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—Me mintió. Me dijo que el hombre estaba dormido. Me mintió...
—Espere un momento.
El detective, que aún no se ha quitado la gabardina, levanta las manos para tranquilizar al guardia de seguridad, que se balancea ansiosamente sobre la punta de los pies.
Hace treinta minutos que Dale Garrison ha muerto. Para cuando llegaron la ambulancia y la policía, habían aparecido cinco miembros de la seguridad del edificio —todos vestidos con sus camisas color verde lima— en la suite ochocientos veinte. Todos estaban de pie, cada uno con la mano apoyada en el arma, mirándome. Estoy sentado en la silla.
Los sanitarios llegaron unos quince minutos después. Se ocuparon del asunto sin hacer comentarios, examinaron el cuerpo de Dale encima de la alfombra y después lo colocaron en una camilla para llevárselo. Los polis llegaron hace alrededor de un minuto y hablaron con ellos. El poli al mando parecía enfadado porque los enfermeros habían movido el cuerpo de la «posición de muerte». Tras echar un vistazo preliminar al cuerpo, dedicó los siguientes minutos a tratar de acallar al guardia de seguridad.
—No he mentido —digo, desde mi lugar en la silla.
—No hablen todos al mismo tiempo —dice el detective. Decide empezar por mí y, tras estrecharme la mano, se presenta como Brad Gillis. Supongo que Gillis tiene pinta de ser un poli local— De rostro arrugado, pálido y áspero, cabellos gruesos y lisos, cortados de forma irregular, parece un espantapájaros. Los ojos son claros y de mirada intensa. Sus gestos y su postura sugieren que es un hombre culto. Y también la voz, sonora pero contenida, de enunciación cuidadosa.
Ya se me ha pasado la impresión de ver a un muerto el segundo de esta semana, ahora que lo pienso y estoy empezando a enfadarme. Me he puesto de pie, camino de un lado a otro. Gillis me detiene con la mano.
—Salgamos hiera —sugiere.
Me conduce hasta el vestíbulo. Hasta ahora no ha sacado un bloc de notas ni nada parecido. Indica a los guardias que se alejen, y los tipos se dirigen a la recepción.
—Dígame qué ocurrió —dice Gillis.
—Vine a reunirme con Dale —le explico—. Dale Garrison. El... muerto. Hablamos un rato, después me marché. No me había alejado ni dos manzanas cuando me llamó al móvil para que volviera. Así que volví. Al entrar en el despacho, Dale estaba tendido encima del escritorio —digo, levantando las manos—. Entonces entró ese tipo con el uniforme de guardia de seguridad y poco después nos dimos cuenta de que Dale no estaba dormido, sino muerto.
Gillis me sigue con la mirada, por ahora no apunta nada. Tiene las manos entrelazadas detrás de la espalda.
—El guardia de seguridad dice que está mintiendo.
Meneo la cabeza y hago una mueca.
—Dale tiene casi setenta años —digo—. Supuse que se había dormido sentado en la silla. Eso es lo que le dije al guardia. Resulta que me equivoqué.
—Comprendo. —Gillis vuelve a echar un vistazo al vestíbulo, donde se encontraban los guardias antes de pasar a la recepción. Después vuelve a mirarme y pregunta—: ¿Por qué se reunió con Garrison?
—Somos abogados —respondo—. Hablábamos de la situación de un cliente.
Me mira como si no me comprendiera. Quizá cree que si sigue mirándome, continuaré hablando, colaboraré. Está equivocado. Finalmente, arquea una ceja.
—¿Quién es el cliente?
—Me temo que es información privilegiada —contesto.
—El nombre del cliente es información privilegiada —repite Gillis, apretando los labios—. Ni siquiera puede decirme el nombre.
—Lo siento. Son las reglas. —No creo que sea el caso, pero ¿para qué revelar el nombre del senador Tully si no estoy obligado a hacerlo?
Gillis se muerde los labios, su cara sigue inexpresiva.
—¿Lo telefoneó al móvil?
—Correcto.
—¿Me da el número? —pide Gillis.
—Claro.
Le doy el teléfono, que lleva el número escrito en la parte posterior. Gillis saca un bloc de papel del bolsillo de su chaqueta, coge un bolígrafo del bolsillo del pantalón y lo apunta.
—Veamos, usted se marchó, caminó calle abajo, recibió la llamada y regresó. —Sí.
—De manera que no pudo estar ausente más de cinco minutos —añade Gillis.
—Más o menos. Tal vez un poco más.
—Vale. —El detective mueve la mandíbula con aire reflexivo.
—Volví a entrar en el despacho y vi a Dale tendido sobre el escritorio. Lo llamé por su nombre un par de veces para despertarlo. Entonces apareció ese payaso, pavoneándose por el vestíbulo.
Gillis sonríe, asiente distraídamente con la cabeza y me devuelve el teléfono. Por un momento, asoma de nuevo la cabeza a la oficina.
—Vale —me dice, dándome la espalda. Se vuelve, frotándose el mentón con la mano, y —¿Puedo irme?
—¿Le ha dado su información al oficial?
—Sí. —Por si acaso, le entrego una de mis tarjetas profesionales.
El detective permanece inmóvil durante unos segundos, las manos apoyadas en las caderas. Finalmente, exhala un suspiro.
—Sí, puede marcharse —dice.