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Cuando regreso tras media hora de hacer footing, los doguillos me saludan como si no me hubieran visto durante un mes. Se han vuelto mimados. Decir que un doguillo es un mimado es una redundancia, pues se trata de una evidencia. No hay ningún mamífero vivo de este planeta que se aproveche más del amor, el afecto y el buen trato que un doguillo. Me dicen que son perros, pero la mayoría de los perros sienten remordimiento cuando los regañas. Los doguillos te miran con actitud desafiante, incluso son capaces de ladrarte. Te exigen todo tu tiempo, y les importa un bledo que tengas otras cosas que hacer. Tienen el morro chato y la nariz apenas se distingue, lo que significa que sus gruñidos y bufidos se parecen a un motor que no arranca. Hacen más ruido cuando están quietos que el barullo que solía oír cuando vivía junto a los trenes elevados. Jake y Maggie, mis doguillos, no sólo duermen en la cama, han ocupado las almohadas. Los echo, pero entonces se tienden sobre mi pecho o mi cabeza, lo que es peor, así que he añadido otra almohada con la esperanza de que me dejen ocuparla. Pero es inútil. Maggie, el cachorro hembra, aún no se ha acostumbrado a esperar hasta salir para hacer sus necesidades. Algún veterinario, del que juro vengarme algún día, me aseguró que el segundo doguillo aprendería más rápido porque imitaría al primero. Bien, Jake ya está completamente educado, y Ja verdad es que yo también, pero Maggie todavía sufre «accidentes», hablando educadamente. Yo prefiero considerarla una medida deliberada, incluso calculada por parte de Maggie, para mostrarme quién manda. Creo que el primer día Jake la llamó a un lado y le dijo que yo era pan comido, que no importaba que gritara, que al final seguiría dándoles de comer, llevándolos a pasear y queriéndolos.
Pero lo peor es que se las arreglan para seducirte. Quiero a esos malditos perros más que a nadie en el mundo. De algún modo, sus caras tristes y burlescas, su pavoneo descarado, sus exigencias inflexibles se convierten en un encanto retorcido. Así que estoy frito. Soy su esclavo para siempre. Yo no tengo doguillos. Ellos me tienen a mí.
Estoy pasando el día revisando anuncios publicitarios, tanto de prensa como de televisión, tanto los del senador Tully como los de Langdon Trotter, su adversario, para ver si cumplen con las leyes electorales estatales y federales. Si los de Grant presentan un problema, lo arreglamos antes de enviarlos. Si en los de Trotter hay errores, presentamos una queja ante la Junta Electoral Estatal o la CEF (la Comisión Electoral Federal), lo cual nos proporciona un artículo periodístico y los obligamos a gastar más dinero para corregirlo.
Tengo copias de todo el material publicado y un vídeo de los anuncios televisivos. En uno de los anuncios de Trotter, las palabras «Pagado por los amigos de Langdon Trotter» no aparece en letras lo bastante grandes en la pantalla. Así que estoy enviando cartas a todas las cadenas de televisión en las que aparece, para exigir que dejen de pasar este anuncio porque viola la ley federal. Para el fin de semana, habremos presentado una queja ante la CEF.
Otro es un folleto estándar que condene la biografía de Langdon Trotter. El material es de color verde impreso en negro, contiene fotos en color de Trotter con su mujer y sus tres hijos en el patio, Trotter hablando ante un podio, Trotter reunido con electores. Relata la historia esencial de Lang Trotter, que se crió como hijo de un juez en el condado de Rankin. Rankin se encuentra al este del estado, a unos ciento sesenta kilómetros de la ciudad. El condado está justo al sur de la carretera interestatal 40, que quienes vivimos en la ciudad utilizamos por una parte como línea fronteriza entre la ciudad y los suburbios y por otra, con el resto del estado (las antípodas). Trotter fue el fiscal del condado de Rankin durante cuatro mandatos y, en 1992, fue elegido fiscal general del estado. Que yo sepa, este material no alberga nada que viole alguna ley de campaña electoral.
Para Jake y Maggie, mi presencia constante en la casa supone un placer más grande que para mí. Maggie ronca en mi regazo. Es mediodía, han estado en pie junto a mí desde las ocho, así que hemos de perdonarla si está un poco adormilada. Jake también está en el sofá, a punto de cerrar los ojos por completo. Ya gruñe y resopla más que la mayoría de los humanos cuando están completamente dormidos.
Cuando suena el teléfono, Jake levanta la cabeza. Se vuelve hacia mí, preguntándose si me levantaré del sofá. Si lo hiciera, me imitaría de inmediato. Pero tengo el inalámbrico al lado.
—John, soy Ben.
—¿Qué tal?
—Bien. Oye, tenemos una lista de esos ex convictos liberados recientemente. Tipos a los que Garrison defendió.
—¿Algo que valga la pena?
—En realidad, no. Uno salió de la penitenciaría federal hace dos meses. Un delito empresarial, abuso de información privilegiada. Cumplió once meses. No es violento. Hizo un trato.
—No es nuestro hombre —digo.
—No. Otro fue liberado hace cuatro meses por fraude en el correo. También fue detenido por los federales. Y se mudó fuera del estado.
—No es nuestro hombre.
—No. Tal vez el próximo —especula Ben—. Cumplió doce años por robo a mano armada, acaban de darle la condicional hace alrededor de un mes.
—Eso es violento —digo—, y reciente,
—Sí, aún no lo hemos encontrado. Pero revisé su apelación, una de sus alegaciones fue asistencia ineficaz del abogado.
—Lo que significa que Garrison metió la pata en el juicio. —Siento que me sube la adrenalina—. Así que sale en libertad, está cabreado con su abogado y lo mata.
—Esa es la idea. John, no te hagas ilusiones. En el mejor de los casos, es una posibilidad remota. Lo comprendes, ¿verdad?
—Correcto. Pero podría servir para una de tus acusaciones incendiarias.
Ben se echo a reír.
—Como iba diciéndote, Cal lo está investigando. Comprobaremos su coartada, buscaremos cualquier detalle extraño. Si descubrimos aunque sólo sea un rastro de algo sucio en el señor Cosgrove, nos lanzaremos sobre él.
—Cosgrove —repito—. Se llama Cosgrove.
—Sí. Así es —contesta Ben—. Lyle Cosgrove.
Por un instante tapo el auricular para recuperar el aliento. He reconocido el nombre de inmediato.
—¿Hola?
¿Qué relación existe entre Lyle Cosgrove y Dale Garrison?
—John.
«Supongo que soy el único que queda que sabe el secreto que nadie conoce.»
—¿Conoces a Lyle Cosgrove? —pregunta Ben.
—Lo siento —digo—. No. Claro que no.
—Me has asustado. Pensé que erais viejos amigos.
Mi risa es un poco exagerada.
—El siguiente —dice Ben—. No es tan prometedor. Lo liberaron hace casi un año...
¿Un viejo amigo? Claro que no. Me pregunto cuántas posibilidades hay de que haya dos personas con el mismo nombre. Descarto la idea con rapidez y me pregunto qué posibilidades hay de que este «secreto que nadie conoce» de la carta de chantaje no esté relacionado con la política sino con algo que ocurrió hace mucho tiempo, con una desgracia que he intentado olvidar. Y mientras Bennett sigue describiendo el cuarto y el quinto ex convicto que podría sentir rencor por Dale Garrison, las palabras resuenan en mi cabeza como un sonsonete fantasmal: «En una época conocí a un hombre llamado Lyle.»