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La luz del sol puede ser tu peor enemigo cuando estás aplicando alquitrán negro en un tejado. Para mediodía, ha pasado la mitad de un día laboral que empezó a las cinco de la madrugada. El sol está en el cénit, derramando calor sobre mi cuerpo vapuleado.
Pasé todo el día de ayer en la cama, después de la farra en el condado de Summit, que duró toda la noche. La mayor parte de aquel día fue confuso. Me pasé el domingo por la mañana vomitando e intentando convencer infructuosamente a mis padres de que no había estado bebiendo la noche anterior. Joder, ni siquiera recuerdo cómo llegamos a casa. Literalmente. Lo último que recuerdo con claridad es que trepé por la ventana de Gina Masón después de quedarme un buen rato y volver a caer en el coche. Desperté por la mañana con el perfume de Gina en la camisa con la que dormí. Por más maravilloso que fuera el aroma, el pestazo a tabaco y alcohol que impregnaba mi ropa lo tapaba. Lo primero que hice, pese a lo insoportable que resultaba, fue quitarme la ropa y tomar una ducha. El agua me golpeó como si fuera ácido, sobre todo en la rodilla, donde tenía un rasguño de origen desconocido.
Interrupción para almorzar. Tengo muchísima sed. Es la primera vez que he tardado más de veinticuatro horas en reponerme de una fiesta. Bajo por la escalera hasta el suelo y me encuentro con dos hombres. Uno está saliendo de la escuela primaria donde estoy trabajando. El otro está ahí de pie, esperándome. Llevan uniformes de policía de color marrón, no los azules que visten los polis de la ciudad.
—¿Jonathan Soliday? —pregunta el más alto.
El uniforme parece a punto de reventar, tiene bíceps gruesos, armas en el cinturón y gafas espejadas. El otro, que es negro, más bajo y un poco barrigón, tiene los brazos cruzados.
—Sí —contesto. Miro el coche estacionado en el aparcamiento, un sedán blanco con letras doradas.
—Somos ayudantes del sheriff, señor Soliday —dice—. Algunas personas del condado de Summit quieren hablar con usted.
—¿Acerca de qué? —El sol me hace entrecerrar los ojos. Finjo no entender nada.
—¿Cuántos años tienes, hijo?
—Diecisiete.
El ayudante hace una mueca. Está decepcionado. Agita un dedo.
—Vuélvete hijo. Estás detenido. Te llevaremos al condado de Summit.
—¿Por qué? —pregunto sin moverme—. ¿De qué me acusan?
—Dese la vuelta ahora, señor Soliday, y ponga las manos detrás de la espalda.
Hago lo que me dicen. El ayudante me agarra la mano y pone una esposa en la muñeca.
—Estás acusado de asesinato, hijo —dice.