CANTO XIII

CÍRCULO VII. RECINTO II: SUICIDAS

Arpías. Condenados convertidos en árboles donde posan las Arpías.

Pier della Vina, Ercolano Maconi, Giacomo da Sant’Andrea, Rocco dei Mozzi (?).

No estaba Neso aún al otro lado

cuando entramos de un bosque en la espesura,

3do no había sendero señalado.

No fronda verde: de color oscura,

no esbeltas ramas: tuertas y nudosas;

6no frutas: púas con letal untura:

no tienen tan ariscas y boscosas

matas las fieras que odian las aradas

9entre Corneto y Cécina. Asquerosas,

las Arpías[104] están allí anidadas,

por quien fueron expulsos los troyanos

12de Estrófades, con cuitas presagiadas.

Latas alas, y cuello y rostro humanos

tienen; garras, y plumas en los vientres;

15ayes dan en los árboles malsanos.

El buen maestro «Sin que más te adentres,

sabe —me dijo— que estarás pisando

18el recinto segundo hasta que encuentres

el arenal horrible; y ve mirando

atentamente, y ver podrás las cosas

21que, por guardar tu fe, me estoy callando».

Me rodeaban voces dolorosas

y no veía a nadie que las diese;

24me detuve con ansias temerosas.

Yo creo que él creyó que yo creyese

que una gente exhalaba los lamentos

27que, al vernos, tras los troncos se escondiese;

y prosiguió: «Si de estos macilentos

vegetales un ramo tronchar quieres,

30se quebrarán también tus pensamientos.

Adelanta la mano y más no esperes».

Yo tronché una ramita de un endrino

33y el tronco me gritó: «¿Por qué me hieres?».

Bañado en un oscuro humor sanguino,

volvió a gritar: «¿Por qué me estás rompiendo?

36¿No hay piedad en tu espíritu mezquino?

Hombres fuimos y leña estamos siendo;[105]

tu mano debió ser más bondadosa

39aun con almas de sierpes contendiendo».

Como una astilla verde que, ardorosa

por un extremo, humor echa y chirría

42por el otro, si el viento al fuego acosa,

así a la vez de aquella otra salía

palabra y sangre; y yo, sobrecogido,

45dejé caer la que tronchado había.

«Si él pudiera al principio haber creído

—le respondió mi sabio—, ánima lesa,

48aquello que en mis versos ha leído,

no moviera su mano tan apriesa;

pero obligóme la increíble cosa

51a aconsejarle lo que ya me pesa.

Mas dile quién has sido, y gananciosa

saldrá en cambio tu fama, y renovada,

54pues él vuelve a la tierra luminosa.»

Y el tronco: «Tu palabra es dulce, y nada,

ya apaciguado, callaré; no graves

57os sean mi historia y mi habla dilatada.

Yo soy aquel que manejó ambas llaves

del corazón de Federico[106], y di

60al abrir y cerrar vueltas tan suaves

que su secreto a todos escondí:

fui tan leal a tan glorioso oficio

63que el sueño y el latido en él perdí.

La meretriz[107] que nunca del hospicio

de César quita su mirada avara,

66muerte común y de las cortes vicio,

contra mí tantos pechos inflamara

que aquella inflamación inflamó a Augusto

69y luto fue el honor que me halagara.

Mi ánimo, entonces, con amargo gusto,

creyendo huir del desdeñoso empeño,

72contra mí se hizo injusto, siendo justo.

Por las nuevas raíces de este leño

os juro que jamás he traicionado

75al que fue digno de honra y fue mi dueño.

Y si uno de vosotros es llamado

de nuevo al mundo, quiero que levante

78mi memoria, que envidia ha derribado».

El poeta esperó luego un instante

y me dijo: «Pues calla, sin demora

81le debes preguntar a tu talante».

Yo respondí: «Pregúntale tú ahora

lo que a mi gusto creas conveniente;

84yo no podría, la piedad me azora».

Y él prosiguió: «Para que libremente

pueda cumplir aquello que has pedido,

87muéstrate, alma reclusa, complaciente:

dile de qué manera se han unido

a los troncos las almas, si es de suerte

90que alguna de ellas se haya desunido».

El tronco, entonces, resoplando fuerte,

convirtió el aire aquél en esta voz:

93«En forma breve voy a responderte.

Cuando se aparta el ánima feroz

del cuerpo, por sí misma desunida,

96la manda Minos a la séptima hoz.

Cae en la selva, en parte no escogida;

mas do la ballestea el ciego sino

99germina como espelta y, ya crecida,

de junco, pasa a ser silvestre endrino.

Las Arpías, paciendo de su hoja,

102dolor le dan, y a su dolor camino.

Y aunque sus restos, cual las otras, coja

cada una, jamás los vestiremos,

105que no es justo tener lo que se arroja.

A este bosque arrastrando los traeremos

y aquí serán los cuerpos suspendidos:

108a nuestra sombra hostil los colgaremos».

Aún al tronco prestábamos oídos,

creyendo que algo más decir quisiera,

111cuando de un ruido fuimos sorprendidos

como el que escucharía quien sintiera

aproximarse al puerco y la jauría:

114que oye crujir las matas, y a la fiera.

Y del lado siniestro a dos veía,

desnudos y arañados, ir huyendo,

117que ante ellos todo obstáculo cedía.

«¡Ven, muerte!», el de delante iba diciendo,

y el otro, que mostraba lenta guisa,

120gritaba: «Lano, no ibas tú corriendo

de Toppo en el encuentro tan de prisa!».[108]

Y cuando ya el aliento le faltaba,

123a un arbusto abrazó el alma remisa.

Detrás de ellos, la selva llena estaba

de hambrientas perras negras, y rugientes,

126cual jauría soltada de su traba.

En el que se ocultó, los fieros dientes

clavaron, sin dejarle miembro sano,

129y sus trozos lleváronse, dolientes.

Mi escolta, entonces, me tomó la mano

y acercóme al arbusto que gemía

132por los sangrantes rotos, aunque en vano.

«¡Giacomo Sant’Andrea[109]! —así decía—,

¿qué te ha valido hacer de mí barrera?

135¿Qué culpa tengo de tu vida impía?»

Cuando el maestro se encontró a su vera,

dijo: «¿Quién fuiste, que por tanta herida

138sangre exhalas con tu habla lastimera?».

«Ánimas que venís —con afligida

voz nos dijo— a mirar el vergonzoso

141estrago de mi fronda así esparcida,

recogedla del césped enojoso.

Yo fui de la ciudad que hizo al Bautista

144su patrono, en lugar del que, celoso,[110]

ahora y siempre con su arte la contrista;

y a no ser porque de Arno sobre el puente

147alguna parte suya está a la vista,

al fundarla de nuevo aquella gente

la hubiera edificado toda en falso

150donde Atila dejó ceniza ardiente.[111]

Yo levanté en mi casa mi cadalso.»[112]

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