5
Entrar en la oficina del senador Grant Tully es como entrar en un museo. Mucho para admirar, nada para tocar. La oficina es rectangular. En los armarios bajos de roble de la pared larga, bajo las ventanas, hay fotografías enmarcadas del senador, acompañado de diversos personajes políticos de los últimos diez años. Junto a un escritorio, que destaca por su tamaño, hay dos grandes sillones de cuero negro. El escritorio es grande y antiguo, de roble americano, con tiradores de hierro en los cajones, que hacen que el senador, sentado en su silla de respaldo alto, parezca pequeño.
El senador Tully se vuelve, levanta una mano y me saluda con la cabeza.
—Mantenlos donde están por ahora y haz otro sondeo. Si suben más allá del cuarenta por ciento, se los quitaremos a Isaac. —Hace una mueca con el auricular pegado a la oreja—. Sí, los tres, pero cuarenta por ciento, ¿vale? No treinta y nueve. El senador cuelga el auricular y me mira.
—Buenas noticias —le informo.
El senador levanta la barbilla.
—El tipo que entró en la casa de Ben —digo—. Era el hermano de alguien a quien envió a la cárcel por tráfico de drogas. Se trata de una venganza. Así que no hay problema.
—¿Has llamado a la prensa?
—He hablado con la policía. Después llamaré al reportero del Watch.
—Bien, eso está bien. —Grant Tully coge un lápiz y lo hace girar entre los dedos, reclinado contra la silla—. Raycroft podría aprovecharse de esto.
—Podría, pero no lo hará —respondo.
El senador se refiere a Elliot Raycroft, el fiscal del condado, el más importante de la ciudad. Para empezar, Elliot Raycroft es un republicano; de hecho, el primer republicano elegido en todo el condado durante los últimos veinte años. Hubo una segunda elección especial hace cuatro años, cuando falleció el fiscal del condado en ejercicio. Por aquel entonces, los demócratas se estaban peleando con los afroamericanos, que formaron su propio partido después de la segunda elección y dividieron el voto demócrata. Así que ocurrió lo inimaginable: un republicano ganó una elección en la ciudad. Raycroft se las arregló para hacer las cosas bien y fue reelegido hace dos años, gracias al poder del mandato.
Si hubiera que elegir un cargo que los demócratas locales no querrían que estuviera ocupado por el partido de la oposición, ése es el de fiscal del condado. Hay muchos chanchullos ocultos tras la política municipal, y lo último que quieren es que un fiscal con poder para expedir citaciones y convocar grandes jurados meta las narices en el chiquero. Eso es especialmente cierto porque Raycroft sabe que un día de éstos perderá la próxima reelección, de manera que necesita hacerse un nombre para poder trasladarse a otra parte, quizás a otro estado.
Ya es bastante negativo que Raycroft pertenezca al partido equivocado. Además, el patrocinador político del fiscal del condado es nada menos que Langdon Trotter, el fiscal general. A eso se refiere el senador cuando dice que Raycroft podría aprovechar esta situación para conseguir beneficios políticos.
—Raycroft no es tan tonto como para tomar partido por el hermano delincuente de un traficante de drogas en contra de un antiguo fiscal que lo metió en la cárcel —aseguro—. No convencería a nadie. Trotter nunca lo apoyaría.
—Está bien —dice el senador—. Tienes razón. Háblame de nuestro otro asunto.
—El As-digo.
El senador reprime una sonrisa. No es muy dado a los apodos o a la informalidad. Desde que descubrí el error en los papeles de la nominación de Trotter, y salí corriendo para contárselo al senador, me he referido al asunto como nuestro «As».
Podía comprender cómo se había producido el error. Es probable que los firmara con tinta negra y resultara difícil distinguir el original de la fotocopia. La gente lo hace continuamente. Se supone que hay que presentar los originales de todos los documentos del tribunal, pero a veces sólo se presentan las fotocopias. Nadie protesta. Ningún juez rechazaría un documento presentado ante el tribunal porque no es el original. Supondría darle mayor importancia a la forma que a la esencia. Un abogado parecería ridículo si argumentara ese punto ante el tribunal.
Pero no estamos hablando del tribunal, sino de la ley electoral. La ley dice que el manifiesto de candidatura debe estar «firmado», y eso exige presentar el original. Una fotocopia no es un documento firmado, es una fotocopia de un documento firmado. Lo explicaré de la manera siguiente: una fotocopia de un documento no es el documento en sí mismo, al igual que una fotografía de un árbol no es el árbol en sí mismo.
¿Forma por encima de la esencia? Absolutamente. Pero hace unos años argumenté este punto en la contienda al cargo de sheriff del condado en el sur del estado: era una ¡elección especialmente peliaguda y el senador quería ayudar al candidato demócrata. Gané la alegación. Algún pobre republicano quedó fuera de la lista electoral porque presentó una fotocopia del manifiesto de candidatura. Ese hombre y su abogado salieron de la vista de la junta electoral como si les hubieran robado la cartera.
Es un punto muy sutil y poco claro de la ley electoral, pero lo dicho: ésa es mi especialidad. Si presentamos este alegato ante la junta electoral, no tendrán opción. En resumen, el manifiesto de candidatura de Langdon Trotter no es válido. Por lo tanto, no tiene derecho a presentarse al cargo de gobernador.
Cuando descubrí el error, regresé a la ciudad a toda prisa. El senador no aparecía por ninguna parte, así que me dirigí a la oficina de Bennett y le di la noticia. Estaba muy seguro de mi posición, pero abrimos los estatutos electorales y leímos un par de decisiones del tribunal. La urgencia era palpable en cuanto nos miramos y comprendimos que teníamos calado a Langdon Trotter.
—¿Qué dice Dale? —pregunta Grant.
Frunzo el entrecejo. Se refiere a Dale Garrison, el hombre que redactó el memorando que concordaba con mi conclusión de que Lang Trotter estaba inhabilitado para presentarse al cargo. Dale es un abogado de la ciudad, uno de los más antiguos de la comunidad legal, alguien que hace tanto tiempo que anda por ahí que uno pensaría que se convirtió en abogado durante la ley seca. Hace mucho tiempo que es amigo de la familia de los Tully y también su abogado personal para algunos asuntos. Participa de algunos grupos de presión en la capital del estado, aunque de mala gana. Es uno de los pocos a quien el senador escucha.
No me cae mal. Me trata con demasiada confianza, pero tengo que admitir sus méritos. Lo que pasa es que no me gusta que el senador quiera una segunda opinión.
—No me mires así-dice Grant, leyéndome el pensamiento. Suena el interfono. La secretaria del senador le dice que es uno de sus hombres, uno de nuestros senadores estatales. Grant entorna la mirada pero acepta la llamada. Me levanto y paseo por la oficina, echo un vistazo a un montón de tarjetas de felicitación en el anaquel situado detrás del escritorio del senador.
Maldición. Me olvidé por completo. Ayer fue el cumpleaños de Grant Acaba de cumplir treinta y nueve, tiene unos meses más que yo. Suele restarle importancia al asunto y nunca permite que se celebre una fiesta en su honor. Pero aquí hay un grupo de personas que sí se acordó, ya que al menos hay unas veinte tarjetas. Las hojeo. Una tarjeta del gobernador, de un senador de Estados Unidos, de varios senadores estatales, un presentador de televisión, diversos abogados de la comunidad, incluido Dale Garrison. La tarjeta de Garrison es breve: «Que disfrutes del día», está escrita a mano y firmada «Dale». Al igual que cualquier otro con el más mínimo sentido político, Dale no le ha perdido la pista al senador, ha agendado su cumpleaños, y también los de su mujer e hijos. Las demás tarjetas son bastante normales: «Mis mejores deseos», «Buena suerte para la contienda», «Cuenta conmigo para cualquier ayuda». Una de ellas incluso se dirige a él como «Gobernador Tully».
Grant cuelga el auricular.
—Jodido D'Angelo —dice—. Es el primer desafío en dieciséis años. Obtendrá un setenta por ciento, como mínimo... Parece que se juegue la vida en ello.
Me mira mientras vuelvo a sentarme.
—Bueno, ¿por dónde íbamos?
—Me estabas comentando que querías que Dale te dijera que tengo razón —le recuerdo.
—Vamos, señor Soliday, no se trata de eso —puntualiza, inclinando la cabeza—. Dale —dice, agitando una mano—, Dale conoce los tribunales. La mitad de los jueces solían trabajar para él. No necesito una segunda opinión sobre las leyes electorales. Necesito saber qué haría un juez.
—Bueno. Pues de paso, Dale cree que tengo razón. Has visto su memorando.
—¿Lo vi?
—Me lo envió a mí. Pero se suponía que Bennett te daría una copia.
Grant hace una mueca.
—Benett —repite—. Creí que esto quedaba entre nosotros.
—Bennett es amigo mío —digo, abriendo las manos—. Lo comenté con él.
—Bueno, pero mantengamos este asunto fuera del alcance del radar, John, ¿vale? —dice con un ligero tono de reprimenda.
—¿Cuál es el maldito secreto? Cuando presentemos una queja ante la junta electoral, se enterará todo el estado.
Grant aprieta los labios, pero no contesta. —¿Estabas pensando en otra cosa? —pregunto. Grant se muerde el labio inferior un momento. Después de toda una vida dedicada a la política, Grant Tully es bastante capaz de adelantarse a los acontecimientos. A veces ni siquiera sé adonde apunta. —Quizá —dice.
—¿Qué otra cosa podríamos hacer? ¿Pedirle a Lang Trotter en privado que por favor abandone la contienda para la que se ha preparado durante toda la vida?
Mi comentario provoca una especie de sonrisa en Grant
—Te vas acercando.
—Suéltalo, Grant
—llenes razón en cuanto a hablarle en privado —admite, agitando la mano—. Resúmeme el argumento.
—Ya lo sabes.
Pero Grant repite el gesto.
—lodos deben presentar un manifiesto de candidatura para optar al cargo —le digo—. Llenas el formulario y lo firmas, luego lo presentas junto con las peticiones de los vomites y todo lo demás. La gente de Trotter metió la pata. Hicieron fotocopias de todo, por supuesto, pero cuando presentaron los papeles, incluyeron la fotocopia del manifiesto de candidatura junto con las peticiones originales. Una fotocopia no es el documento original. Es como si nunca hubiera presentado un manifiesto de candidatura.
—Estupendo —dice el senador—. Ahora explícaselo a un votante.
—Para eso tenemos a Don... —digo suspirando.
—El senador Tully venció al candidato republicano gracias a un detalle técnico —dice Grant—. Todos saben que firmó un manifiesto de candidatura, todos saben que quería presentarse al cargo, pero debido a una confusión con los papeles, los votantes no pueden optar por él.-Menea la cabeza y concluye—: Suena magnífico.. ''' —Pues...
—¿Y yo qué consigo con eso? ¿Con el hecho de que los votantes sepan que usé alguna gilipollez legal para vencer a mi adversario? Te diré lo que conseguiré. En ausencia de Trotter, los republicanos tendrán la oportunidad de nominar a otro. ¿Correcto?
—Sin duda.
Según la ley electoral del estado, si un candidato nominado se retira o es retirado de la contienda, el partido político tiene derecho a nominar a otro. El comité político pertinente, en este caso los responsables del Partido Republicano del estado, hacen una votación y quienquiera que gane es el candidato elegido.
—Tendrás que presentarte contra algún candidato, Grant.
Grant tuerce el gesto. Según mi experiencia, considero que los senadores estatales y los congresistas sienten un gran disgusto cuando tienen que presentar batalla para ganar una reelección. Nadie ha intentado oponerse al senador Tully. Ésta es su primera contienda contra un adversario.
—No nombrarán a alguien como Trotter —dice el senador—. Nombrarán a un moderado. A favor de la discriminación positiva, como compensación. Alguien que nunca hubiera ganado en las primarias, pero que es un buen candidato para las elecciones generales.
—Jody Thayer —sugiero.
Jody Thayer es la actual lugarteniente del gobernador. Quería presentarse a las primarias republicanas, pero los capitostes del partido consideraron que Langdon Trotter era el mejor candidato. Así que se presenta al cargo ocupado por éste, el de fiscal general. Está a favor de la discriminación positiva y del control de armas, y en el Senado estatal su voto siempre ha sido muy moderado. Sería la mejor candidata para enfrentarse a un hombre como Grant Tully, un antiabortista y conservador en lo social.
—Sí-dice el senador—, apuesto que sería Jody.
—Sería una candidata dura.
—Sería mejor que Trotter-admite Grant, negando con la cabeza—. Nunca ganaría unas primarías, pero sería la mejor candidata en las generales. Yo no ganaría nada. Me desharía de Trotter y me ©afrentaría a ana adversaria aún más poderosa.
—Es posible-digo, haciendo un gesto de impotencia.
—Por no hablar del hecho —prosigue el senador— de que ahora soy el tipo que usó un argumento legal sumamente técnico para deshacerme de mi adversario. ¿Cómo quedaría entonces?
—Vale, también es cierto.
El senador adopta una expresión contemplativa, pero no demuestra ningún indicio de frustración o conflicto. Me ha expuesto los motivos por los cuales no podemos usar el As para descalificar a Langdon Trotter. Pero la conversación aún no ha acabado. Su explicación no indica una carencia. Es más bien una transición.
—Hay otra opción.
Se inclina hacia atrás en la silla y clava la mirada en el techo.
—Vamos a ver a Trotter y le mostramos lo que tenemos. En privado. Ya sabes, una reunión mano a mano.
—¿Y para qué? —pregunto.
El senador levanta la mano del escritorio y responde:
—Para explicarle la situación y ofrecerle algunas opciones. Tal vez un intercambio.
—¿Intercambiar qué por qué? —pregunto.
—Siempre me han dicho que Trotter quiere ser juez —dice. Reflexiona un momento y después asiente con la cabeza—. Tendría sentido. Un antiguo fiscal general nombrado al Tribunal Supremo del estado. O a la federal, si conservamos la Casa Blanca.
—¿De qué estamos hablando, Grant?
—Monte se retira —prosigue. Se refiere a Raymond Monte, senador de Estados Unidos, que ha insinuado que no volverá a presentarse a la reelección dentro de dos años.
Muevo la mandíbula y me inclino hacia delante, como si intentara ver desde más cerca.
—¿Estás sugiriendo que le mostremos el As a Trotter y le digamos que abandone de forma voluntaria? El senador me mira, divertido.
—Que Trotter abandone es lo mismo que si le ganamos —dice, juntando las manos—. No, John, no me refiero a eso, y creo que tú lo sabes.
—¿Le mostramos este papel a Trotter y le decimos que pierda? —sugiero.
El senador esboza una sonrisa.
—¿Perderlas elecciones deliberadamente? —pregunto, y de pronto me doy cuenta de que casi estoy gritando. Bajo el tono—. ¿Me estás tomando el pelo?
—No dejes de ser imparcial, Johnny.
Grant inclina la cabeza ligeramente hacia atrás. Vuelve a mirar el techo.
—Trotter preferirá perder que verse obligado a abandonar por un detalle técnico. No podría mostrarse en público si lo descalificamos porque su gente presentó una fotocopia de un documento importante por accidente. Parecería un novato.
—Quizás —admito.
—Así que... —
¿Así qué?
—Así que hará cualquier cosa para que eso no se sepa.
—Estás seguro de que lo aceptará... —digo.
—No se trata de que lo acepte. Lo tenemos cogido, John. De un modo u otro, ha perdido esta contienda. —Grant agita un dedo con autoridad—. Está listo.
Nos quedamos sentados en silencio. Me imagino la reacción del fiscal general cuando se entere de la noticia.
—Sigue presentándose a gobernador —dice el senador—. Pero se presenta para perder.
—¿Y cómo lo hace?-No oculto mi irritación—. De veras, Grant. Dime cómo se las arregla un político para perder una elección sin que nadie se dé cuenta.
El senador desvía la mirada con una mueca de disgusto.
—Vamos, John —dice, y carraspea—. Se niega a debatir. Puede justificarlo ante su gente. Es un funcionario del estado, a mí sólo me conocen en la ciudad. Puede decir que no quiere darnos la publicidad, pero lo destrozaremos por negarse a debatir. Y los periódicos harán lo mismo.
—Vale.
—Podemos controlar la publicidad. Hacemos publicidad negativa, y él no reacciona. Dice que no quiere rebajarse. Perderá la carrera, pero lo dejaremos perder con dignidad. Lo machacamos en la tele, él no reacciona, los periódicos dicen qué tipo genial, pero el siete de noviembre nos lo cargamos.
—Supongo que sí.
—Coño, puede caer enfermo —añade el senador—. Afirma que tiene un virus o algo así, limita su campaña. Tiene problemas de espalda.
—Puede que todo eso sea posible —digo—. Hasta el veintitrés de septiembre. Ese es el último día en que podemos presentar una queja por un problema con sus documentos. Después da igual que haya un problema o no. No podemos tocarlo.
—El veintitrés de septiembre. Vale.
—Momento en el que Trotter tiene derecho a renunciar. Y tú pierdes tu ventaja.
—Sí, es posible —admite Grant—.Creo que si Lang llega aun acuerdo conmigo, lo cumplirá. Pero si no lo hace, al menos habré conseguido amordazarlo durante las próximas seis semanas. Puedo ganar mucho terreno entre hoy y el veintitrés de septiembre.
Clavo la mirada en él. Tal vez piense que estoy de acuerdo con su idea. Quiero decir que quizá, durante los últimos años, mi mayor contribución al Partido Demócrata ha consistido en descalificar candidatos de las listas electorales. Ése es el punto importante que nadie tiene en cuenta en política: el acceso a las listas. En este estado meterse en las listas es un poco más fácil que resolver un cubo de Rubik o acabar un heptatlón. En general, parece bastante fácil. Hay que rellenar algunos formularios y conseguir que los ciudadanos firmen tu petición. Pero en la práctica, supone un montón de trabajo y un conocimiento exhaustivo de las complejidades de nuestras leyes electorales. En primer lugar, están los formularios. Manifiestos de candidatura, declaraciones de interés económico, formularios de peticiones. Hay unos treinta errores que uno puede cometer sólo en estos formularios, muchos de los cuales son fatales para una candidatura (Trotter es el ejemplo perfecto). Hay requisitos que deben cumplir las personas que hacen circular las peticiones para conseguir firmas. Para empezar, deben ser votantes inscritos en este estado; y sólo tienen derecho a hacer circular las peticiones de un único partido político por ciclo electoral. Las firmas de las peticiones sólo pueden ser de ciudadanos que son votantes que figuran en el distrito, han de vivir en la dirección que apuntan y el nombre debe estar rubricado, no escrito. Y sigue la lista: si necesitas trescientas firmas para figurar en la lista de las primarias, es mejor que consigas novecientas, porque más de la mitad serán impugnadas por un motivo u otro. En total, contando los requisitos formales, las restricciones respecto de la firma y la circulación, hay docenas de cosas en las que no puedes equivocarte. Así que cuando algún reformador advenedizo y de fuera intenta acceder a la lista contra uno de nuestros titulares demócratas al cargo, puedes apostar a que encontraré una manera de eliminarlo, a él o a ella, de la lista.
Democracia en acción. O quizás antidemocracia. En fin, sólo soy el abogado, yo no hago las reglas, me limito a asegurar que los adversarios las cumplan. Si no lo hacen, les doy con un hacha, al igual que lo haría cualquier abogado por su cliente.
En realidad, sí hago las reglas. No hay una sola legislación de este estado relacionada con las elecciones que no pase por mi escritorio para ser aprobada. Los grandes partidos establecen complicadas reglas y utilizan a sus abogados para asegurarse de que se cumplan, mientras que los partidos pequeños deben estudiar un código electoral que hace que los reglamentos de Hacienda parezcan un libro para colorear.
Lo que quiero decir es que tal vez no tenga derecho a pontificar. Pero una cosa es cuestionar el acceso a las listas electorales de Langdon Trotter basándose en los requisitos de la ley y otra muy distinta usar la amenaza de un cuestionamiento para forzar al fiscal general a abandonar la elección.
—No lo hagas —digo.
El senador me observa durante un instante antes de decir con tono cortante:
—No quieres participar en esto. Lo comprendo.
—No quiero que nadie participe. Quiero decir que... esto es... —Me interrumpo.
—¿Qué es, John? —El senador Tully plantea la pregunta sin ninguna ironía—. ¿Poco ético? ¿Inmoral?
—Sí, todo eso. Pero yo estaba pensando que además es ilegal.
El senador suelta una risita. Se levanta de la silla y se dirige a la ventana. Su chaqueta está colgada de la silla. Está en mangas de camisa y lleva tirantes de color azul marino por encima de sus hombros estrechos.
Mira por la ventana y respira hondo.
—John, ¿crees que seré un buen gobernador?
—Claro que sí. No te apoyaría si no lo creyera.
—Sí lo harías.-Le habla a la ventana—.Porque ante todo eres un amigo. Pero dime la verdad, ¿crees que soy el hombre indicado para el cargo?
—Absolutamente.
—¿Por qué? ¿Por qué crees eso, John? —Ahora se vuelve hacia mí—. Y no me digas lo que les dices a los demás. No me sueltes discursos de campaña. Dime lo que te dices a ti mismo.
—Porque abogas por todas las cosas en las que crees —respondo—. Eres un demócrata antiabortista. Sabes que tu partido aboga por lo contrario, tu propio comité central te ha condenado por eso, pero es en lo que crees. Estás en contra de la pena de muerte. Toda tu vida has sabido que te presentarías a un cargo estatal, y lees los sondeos. Alrededor del setenta por ciento del estado está a favor de la pena de muerte. Todos los demócratas que se presentaron a gobernador y se oponían a la pena de muerte fueron destrozados por ello. Pero a ti no te importa. Son tus creencias. Te has opuesto a la reducción de impuestos durante los últimos seis años porque no crees que sea una actitud fiscalmente responsable. No es una postura popular. Algunos de los miembros de nuestro partido te han rogado que cambies de actitud, pero tú piensas en lo que es mejor para el estado —digo sonriendo—. Eres un político, no cabe ninguna duda. Sinceramente, si no lo fueras, estaría un poco preocupado. Sí, creo que eres el hombre que debe presidir este estado.
El senador acepta este monólogo sin expresión alguna.
—Ahora dime qué opinas de Langdon Trotter.
—Creo que Langdon Trotter apoyaría la pena de muerte para los que roban en las tiendas si con eso consiguiera un solo voto más. En mi opinión, lo único que cree es que él debe ser el gobernador. Se trata de un puro afán de poder.
—Vale.
El senador se dirige a su escritorio y se sienta en el borde.
—Si yo fuera capaz de descubrir algún secreto acerca de Trotter y lo hiciera público, ¿qué pensarías?
—Que forma parte del juego.
—Pero en cierto sentido sería inmoral, ¿verdad? —pregunta Grant.
—Claro. Pero uno se mete sabiendo las reglas —digo. * —¿Y eso hace que esté bien?
—Supongo que lo vuelve aceptable.
—Esto no es diferente. —El senador se golpea el muslo suavemente con el puño—. Al menos no de forma significativa.
—Para mí sí es diferente, Grant. Soy un abogado. Tengo que mantener las reglas de la ética. No puedo participar en este asunto.
—Así que como he dicho —añade Grant—, no participarás. Me has aconsejado sobre el estado de la ley. Lo acepto. Me has aconsejado que no lo haga. Tú trabajo ha terminado.
—Bueno...
—Pero hazme este favor —dice—. Habla con Dale Ganison sobre el asunto. Sobre nuestras opciones. Quiero tomar la decisión correcta.
—De acuerdo.
—Limítate a preguntarle. No... —Lucha por encontrar las palabras—. Dale todo el espacio posible. No le muestres las cartas. Dile que haga lo que quiera.
—Vale.
—Dile eso, John. Dile que haré lo que él quiera.
—De acuerdo. Lo he comprendido.
—Así se sentirá libre de darnos una opinión objetiva.
—Harás lo que él quiera —repito.
—Bien. —El senador respira hondo—. E iremos paso a paso.
—Suena bien. —Me pongo de pie—. Quizás aún tenga la oportunidad de convencerte de que no lo hagas.
Pero cuando pronuncio estas palabras, siento que Grant ya ha tomado una decisión. Comprendo Ib que quiere. Quiere que averigüe lo que piensa Dale Garrison al respecto porque Dale será el mensajero. El será quien se reúna con Lang Trotter y suelte la bomba. Elegir a Dale es razonable, si es que este plan tiene algo de razonable. Así que mi trabajo consistirá en convencer a Dale de que se ponga de nuestra parte. De lo contrario, veré cómo mi amigo de toda la vida, el senador Grant Tully, comete el mayor error de su vida.
—Oye, John —me dice Grant.
—¿Qué? —digo, deteniéndome ante la puerta.
—¿Cómo va todo?
—Bien. Ocupado, pero...
—Aún estás un poco cabizbajo.
—Estoy bien —insisto, cerrando los ojos.
—¿Has hablado con ella últimamente?
—No. No recientemente.
Se refiere a mi ex mujer, que se fue de casa y de la ciudad hace unos diez meses. Tracy y yo estuvimos juntos durante casi cinco años, hasta que a mediados del año pasado me informó de que para ella había llegado el momento de largarse.
—Ven a cenar este fin de semana —dice—. Los chicos irán a comer pizza con la familia de Audrey. Será una cena para adultos.
Audrey, la mujer de Grant, es una cocinera sensacional, además de una mujer excepcional. Grant la conoció la primera vez que lo eligieron senador y se casó con ella hace siete años. Tienen una hija de cinco años, Amy, mi ahijada, y un hijo de tres, Christopher.
—Te he dicho que no me compadezcas.
—Vamos —dice, alzando las manos—. Audrey me ha estado preguntando por ti.
—«¿Cómo está John?» —Imito una voz femenina—. ¿la ha superado el abandono de su mujer?
Al igual que la mayoría de los chistes, sólo estoy hablando medio en broma. A Grant no le hace gracia. No le gusta el menosprecio, y tampoco que suene a verdadero. El tipo cree que es mi hermano mayor.
—Ella no te abandonó-dice, informándome de cómo mi matrimonio se deshizo. Su expresión se hace más alegre—. Además, no es lástima. Sabes que siempre le has gustado a Audrey.
—Claro que lo sé. —Le sigo el juego.
—Así que dale alguna esperanza —dice Grant, sonriendo—. Tiene que aguantar a un irlandés feo como yo.
—Lo pensaré.
—También podríamos salir a tomar unas copas el sábado por la noche.
—Quizá.-Le doy una palmadita al umbral—.Mientras tanto, ojalá no se te ocurran otras ideas estúpidas para esta contienda.