CANTO IX
MURALLAS DE LA CIUDAD DE DITE
Las Furias, Megera, Alecto y Tesifo.
Enviado celestial.
El color que el temor me empujó afuera
cuando a mi guía vi la vuelta dando,
3al suyo nuevo hizo que adentro huyera.
Atento se paró como escuchando,
que conducirle lejos no podía
6la vista, entre aire negro y humeando.
«Nos convendrá vencer esta porfía
—empezó—, que si no… Lo ha prometido.
9¡Oh, cuánto tarda el otro todavía!»
Bien advertí que dio por escondido
el comenzar con lo que atrás le puso,
12que otro tenor tenía lo añadido.
Mas no a perder el miedo me dispuso,
pues yo le daba a aquella frase trunca
15peor sentido del que tuvo incluso.
«¿Del círculo primero a esta espelunca
alguno, cuya sola pena ha sido
18la esperanza perder, no bajó nunca?»
Esto le pregunté, y «Ha sucedido
raramente —repuso— que otro hiciera,
21de nosotros, mi mismo recorrido.
Otra vez bajé aquí, por la hechicera
Ericto, de alma cruda, conjurado
24que sombras a sus cuerpos devolviera.
Hube apenas mi carne desnudado
cuando ella me hizo entrar tras ese muro
27para traer de Judea a un condenado.
Es el lugar más bajo y más oscuro
y más lejos del cielo por quien gira
30todo: ven tú también y está seguro.
Este pantano que este hedor transpira
ciñe en redondo a la ciudad doliente
33donde entrar no podemos ya sin ira».
Y dijo más que ya no está en mi mente,
pues mis ojos entonces me llevaron
36de la alta torre hasta la cima ardiente;
por donde, de improviso, se asomaron
tres Furias[71] que de sangre iban teñidas:
39cuerpos de hembras, y ademán, mostraron.
Iban de hidras verdísimas ceñidas:
cerastes y culebras su crin era,
42que orlábales las frentes desabridas.
Y aquél, que a las esclavas conociera
de la reina del llanto eterno, «Dado
45te ha sido ver —me dijo— la faz fiera
de las Erinias[72]. Al siniestro lado,
Megera; a la derecha, Alecto llora;
48Tesifo, en medio». Y se quedó callado.
Con las uñas cada una se encocora
el pecho; se palmean, gritan alto:
51fuime al poeta igual que quien se azora.
«¡Venga Medusa[73] y vuélvalo basalto!
—mirando abajo aullaban—. Malo ha sido
54no vengar de Teseo[74] el loco asalto.»
«Dales pronto la espalda y escondido
el rostro ten: tu vuelta puedes dar,
57si a Gorgona[75] contemplas, al olvido.»
Así dijo el maestro, y a girar
me obligó, sin fiarse de mis manos,
60pues con las suyas me hubo de ocultar.
¡Oh los que de la mente os sentís sanos,
mirad bien la doctrina que velada
63se encuentra de mi verso en los arcanos![76]
Sobre las olas, ya, de agua enturbiada
venía el son de un ruido temeroso:
66toda la orilla se sintió agitada;
no de otro modo el viento impetuoso
que, enemigos, provocan dos ardores,
69a la floresta hiere e, imperioso,
ramas rompe y abata, y sus furores
lleva adelante altivo y polvoriento
72y hace huir a las fieras y pastores.
Me descubrió los ojos y «Está atento
—me dijo— a las antiguas y espumosas
75aguas, donde se espesa más su aliento».
Como las ranas huyen presurosas
de la enemiga sierpe y, sumergidas,
78a la tierra se pegan temerosas,
vi yo a más de mil almas destruidas
huir así de aquel que atravesaba
81a pie enjuto la Estigia. Las tupidas
humaredas del rostro se apartaba
con la mano siniestra, y parecía
84que sólo aquel fastidio le enojaba.
Advertí que del cielo descendía
y me volví al maestro; me hizo seña
87de estar quieto y rendirle pleitesía.
iba como quien todo lo desdeña
Fue a la puerta y la abrió con su varita,
90pues no se alzó contra él ninguna enseña.
«Oh expulsados del cielo, horda maldita
—exclamó en el umbral espeluznante—,
93a tan torpe arrogancia ¿qué os incita?
¿Por qué vuestra actitud recalcitrante
contra la voluntad de quien no muda
96y aumenta vuestra pena en adelante?
¿Cocear contra el hado en algo ayuda?
Bien se acuerda Cerbero[77]: todavía
99su garganta de pelo está desnuda.»
Por la fangosa senda se volvía
y no nos saludó, pues su semblante
102era de quien urgido se sentía
y no por quien estaba allí delante.
Nos dirigimos a la triste tierra,
105seguros de la voz santificante.
Dentro pasamos, pero ya sin guerra,
y yo, que ver entonces deseaba
108 lo que tan fuerte fortaleza encierra,
apenas dentro estuve, contemplaba
una campaña a uno y otro lado:
111llena de duelo y de tormento estaba.
Como en Arlés —ya el Ródano estancado—
o en Pola, donde el Cuárnaro fluyente
114le pone a Italia un límite mojado,
al lugar los sepulcros diferente
aspecto prestan, tal de parte a parte
117hacían los de allí, mas cruelmente:
el fuego entre las tumbas se reparte
y así están todas ellas encendidas,
120que al hierro no caldea más el arte.
Se encontraban las losas removidas
y se escuchaba un lamentar hiriente
123que parecía de almas ofendidas.
Y yo: «Maestro, ¿quién es esa gente
que en las tumbas está? ¿Por qué pecado
126a un suspirar se entrega tan doliente?».
Y él: «Son los heresiarcas y el errado
pueblo de cada secta: en fuego envuelto
129más número se ve del que has pensado.
El igual con su igual yace revuelto
y en más o menos fuego ardiendo se halla».
132Y cuando a la derecha se hubo vuelto
pasamos entre el llanto y la muralla.