el enorme escritorio cubierto de montones de papeles en cuyo centro hay un dictáfono. También tiene un ordenador último modelo, aunque dudo que lo utilice.
—Bueno —dice—, menudo asunto tenemos entre manos.
—Es una auténtica bomba.
—Estoy de acuerdo con tu opinión. —Buena jugada. Dale Garrison no responde ante nadie, pero siempre vale la pena ser amable con el abogado principal del senador Tully.
—Creo que podemos acordar que no nos equivocamos con respecto a la ley —digo—. Los papeles de Trotter no son válidos, pero el senador quiere saber qué pensaría un juez —prosigo—. El senador, no yo.
Dale se moja los labios y me mira fijamente un instante.
—Impugnar al principal candidato a gobernador... por un detalle técnico —comenta.
—El juez no tendrá otra opción.
Dale levanta una mano y me sonríe.
—Nunca le digas a un juez que no le queda otra opción. —Me mira fijamente otra vez, quizás esperando una respuesta que no le doy—. No me refiero a que estés equivocado, no me refiero a que estés equivocado... —Su voz se desvanece. Mira por encima de mi cabeza, entrecerrando los ojos—. Sé el juez por un momento. Estás echando a alguien... del primer puesto de la lista electoral.
—Casi todos los jueces de la división electoral están con nosotros.
—No importa lo que hagan en el tribunal del distrito —dice Dale—. Esto irá al Supremo.
—Seguro. —No cabe duda de que Dale tiene razón, cualquier resolución será apelada en la Corte Suprema del estado.
—Los republicanos apoyarán a Trotter —prosigue Dale—. Cuatro demócratas del tribunal resolverán contra el adversario del senador... y la prensa los destrozará. —Entrelaza los dedos—. Así que la pregunta es: ¿queremos que tomen esta decisión en este preciso momento?
Puede que tenga razón. El año que viene, se llevará a cabo la nueva división de los distritos, algo que ocurre cada diez años después del censo (basado en las nuevas cifras de población, se diseñan nuevos distritos en los cuales se presentan funcionarios elegidos a los cargos). Es el tema más importante de la próxima sesión. Ambos partidos políticos intentan manipular las fronteras para que sus funcionarios en ejercicio no pierdan las elecciones, e incorporan nuevos distritos a su total. Quienquiera que gane tiene muchas posibilidades de dominar la legislatura durante la próxima década. El Senado demócrata y la Cámara de Representantes republicana nunca se pondrán de acuerdo sobre un mapa, y ninguna moción llegará al escritorio del gobernador.
Esto supone que la Corte Suprema del estado confeccionará el mapa, lo que nos lleva a la cuestión planteada por Dale. En la actualidad, cuatro de los siete jueces de la Corte Suprema son demócratas, una mayoría de un voto. Y le pediremos a una mayoría demócrata de cuatro contra tres que vea las cosas según nuestro punto de vista. Estas cosas suelen decidirse entre ambos partidos, pero desde luego, no es una buena idea pedirle demasiados favores a los demócratas del tribunal, cuando la batalla por la nueva división de los distritos está próxima. Si uno de ellos sufre presiones por haber echado a Trotter de la lista, quizá no quiera dictaminar a favor nuestro en el tema del mapa.
Bueno, un punto para Dale. No se me había ocurrido. La pregunta es la siguiente: ¿qué le importa más a Grant Tully: la contienda a gobernador o el mapa? Ambos sabemos la respuesta.
—Vale —digo—. Quizá... quizá decidamos no presentar una recusación. Conoces la otra opción. Hablar con Trotter de este asunto.
Dale agita las manos con movimientos lentos y teatrales.
—Trotter espera diez años para presentarse a gobernador... y después ni siquiera es capaz de presentar los papeles para la nominación sin cometer errores.
A veces hay que intentarlo más de una vez con Dale. —¿Crees que mostrarle a Trotter lo que tenemos y hablarle de sus opciones es una buena idea? Dale sonríe.
—Lang Trotter se cortaría la polla antes de perder por un detalle técnico —asegura Dale, tapándose la boca y soltando una tos horrorosa.
—Pero jamás perdería una elección adrede —replico. Dale, que aún se está recuperando del acceso de tos, niega con la mano.
—Nunca lo aceptaría —digo—. Trotter nunca aceptaría tirarse a la lona.
Dale junta las manos. Tiene la palabra y se toma su tiempo.
—Un hombre sin opciones —dice. —Tiene la opción de mandarnos a la mierda —digo—. Podría denunciarnos.
Eso provoca la risa de Dale, un movimiento en sus hombros huesudos, antes de empezar a toser otra vez. Creía que se pondría de mi parte. Está diciendo que le gusta la idea de Grant. Deberíamos chantajear a Trotter. —John, John —dice, sonriendo fríamente y levantando las manos—. ¿Denunciar qué? ¿Que sus papeles no sirven?
—Denunciar que...
—Entonces cualquier demente puede presentar una recusación —me interrumpe—. Alguno lo haría: El no gana nada.
—Sólo por el hecho de que podría funcionar, no significa que deberíamos hacerlo, Dale.
Ahora me muestra la palma de las manos.
—Es un asunto político. Debe decidir Grant —Apoya las manos en el escritorio—. ¿Me preguntas si funcionará? Yo digo que sí.
—Pues yo creo que no...
—Tú dices que no. —Es la primera vez que da muestras de nerviosismo—. Eres un abogado muy listo: Díselo a Grant
—Lo haré-Me pongo de pie y le doy las gracias por haberme dedicado su tiempo. El asiente lenta y solemnemente con la cabeza—. Conozco la salida-digo.
Salgo, atravieso el vestíbulo, cruzo la puerta a toda prisa, y golpeo el botón del ascensor con el puño.
—Maldita sea —mascullo. En el ascensor intento tranquilizarme. Dale está escurriendo el bulto. Dice que Trotter nunca pondría en evidencia a Grant, y puede que tenga razón. Pero no adopta una postura acerca de lo que está bien y lo que está mal. Debería decirle a Grant que chantajear a su adversario no es ético. Y, aún más importante, que es estúpido, tal vez desastroso.
Llego al vestíbulo del edificio de Dale y saludo al guardia de seguridad. Salgo al exterior y ruego en silencio ser capaz de convencer a mi amigo de que no lo haga. Cuando llego a la esquina, suena mi móvil dentro del bolsillo del abrigo. Lo cojo, casi lo dejo caer y lo conecto. Al hacerlo, un coche toca el claxon y casi me pisa.
—¿Hola?
—Dale Garrison. —Garrison siempre se presenta de la misma manera cuando habla por teléfono, aunque hayamos hablado hace menos de cinco minutos.
La conexión es mala, así que hablo en voz alta.
—¿Dale?
Hace una pausa.
—¿Puedes subir un momento?
—Quieres que vuelva...
—Hablemos de ello.
Vale. Una segunda oportunidad. Ha vuelto a pensárselo. Empiezo a contestarle, pero la comunicación se corta. Típico de Dale. Cuando ha acabado de decir lo que quiere decir, cuelga.
Regreso al edificio y saludo al guardia. Quizá me he mostrado demasiado obstinado. Tengo que convencerlo de que se ponga de mi parte. Dejaré que haga lo que quizás alguien de su edad tiene derecho a hacer: ser condescendiente, reírse de mí. Pero lo convenceré.
Reflexiono sobre mi plan mientras salgo del ascensor y abro la puerta de cristal opaco que da a su bufete. Empezaré por disculparme. Después le diré que Grant es mi mejor amigo, un amigo que no quiero que tome este camino. Grant te respeta, te escucha, le diré.
Entro en el despacho de Dale, dispuesto a dar marcha atrás. Pero él no está preparado para recibir mis disculpas. Está tendido sobre el escritorio, la cabeza apoyada en las manos.
Demonios, el tipo se ha dormido.
Vuelvo a salir y finjo hablar por el teléfono móvil, en voz muy alta para que me oiga y se despierte. Pero cuando vuelvo a entrar, no se ha movido. Tiene manchas en la parte superior del cráneo, algunos cabellos ásperos. Me quedo de pie en el centro de la habitación, las manos en la cintura, dudando de cómo manejar la situación.
—Dale.
Oigo un ruido en el exterior, ir? —¡Hola! —dicen.
No sé si contestar o no. Me vuelvo y miro hacia el vestíbulo. Un tipo pasa por la recepción y me mira. Lleva una camisa color verde lima y pantalones negros.
—Dale —repito. Esto podría ser embarazoso para él.
—Seguridad —dice el hombre. Es un levantador de pesas, tiene el cuello grueso, el pecho ancho y un aspecto arrogante. Entra en el despacho.
Señalo a Dale con el dedo y susurro.
—Es un anciano. Debe de haber sido una semana larga para él.
El guardia escudriña a Dale y se acerca.
—Señor —dice con tono autoritario.
—¡Dale! —grito.
—Coño. —El hombre se acerca a Dale y se detiene un momento, reflexiona y apoya una mano en su hombro.
—Joder. —Me acerco a Dale rodeando el escritorio y lo agarro del otro hombro—. ¿Dale? ¡Dale! —Pongo un dedo en su cuello buscando el pulso, pero no estoy seguro del punto exacto, así que lo levanto del escritorio y lo apoyo contra el respaldo de la silla tapizada en cuero. La mirada de Dale está vacía, tiene la boca torcida en una extraña mueca. Las gafas se le han caído.
—Joder, está muerto! —clama el guardia. Me mira un momento, como si yo tuviera la culpa.
Levanto a Dale de la silla y lo coloco en el suelo.
—¿Conoce la técnica de resucitación cardiopulmonar? —le grito, pero no espero su respuesta.
No sé qué estoy haciendo, pero tengo que intentarlo. Levanto el cuello de Dale con una mano, le aprieto la nariz con la otra y soplo dentro de su boca, tres respiraciones breves pero violentas. Después apoyo la mano sobre su corazón y aprieto hacia abajo tres veces seguidas.
—¡Zeke! —chilla el guardia, presumiblemente a través de la radio—. ¡Necesitamos una ambulancia y la policía en la octava planta! Suite ochocientos veinte. ¡Que suban todos!
Acerco la oreja a la boca y la nariz de Dale. Nada.
La radio emite interferencias y alguien pregunta:
—¿Quieres que llame a la policía?
—Sí, a la policía y una ambulancia. Y sube aquí, jo— der. Suite ochocientos veinte. ¡El bufete de Garrison!
—Vamos, Dale.
Vuelvo a soplarle dentro de la boca. Observo su mirada ausente antes de volver a apoyar las manos en su corazón. Repito la operación por tercera vez e intento descubrir si respira. Nada. Sigo trabajando en vano, le aprieto el pecho con más fuerza, soplando en su boca con violencia. Por mi frente resbalan gotas de sudor que caen sobre el rostro sin vida de Dale. Lucho contra el dolor en los antebrazos, el zumbido en la cabeza y el pánico cada vez mayor. Finalmente, yo mismo quedo sin aliento después de intentar reanimar a Dale durante cinco minutos. Nada.
Dale Garrison está muerto.
Vuelvo a sentarme en el suelo.
—Maldita sea —murmuro. Echo un vistazo al guardia, que parece amenazado por mi mirada fija.
—Tendrá que quedarse aquí —dice.
Separa las manos del cuerpo y desplaza el peso de un pie al otro, como si se defendiera en un juego de uno contra uno.
—No toque nada. No se mueva.
—Tranquilo —le digo—. Por cierto, gracias por la ayuda.
Hay ruido en la recepción, después aparecen dos hombres corriendo por el vestíbulo. Llevan camisas verde fluorescente a juego. De pronto estoy rodeado por tres hombres, todos vestidos como polos de helado.
—No se mueva —repite el guardia original.
Se vuelve hacia los otros, que parecen dudar de su papel y del mío.
—Este tipo vio cómo se moría y después me dijo que sólo estaba durmiendo.
—Tranquilo —repito. Tiendo la mano hacia Dale con gesto dubitativo, y apoyo una mano en su brazo— Joder, Dale.