
CANTO XIX
CORNISA IV: INDOLENTES.
CORNISA V: AVAROS Y PRÓDIGOS
Sueño de Dante. El ángel de la diligencia borra la cuarta pe a Dante, cantando Beati qui lugent. Yacen boca abajo cantando Adhaesit pavimenso anima mea, recitando ejemplos de pobreza y generosidad durante el día y de avaricia durante la noche. Adriano V.
A la hora en que imposible es al diurno[186]
calor templar el frío de la luna,
3vencido por la tierra, o por Saturno;
cuando el geomante su Mayor Fortuna,[187]
antes del alba, mira en el Oriente
6surcar su vía poco tiempo bruna,
vi en sueños una hembra balbuciente,
con ojos bizcos y con pies virados,
9con manos mancas y color muriente.
Yo la miraba; y, como confortados
se ven los miembros que la noche helaba,
12así vi en poco tiempo enderezados
los suyos por mis ojos; y soltaba
la lengua, y su semblante desvaído
15el tinte que el amor quiere tomaba.
Cuando el decir le fue restituido,
cantó de tal manera, que con pena
18de escucharla me hubiera distraído.
«Soy —cantaba—, soy yo dulce sirena
que a los marinos en la mar desvío,
21pues escucharme de placer les llena.
Dejar a Ulises hizo el canto mío[188]
su vagar; y escasea quien rehúsa
24frecuentarme y rendirse a mi albedrío.»
Esta canción no daba por conclusa
cuando surgió una dama[189] santa y presta
27a mi lado, y quedó la otra confusa.
«Oh Virgilio, oh Virgilio, ¿quién es ésta?»,
fieramente exclamaba, y él venía
30con los ojos clavados en la honesta.
Cogió a la otra, y por delante abría,
para el vientre mostrar, su vestidura,
33y desperté al hedor que de él salía.
Miré al maestro y exclamó: «Procura
levantarte: tres veces te he llamado.
36Para que entres, busquemos la apertura».
Llenos de día vi, ya levantado,
los círculos del monte penitente,
39y con el sol detrás hemos andado.
Siguiéndole, llevaba yo la frente
cual persona de ideas agobiada
42que hace de sí medio arco de una puente,
cuando escuché «Venid: ésta es la entrada»
a una voz tan benigna y tan suave
45que en la marca mortal nunca es usada.
Casi de cisne, abrió sus alas de ave
quien nos habló, y arriba encaminóme
48entre los muros de la roca grave.
Meneando las plumas ventilóme,
qui lugent[190] ser beatos afirmando,
51pues que hallarán consuelos auguróme.
«¿Qué tienes, que a la tierra vas mirando?»,
mi acompañante comenzó a decirme
54cuando el ángel abajo iba quedando.
«Perplejo —dije yo— me hace sentirme,
y así me curva, la visión postrera
57que no me deja del pensar partirme.»
«Has visto —respondióme— a la hechicera
por la que más arriba están plañendo,
60y has visto cómo el hombre se libera.
Baste, pues, y la tierra ve batiendo:
vuelve los ojos al cimbel que gira,
63pues sus ruedas el Rey está moviendo.»[191]
Cual halcón, que sus pies primero mira,
se vuelve al grito y, luego, el ala tiende
66por el deseo que la presa inspira,
tal hice, hasta llegar donde se hiende
la roca y abre paso por el tajo
69adonde el otro círculo se extiende.
Al que es el quinto me llevó el atajo,
en el que llora gente y se hermosea
72yaciendo contra el suelo boca abajo.
Adhaesit pavimento anima mea[192]
es la plegaria, apenas por mí oída,
75que, suspirando, allí se clamorea.
«Oh vosotros, de Dios gente elegida,
cuya esperanza a la tortura acalla,
78decidnos dónde está la otra subida.»
«Si el tener que yacer no os avasalla
y queréis encontrar pronto la vía,
81con la diestra hacia fuera se la halla.»
Así rogó el maestro, y respondía
uno un poco adelante, y por lo hablado
84advertí lo que al otro se escondía,
mis ojos a los ojos he tornado
de mi señor, que con amable gesto
87lo que pidió mi vista me ha otorgado.
Viéndome a hacer mi gusto libre y presto,
me incliné sobre aquella criatura,
90que se puso al hablar de manifiesto.
«Alma —le dije— en quien llorar madura
lo necesario para a Dios volverte,
93tu cuidado olvidar por mí procura.
Di quién fuiste y por qué estás de esta suerte,
la espalda arriba, y si pudiera allí
96de donde vengo vivo socorrerte.»
«¿Vas a saber —me dijo— por qué a sí
nos vuelve el dorso el cielo, mas primero
99scias quod ego successor Petri fui.[193]
Baja, entre Siestri y Chiávari, ligero,
un riachuelo bello, y mi apellido[194]
102se alzó al ser de su nombre el heredero.
Un mes y pocos días he sentido
cuan pesa el manto a aquel que de hez lo guarda,
105que otro peso a una pluma es parecido.
Mi conversión, ¡ay triste!, fue muy tarda;
mas cuando fui romano pastor hecho,
108la vida, al punto, descubrí bastarda.
Bien vi que allí no se aquietaba el pecho
ni más subir podía en esa vida,
111y mi amor buscó en ésta su provecho.
Hasta allí, mi alma estuvo dividida
de Dios, y miserable fue y avara:
114y aquí como estás viendo es corregida.
Lo que hace la avaricia se declara
aquí, y el convertido purga en duelo,
117que en el monte peor pena no hallara.
Y como el ojo no se alzaba al cielo
y miró a lo terreno con codicia,
120la justicia sumérgelo en el suelo.
Y así como apagaba la avaricia
al amor, nuestros méritos perdidos,
123así aquí nos oprime la justicia,
de pies y manos presos y ceñidos;
y en tanto el justo Sir sea gustoso,
126aquí estaremos quietos y tendidos.»
Yo estaba arrodillado y silencioso,
y cuando quise hablar, tan sólo oyendo,
129él advirtió mi obrar respetuoso.
«¿Qué razón —dijo— así te está torciendo?»
«Pues fuisteis —respondí— pastor romano,
132la conciencia me estaba remordiendo.»
«¡Tente de pie! —me dijo—. ¡Arriba, hermano!
No yerres: que consiervo soy contigo,
135y los demás, del mismo soberano.
Con el santo Evangelio te castigo:
si al leer necque nubent[195] lo entendiste,
138bien puedes comprender lo que te digo.
Vete ya, que bastante aquí estuviste,
pues perturbando estás la pena mía,
141con que maduro lo que tú dijiste.
Tengo allá una sobrina que Alagia[196]
se llama, y buena es, mientras no pueda
144pervertirla la triste casa mía.
En el mundo tan sólo ella me queda.»