
CANTO XXIII
CORNISA VI GLOTONES
Sufren hambre y sed cantando Domine, labia mea, y meditando ejemplos de templanza y de glotonería castrada Virgilio cuenta a Estado quiénes son sus compañeros en el Limbo Árbol prohibido. Ejemplos de templanza Forese Donati.
Mientras la vista entre la fronda verde
fijaba yo del modo que lo haría
3el que su vida tras las aves pierde,
«Hijito —el más que padre me decía—,
vente ya sin tardar, que el tiempo impuesto
6gastar más útilmente convendría».
Volví el rostro y, con paso igual de presto
que el suyo, tras los sabios caminaba;
9pues oírlos y andar no era molesto.
Y llorar y cantar luego escuchaba
Domine, labia mea[249], con acento
12tal que goces y penas alumbraba.
«Dulce padre —empecé—, ¿qué es lo que siento?»
«Tal vez sombras serán que desanudan
15—contestó— de su deuda el ligamento.»
Cual peregrinos y romeros dudan
cuando hallan gente que es desconocida,
18la miran al pasar y no saludan,
tras nosotros, con marcha decidida
venía —y nos miraban asombrados—
21una turba devota enmudecida.
Tenían ojos fuscos y cavados,
pálido era su rostro, y tan escuálido
34que a él estaban los huesos asomados:
no tendría un aspecto tal de inválido
el rey Erisictón, seguramente,
27cuando el miedo a ayunar le puso pálido.[250]
Y yo entre mí pensaba: «¡A aquella gente
que perdiera a Sión tengo delante,
30cuando María al hijo le hincó el diente![251]».
Cada ojo era un anillo sin diamante:
y el que en los rostros suele leer omo
33la eme habría visto en su semblante.
¿Quién creería que el olor de un pomo
su avidez estuviera gobernando,
36y aquél de un agua, no sabiendo cómo?
De un hambre tal me estaba yo admirando,
pues su razón no me era manifiesta,
39su delgadez y escamas contemplando,
cuando de lo profundo de su testa
uno empezó a mirarme sorprendido
42ya voces exclamó: «¿Qué gracia es ésta?».

Nunca su rostro habría conocido,
pero su voz me permitió que viese
45lo que su aspecto habíame escondido.
Esta chispa logró que se encendiese
de la cambiada boca en mí la idea,
48y otra vez vi la cara de Forese[252].
«Oh, no hagas caso de la tiña fea
que mi piel —me rogaba— decolora,
51ni de que aquí sin carnes yo me vea;
mas de ti la verdad cuéntame ahora
y de los dos que te hacen compañía:
54¡no quieras no decirlo sin demora!»
«Tu faz, por la que, muerta, yo plañía,
llorar me hace y no menos me acongoja
57al verla tan cambiada —le decía—.
Pero dime, por Dios, qué así os deshoja,
y hablar no me hagas viéndome asombrado;
60que teniendo otro afán hacerlo enoja.»
Y él respondió: «Del eterna! Estrado
cae virtud en el agua y en la planta
63que atrás, donde me afino, hemos dejado.
Toda esta gente que llorando canta,
por caer en la gula sin mesura,
66con el hambre y la sed se vuelve santa.
Por comer y beber arde y se apura
Los pomos al oler, y el cristalino
69líquido que salpica su verdura.
Y no sólo una vez, por el camino
girando, nuestra pena se renueva:
72solaz que llamar pena es desatino,
que el querer que a los árboles nos lleva
es aquel por quien Cristo dijo “Eli”[253]
75cuando nos libertó su sangre nueva».
«Forese, desde el día —respondí—
en que el mundo trocaste en mejor vida,
78no han pasado cinco años hasta aquí.
Si antes la fuerza en ti quedó extinguida
de pecar, que el momento te adviniera
81del dolor que con Dios nos remarida,
¿cómo te hallas aquí sin más espera?
Yo pensé que te hallabas más abajo,
84en donde al tiempo el tiempo recupera.»
Y él contestó: «Tan pronto aquí me trajo
a beber dulce ajenjo de tormentos
87mi Nella con su llanto y su trabajo.
Con sus devotos ruegos y lamentos,
en la costa acortó mi expectativa
90y me libró de los demás conventos.
Tanto es a Dios dilecta y persuasiva
esa viudita a la que tanto amé,
93cuanto, sola, en el bien es más activa;
que en las hembras mayor pudor se ve
de la sarda Barbagia incontinente
96que en la Barbagia en que a ella la dejé.[254]
Dulce hermano, ¿qué quieres que te cuente?
Un tiempo en el futuro he presentido,
99que vieja no ha de hacer la hora presente,
en que verán desde el altar prohibido
las descaradas hembras florentinas
102que no cubra sus ubres el vestido.
¿Quién a bárbaras vio, ni a sarracinas,
a quienes obligaran a ir cubiertas
105espirituales u otras disciplinas?
Mas si esas locas estuvieran ciertas
de lo que el cielo les traerá mañana,
108ya, para aullar, sus bocas viera abiertas;
que si mi predicción no es cosa vana,
tristes serán cuando aún no esté apuntando
111la barba a quien consuelan con su nana.
¡Ah, hermano, no te sigas ocultando!
Mira cómo esta gente está expectante
114mirando a donde el sol estás velando».
«Si al que fui para ti tienes delante
del que eras para mí —yo le decía—,
117grave será el recuerdo en este instante.
De aquella vida, aquel que ahora me guía
me alejó, en otro ayer, cuando rotunda
120la hermana[255] de aquel otro aparecía
—y el sol mostréle—, y él, por la profunda
noche me ha conducido de los muertos
123con mi carne mortal, que le secunda.
Sus cuidados me traen por estos puertos,
subiendo y rodeando la montaña
126que endereza del mundo los entuertos.
Y, tal como me dijo, me acompaña
hasta el lugar en que Beatriz espera:
129luego, me quedaré sin su compaña.
Virgilio es quien tal cosa prometiera
—y a él apunté—, y el otro es la persona
132por la que retembló cada ladera
de vuestro reino, porque lo abandona.»