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Desde muchos puntos de vista, la vida casi ha vuelto a la normalidad. En cierto sentido, es asombroso que todo siga igual. Aún hay facturas amontonadas en el centro de la encimera de la cocina, una amplia barra para tomar el desayuno. Aún he de dar de comer a mis perros, sacarlos a pasear y ocuparme de ellos. Sigo duchándome, afeitándome, leyendo los periódicos y vigilando la bolsa.

Y en realidad, la casa sigue estando vacía. Pensé en mudarme cuando Tracy me abandonó. Tal vez lo haga en algún momento. La idea parece un tanto absurda, ya que supone que en el futuro podré mudarme. En todo caso, éste no es el momento de pensar en ello. Demasiado que hacer. Demasiado ocupado. Siempre demasiado ocupado.

Supongo que «demasiado ocupado» podría resumir en dos palabras el deterioro de mi matrimonio. Debo ir al sur del estado por mi trabajo, a la capital, durante gran parte de la semana a lo largo de los seis meses que la legislatura está en sesión. Quizá sea un gran hueco para empezar un matrimonio. Estaba demasiado dedicado a mi trabajo. No era egoísta. Ella nunca me llamó «egoísta». «Ensimismado» fue la palabra que usó Tracy. Creyó que lo que yo hada era mucho más importante que cualquier cosa que hiciera ella. Más importante incluso que nosotros.

Jamás pensé tal cosa. Jamás. Pero supongo que mis actos eran más elocuentes que mis pensamientos. Ella sentía rencor por mí, yo sentía rencor porque ella no me aceptaba, después de todo, ya tenía este trabajo cuando nos conocimos. Diablos, ambos estábamos resentidos. Ella empezó a concentrarse en su trabajo, en una agencia de relaciones públicas, hasta tal punto que estaba fuera de la ciudad o trabajando hasta cualquier hora durante los meses que yo pasaba aquí. Era su manera de vengarse por el tiempo que yo pasaba en la capital. Al menos yo lo veía así. Por supuesto, Tracy lo veía de otra manera: ¿por qué estaba bien que yo dedicara todo mi tiempo al trabajo pero no que ella hiciera lo mismo?

Tenía razón. Ojalá Tracy hubiera sabido cómo me sentía. Ojalá hubiera escuchado las cosas que le decía no cuando estábamos juntos, a solas y en nuestros respectivos rincones, sino cuando estaba realmente solo, en la habitación de un hotel de la capital. Lamentablemente, ésos fueron nuestros momentos de mayor intimidad. Le decía cuánto la respetaba, cuánto la admiraba, cuánto miedo tenía de perderla.

La brecha se hizo demasiado grande. Lo supe un par de años atrás. Ese fue el punto más bajo. Todos creen que la parte más dolorosa de un divorcio se produce cuando se dicen las palabras no dichas, cuando se toma la decisión. Es un error. El punto más bajo es cuando te das cuenta, en lo más profundo de tu alma, en un instante de sinceridad brutal contigo mismo, de que es imposible que ambos podáis ser felices en el matrimonio. Entonces sólo eres como un sonámbulo, esperando que llegue el momento en que uno de los dos tenga el valor de hablar.

Eso no significa que los detalles de una ruptura sean un paseo por el parque. No te separas físicamente de inmediato, al menos nosotros no lo hicimos. Coexistes.

Haces planes, los comentas con delicadeza y haces todo lo posible por no estar con la otra persona. Se produce un distanciamiento inmediato, que quizá siempre existió, pero que ahora se vuelve más palpable. Yo mencioné el tema de la casa: ¿quién debía mudarse? ¿Quizá debíamos mudarnos los dos? Eso fue cuando me dijo que había aceptado un empleo en la costa Este, fue el día que en realidad decidimos separarnos. Suponía un avance, una promoción, una oportunidad muy excitante para ella, y yo intenté apoyarla mientras no dejaba de pensar: «aceptó el empleo cuando todavía estábamos juntos».

Al final, todo se resolvió de manera amistosa. Nos miramos y decidimos que no nos odiaríamos. Le dije que me alegraba por su carrera, ya que ella parecía bastante animada. Supongo que sólo era cierto en parte, que aceptó el empleo no tanto por sus ventajas cuanto por la ubicación. Quizá sea mejor que no vivamos en la misma ciudad. Sobre todo para Tracy. El nombre del senador Tully aparece en las noticias todas las semanas, y un asesor de relaciones públicas lee las noticias. Para ella sería un recuerdo constante de mi presencia, de los motivos de la ruptura.

Me detengo en el centro de la cocina, he olvidado a qué he venido. Empiezo a comprender cómo se sienten mis perros.

Ahora bien, no hay nada como una acusación criminal para no pensar en tu ex mujer. De un modo muy extraño, esto es más fácil. No me siento culpable, porque no hice nada. Puedo montarme en mi corcel blanco. Un hombre inocente acusado. Algo que no puedo decir de mi matrimonio. Hay culpas compartidas, la vida es demasiado compleja para reducirla a un único acto

o momento, pero al final del día me siento culpable de la ruptura.

Alguien llama a la puerta. Miro instintivamente hacia la ventana, pero he corrido las cortinas. Digámoslo así: los medios no se han destacado precisamente por respetar mi intimidad. Pero ya no soy la noticia más importante, debido a una crisis nuclear en la antigua Unión Soviética. Además, todos los que querían fotografiarme ya lo han hecho.

—¿Quiénes?

—Grant.

Abro la puerta. Miro por encima de su hombro. Su coche está aparcado delante de la casa, no hay rastro de reporteros. Jason Tower, su jefe de estado mayor, está hablando con otro empleado en el asiento trasero del coche.

Grant entra en casa, me tiende la mano, se lo piensa mejor y me abraza. Después se separa y me examina.

—¿Cómo van las cosas, Johnny?

Una vuelta a la juventud, la jerga ciudadana tan fácil de contagiarse y tan difícil de quitarse de encima, un recuerdo de nuestra historia compartida. El senador se inclina y saluda a Jake y Maggie, los doguillos. Antes de incorporarse permite que Maggie le muerda los dedos como lo hacen los cachorros, con demasiada fuerza.

—Tienes cosas mejores que hacer —comento.

—¡Ah! —Hace una mueca—. Es demasiado pronto para preocuparse. Oye, ahora sólo pierdo por diecinueve puntos.

He oído hablar del sondeo en radio macuto, un sondeo privado encargado por nuestra campaña. En realidad, las cifras del senador están descendiendo. Es demasiado pronto, las cifras son demasiado imprecisas, pero se mire como se mire, lo tiene cuesta arriba.

Le ofrezco una copa, pero la rechaza. Se sienta en la silla y yo en el sofá. Mi sala de estar es normal: suelos de madera, muebles sencillos de color verde pardo, un televisor grande, un hogar. Una antigua casa de matrimonio que, según Audrey, la mujer de Grant, ha sido «solterizada».

—Te dije que te mantuvieras alejado —le recuerdo, intentando regañarlo—. No deberías seguir viniendo por aquí.

Me ignora. Desliza la mirada hacia la repisa del hogar, las fotografías. El aparece en una de ellas, él y Audrey, Tracy y yo en el muelle después de un crucero por el lago hace unos cuatro veranos. En el centro de la repisa destaca una fotografía de Tracy a solas, un retrato. La expresión de Grant manifiesta su desaprobación por la presencia de la foto, por aferrarme al pasado. De todos modos, nunca le cayó bien.

—Dime qué hacer, John. Dime lo que necesitas. Lo tendrás.

—Mi intención era alejarme de ti todo lo posible —digo—. Pero lo impediste.

Grant ríe.

—Era imposible que Aidan me mirara a los ojos y me dijera que mi garantía era insuficiente —señala, refiriéndose al juez que me dejó salir en libertad bajo fianza. Algo más tranquilo, el senador añade con firmeza—: Trabajarás cuanto quieras. Sigues siendo mi abogado principal. Sigues siendo el número uno de esta campaña.

—Oye, te diría que no, pero es una condición de mi fianza —digo, buscando las palabras correctas-Intentaré pasar lo más inadvertido posible. No me dejaré ver en público. Por ahora, no. Esperemos que el juicio se desarrolle con rapidez y que venzamos.

Grant pronuncia un breve discurso alentador.

—Puedes apostar que ganarás. El jurado no tardará ni cinco minutos en declararte inocente. Nadie cree que hayas hecho eso. El fiscal del condado tendrá que salir corriendo a ocultarse. Y trabaja cuanto quieras —insiste—. Instalaremos un fax aquí. Puedes desempeñar un papel tan importante como quieras. Te necesito, colega. No es sólo generosidad. Además, ya lo sabes —dice el senador, agitando un dedo—, tenemos que cuidarnos mutuamente.

—Se diría que siempre eres tú el que me cuida, compañero —digo, sonriendo débilmente.

—Venga ya —replica haciendo un gesto con la mano. Para un observador ajeno, Granty yo siempre hemos tenido una relación un tanto extraña. La política es uno de los escasos lugares donde se mezclan la amistad y el negocio. Los políticos se rodean de sus amigos. Y en mi caso, eso significa que mi mejor amigo es mi jefe. Utilizo el término «mejor amigo», pero en cierto sentido siempre me he preguntado si me convertí en su hermano cuando su verdadero hermano murió en el accidente de coche. Me protegió como éste lo protegió a él. Desde entonces, siempre me ha mantenido a su lado. Claro que yo pongo mucho de mi parte. Le soy útil. No hace nada sin mi asesoramiento legal. Pero eso es porque él me eligió. Me convirtió en su abogado principal cuando Simón, su padre, le sugirió a alguien mayor, un viejo abogado que había estado deambulando por la capital desde hacía más de una década. Grant insistió en que fuera yo.

—En fin —dice el senador Tully, dando una palmada—, ¿tienes todo lo que necesitas?

—Creo que sí, jefe.

—Bennett será tu abogado.

—Sí. Estoy encantado. Ojalá las pruebas fueran de más ayuda.

—Sí —coincide Grant— Ese asunto... ¿Chantaje? ¿De qué va todo eso? —Ni idea.

Desvía la mirada y pregunta:

—¿Podría estar relacionado con los papeles de Trotter?

Es evidente que la idea le resulta desagradable. Sabe que yo estaba absolutamente en desacuerdo con respecto al As, al menos con la forma en que él quería utilizarlo. Ahora comprendo por qué los ayudantes de Grant se han quedado fuera, en el coche. Esta es una conversación muy privada.

—¿El As? —pregunto—. No sabría cómo.

Grant se apoya en sus rodillas.

—Parece tan extraño... Las dos cosas ocurriendo una tras otra. Esa nota... —Me mira e inquiere—: ¿Crees que pensó que queríamos usarla contra Trotter en privado, y que éste nos amenazó con hacerlo público? ¿O algo por el estilo?

—¿Chantajear a los chantajistas? —sonrió—. No. Dale, no. Era un jugador de equipo.

—Supongo que tienes razón. —Grant reflexiona unos instantes.

—De todos modos, olvida el As. ¡Olvídalo! Ahora no vamos a tocar ese asunto.

Me alegro de la conclusión alcanzada, aunque lamento el motivo. Es mejor que Grant no haga uso del As, ni en privado ni en público.

—Bueno —dice Grant, poniéndose de pie—. Dime si necesitas algo.

—Te lo diré. Gracias, compañero. De verdad.

Grant me estrecha la mano. Lo sigo a través de la puerta cristalera y veo cómo se acerca al coche, contempla un cielo cada vez más amenazador y se prepara para la tormenta.