CANTO XXII
CIELO VII. ESPÍRITUS CONTEMPLATIVOS.
CIELO VIII ESPÍRITUS TRIUNFANTES
San Benito. Macario, Romualdo. Decadencia de las órdenes monásticas.
Presa del estupor, volví a mi guía
los ojos, como hacer suele el infante
3cuando se ampara donde más confía;
y ella, como la madre que al instante
socorre al hijo pálido de anhelo,
6con su voz, a menudo confortante,
«¿No ves —dijo— que te hallas en el cielo?
¿Y no sabes que todo el cielo es santo
9y cuanto ocurre en él lo hace el buen celo?
Cómo te habría transmutado el canto,
y yo riendo, comprender debieras,
12puesto que el grito te ha movido tanto;
en el cual, si entendido el rezo hubieras,
la venganza estarías conociendo
15que tú mismo has de ver antes que mueras.
De aquí la espada no corta corriendo
ni tardando, si no es en el afecto
18del que deseando espera, o bien temiendo.
Mas mira de los otros el aspecto,
y asaz verás espíritus honrados,
21si vuelves a ellos vista e intelecto».
Como quiso, los ojos ya tornados,
cien esferitas vi, que mutuamente
24se hermoseaban con rayos permutados.
Me vi como el que frena, aunque impaciente,
la punta del deseo, y nada intenta
27ya preguntar por no ser imprudente;
y la mayor y la más luculenta
vino hacia mí de todas las esferas
30por ver por sí mi voluntad contenta.
Y yo oí dentro de ella: «Si tú vieras
la caridad que entre nosotras arde,
33tus conceptos sin más nos expusieras.
Mas para que tu espera no retarde
al alto fin, yo te daré respuesta
36aunque tu mente lo que piensa guarde.
El monte que a Cassino ve en su cuesta
frecuentado se vio antes en la cima
39por la gente engañada y mal dispuesta;[328]
fui yo el primero que le puso en cima
el nombre del que al mundo recondujo
42la gran verdad que tanto nos sublima;[329]
y de una gracia tal gocé el influjo
que retraje a los pueblos circunstantes
45del culto impío que al mundo sedujo.
Los otros fuegos, todos contemplantes
hombres fueron, por llamas encendidos
48que flor y fruto dan santificantes.
Ve a Macario[330] y Romualdo reunidos
con los hermanos que en las claustras nuestras
51se quedaron con pechos decididos».
Y yo dije: «El afecto que demuestras
hablando, y la bondad que a ver alcanza
54mi sentimiento en estas luces vuestras
así han hecho crecer mi confianza
como el sol a la rosa, cuando abierta
57está hasta donde llega su pujanza.
Te ruego, padre, que tu voz me advierta
si pretender la gloria es desvarío
60de verte con la imagen descubierta».
Y él dijo: «Hermano, tu deseo pío
pronto te colmará la última esfera
63donde se calman los demás y el mío.
Allí es perfecta, madura y entera
toda esperanza; allí sólo es hallada
66cada parte do siempre ya estuviera,
pues no ocupa lugar ni está empolada;[331]
y nuestra escala hasta ella alza su vuelo:
69por eso no la agota tu mirada.
El patriarca Jacob la vio en el suelo
desde la base a la suprema altura,
72poblada por los ángeles del cielo.
Mas, por subirla, ya nadie procura
alzar los pies, y así, la regla mía
75estropea el papel con su escritura.
Los muros que antes eran abadía
son espeluncas, y una saca ahíta
78mucha cogulla es de harina impía.
Mas no la grave usura tanto grita
contra el placer de Dios cuanto ese fruto
81que hace perder el juicio al cenobita;
lo que la Iglesia guarda es el tributo
que debe al que por Dios pide su cuota,
84no al pariente ni al lazo disoluto.
La carne del mortal tan blanda brota
que no basta al buen fin, del nacimiento
87de la encina hasta que hace la bellota[332].
Pedro empezó sin oro y sin argento,
y yo con oración y con ayuno,
90y humilde hizo Francisco su convento.
Y si el principio ves de cada uno
y luego consideras su transcurso,
93tú verás a lo blanco vuelto bruno.
En verdad, el Jordán volviendo el curso
fue más —y el mar cuando por Dios partióse—
96admirable de ver que aquí el recurso».[333]
Así me dijo, y luego recogióse
a su escuela, que en grupo se redujo,
99y como un torbellino levantóse.
Tras de sí mi señora me condujo,
con una sola seña, por la escala,
102que a mi natura así venció su influjo;
nunca aquí abajo, do se monta y cala
naturalmente, fue tan presuroso
105un movimiento que igualase a mi ala.
Así vuelva, lector, a aquel glorioso
triunfo por el que lloro y he llorado
108golpeándome el pecho pesaroso,
como no habrías puesto y retirado
del fuego el dedo, en lo que mi escalada
111duró al signo que el Toro tiene al lado.[334]
Oh gloriosas estrellas, luz preñada
de gran virtud, por quien la mente mía,
114como quiera que sea, fue alumbrada;
con vosotras nacía y se escondía
el padre de la vida mortal, cuando
117yo en Toscana el primer aire sentía.[335]
Y cuando, de la gracia disfrutando,
entré en la rueda que al moveros gira,
120vuestra región me estaba ya aguardando.
Ante vosotras hoy mi alma suspira
por lograr la virtud que tanto espera
123en el difícil paso que la inspira.
«Tan cerca estás de la salud postrera
—dijo Beatriz—, que cuanto más descuelles
126más atenta tu vista estar debiera;
pero antes de que más y más te enelles[336],
mira abajo y contempla cuánto mundo
129ha hecho que con tus pies mortales huelles;
y así, a más no poder, llegue jocundo
tu corazón ante el tropel triunfante
132que alegre va por este éter rotundo.»
Las siete esferas recorrí al instante
con la mirada, y tal hallé a este globo[337]
135que me hizo sonreír su vil semblante;
bueno hallo que se mire sin arrobo
y se lo tenga en menos, y el que piensa
138en el otro llamarse puede probo.
Vi a la hija de Latona[338] con intensa
luz, sin aquel aspecto sombreado
141por el que la creía rara y densa.
Allí el rostro, Hiperión, de tu hijo amado
sostuve; y pude ver el movimiento
144de Maya y Dione en torno y a su lado.[339]
Se me mostró de Jove el templamiento
entre el padre y el hijo; y mis miradas
147vieron sus cambios en aquel momento.[340]
Y de los siete fuéronme mostradas
las grandezas, y cómo son veloces,
150y cuan distantes se hallan sus moradas.[341]
La erilla[342] que nos hace tan feroces,
mientras con los Gemelos me movía,
153vi desde la montaña hasta las hoces.
Miré a los bellos ojos de mi guía.