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El teléfono suena un poco después de las nueve de la mañana. Me he quedado dormido. No es que tenga citas ni nada por el estilo. Lucho con Jake y Maggie y cojo el teléfono.

—Soy Ben, tengo noticias.

No logra reprimir la excitación y, tratándose de Bennett Carey, eso es mucho decir.

—¿Recuerdas la señora a la que le robaron el móvil? ¿El teléfono utilizado para hacerte regresar al despacho de Dale...?

—Sí, claro —digo, carraspeando—. Souter, o algo

así.

—Correcto. Joanne Souter. Cal Reedy habló con ella anoche.

—¿Y bien?

—Le robaron el bolso en una biblioteca pública el viernes, el mismo día que murió Dale. Al final de la tarde. Se alejó de la mesa para buscar un libro o algo así, y alguien se largó con el bolso.

—Sabía que dispondría de cierto tiempo para usarlo —comento—. Antes de que ella llamara a la compañía para cancelar el servicio.

—Correcto. Primero canceló todo lo demás. Ya sabes, las tarjetas de crédito, lo que realmente puede suponer una pérdida importante. El móvil era la menor de sus preocupaciones. Para cuando se hicieron las siete, estamos hablando de unas tres horas después del robo, acababa de salir de la comisaría después de presentar la denuncia. Pero ahora viene lo bueno, John.

—Oigamos lo bueno.

—Cree que vio al tipo que lo hizo. Alguien repulsivo que no parecía encajar en la biblioteca.

—¿Qué dijo? —Me he sentado en la cama.

—Estatura media, chaqueta vaquera. —Ben hace una pausa—. Una coleta larga de pelo rojo.

—¿Es nuestro hombre?

—Encaja con Lyle Cosgrove como anillo al dedo. Incluso la chaqueta vaquera. Y hay más.

—Te escucho.

—Cal es fenomenal. Llevaba unas cuantas fotos consigo, incluida la de Lyle Cosgrove del archivo policial. Pues bien, la mujer identificó a Cosgrove como el tipo que le robó el móvil.

—¡Joder! —Mis perros se han acomodado en mi regazo.

—Lyle Cosgrove realizó la llamada que te hizo volver al despacho de Dale.

—O fue otro —puntualizo—. Y Lyle cometió el asesinato.

—Correcto. Y escucha esto: unos días después, Joanne Souter recibe un paquete por correo. Lo abre y encuentra su bolso. No faltaba nada, excepto el teléfono, que ha desaparecido. Supongo que las prioridades del señor Cosgrove son curiosas. Se puede asesinar, pero no robar.

—Eso confirma nuestras sospechas —digo—. El único motivo por el cual robó el bolso era para usar el móvil.

—Lo sé.

Oigo cómo Ben tamborilea con los dedos en el escritorio.

—Me pregunto si deberíamos presentarlo como testigo presencial.

—¿Qué?

—Sí, me preguntaba si deberíamos hacerlo detener como testigo presencial.

—¿Podemos conseguir que la policía lo detenga? —pregunto.

—Sí. De lo contrario, podría huir.

—¿Queremos hacerlo? Creí que de momento no lo mencionaríamos.

—Lo sé —responde Ben—, pero eso fue cuando sólo parecía una buena silla vacía, ¿recuerdas? Ahora empiezo a pensar que quizás hayamos encontrado a nuestro hombre.

—Bueno... pero ¿acaso lo necesitamos para este asunto? Tenemos a la mujer que dice que Lyle le robó el móvil. Tenemos los documentos que demuestran que Cosgrove acababa de salir de prisión y que sentía rencor por Dale. Si Lyle declara, se limitará a negarlo todo. Quizá lo mejor es que sea... ya sabes, la silla vacía. Si es que no puede defenderse.

—Sí... Es una idea —murmura Ben. Luego añade—: Además, así no nos vemos obligados a mostrar nuestras cartas. Esperamos hasta preparar una defensa, le enviamos una citación a Lyle y lo atacamos. La fiscalía no logrará levantar cabeza.

—Tiene sentido —digo.

No estoy completamente seguro de mis motivos. Le estoy diciendo a Bennett que por ahora no llame la atención sobre Lyle. Me limito a retrasar lo inevitable. Pero un observador imparcial podría opinar que estoy pensando en otra cosa.