CANTO VI
RESALTO II: MUERTOS VIOLENTAMENTE
Benincasa da Laterina, Guccio dei Tarlati, Federico Novello, Gano degli Scornigiani (?), Orso degli Alberti, Pier della Broccia, Sordello.
Cuando se parte el juego de los dados,
aquel que pierde aprende tristemente
3repitiendo los lances ya jugados:
con el otro se va toda la gente;
cuál va delante, cuál detrás la emprende,
6y cuál al lado suyo está presente;
él no se para y a uno y otro atiende;
si a uno alarga la mano, ya no aprieta,
9y así de aquel gentío se defiende.
Así me hallaba entre la turba inquieta
y, volviendo hacia acá y allá la cara,
12al prometer, picaba de soleta.
Tuve delante al que la muerte hallara
de Ghin de Tacco[47] por la mano impía
15y al que en la cacería se anegara.[48]
Con las manos en alto allí pedía
Federigo Novello[49], y el pisano
18que hizo ser fuerte al buen Marzucco[50] un día.
Vi al conde Orso[51] y al alma del toscano
que del cuerpo apartó la envidia fea,
21cual me dijo, mas no un hecho villano;
Pier della Broccia[52] digo; y que provea,
mientras se encuentra aquí, la de Brabante,
24porque en peor rebaño no se vea.[53]
Cuando me separé del suplicante
cortejo que rogaba que otro ruegue
27para hacer que su gloria se adelante,
yo comencé: «Parece que se niegue,
oh luz mía, de acuerdo con tu texto,
30que al decreto del cielo el rezo plegué;
y esta gente de aquí ruega por esto;
¿sería, entonces, su esperanza vana
33o no me es su sentido manifiesto?».
Y él respondióme: «Mi escritura es llana;
y su esperanza no verán fallida,
36si bien se mira con la mente sana,
que la cima del juicio no es hundida
porque cumpla el amor en un momento
39la expiación por los de aquí debida;
y allí donde expresé mi pensamiento,
al defecto el rogar remedio no era,
42porque había de Dios alejamiento.
Mas, de tan alta duda, mejor fuera
prescindir hasta que ella, entre tu mente
45y la verdad, arder haga su cera.
Hablo de Beatriz, tenlo presente:
tú la verás al cabo de la altura
48de este monte, feliz y sonriente».
Y yo: «Señor, andemos con presura,
que ya no me fatigo cual solía
51y el monte ya proyecta sombra oscura».
«Hemos de andar acompañando al día
—repuso— y avanzar cuanto podamos;
54que una es la cosa, y otra tu teoría.
Tornar verás, primero que subamos,
a aquel que ya se cubre con la cuesta,
57y no quiebras sus rayos. Mas vayamos
a esa alma sola, que la vista puesta
tiene en nosotros, como aquel que aguarda:
60ella nos mostrará la vía presta.»
Fuimos a ella: ¡oh ánima lombarda,
cuál te mostrabas digna y desdeñosa
63y, la vista al mover, honesta y tarda!
Ella permanecía silenciosa,
dejándonos llegar, pero mirando
66a guisa de león cuando reposa.
Pero Virgilio se acercó, rogando
que nos mostrase la mejor subida;
69y aquélla, la respuesta demorando,
cuál era nuestra patria y nuestra vida
preguntó; el dulce guía comenzaba
72«Mantua…», y la sombra, en sí antes recogida,
surgió hacia él del sitio donde estaba,
diciendo: «¡Oh mantuano, soy Sordelo[54],
75de tu tierra!», y uno a otro se abrazaba.
¡Ay, sierva Italia, asilo eres del duelo,
y, en la tormenta, nave sin barquero,
78y burdel, mas no reina de más suelo!
Aquel gentil mostróse tan ligero,
sólo por el son dulce de su tierra,
81en ser con el paisano lisonjero;
y tus vivos, en ti, no están sin guerra,
y el uno al otro roe y acribilla
84de los que una muralla y foso encierra.
Busca, mísera, en torno de la orilla
de tu mar, y después mírate el seno,
87y ve si en parte alguna la paz brilla.
¿De qué valió que Justiniano el freno
te echase, si la silla está vacía?
90Sin él, tu oprobio fuera más ajeno.
¡Ay gente que debieras ser más pía
y a César en la silla ver sentado,
93si el deseo de Dios fuera tu guía,
mira cómo la fiera se ha enrabiado
que con la espuela nunca corregiste
96desde que tú la rienda has empuñado!
¡Oh tú, Alberto alemán[55], que no quisiste
domar a la que se ha hecho cimarrona
99porque su arzón con fuerza no oprimiste,
caiga sobre tu sangre y tu persona
juicio del cielo, nuevo y descubierto,
102que tema aquel que herede tu corona!
Tu padre y tú sufristeis el entuerto[56]
de ver, por la codicia distraídos,
105el jardín del Imperio[57] hecho desierto.
Mira, hombre sin cuidado, entristecidos
Capuleto y Montesco[58], y ver procura
108Monaldi y Filippeschi, ya advertidos[59].
¡Ven y a tus nobles de sus males cura,
oh cruel, sus apuros contemplando,
111y mira a Santafior[60] cómo está oscura!
Ven a ver a tu Roma, que llorando
y viuda está, que día y noche clama:
114«César mío, ¿por qué me estás negando?».
¡Ven y verás cómo la gente se ama!
Y si la compasión no ha de empujarte,
117ven para avergonzarte de tu fama.
Oh sumo Jove[61], ¿puedo preguntarte,
a ti, por nuestro bien crucificado,
120si diriges los ojos a otra parte?
¿O es que ya nos tenías preparado
un bien en el abismo de tu mente
123que a nuestra comprensión hase escapado?
Cada ciudad de Italia está bullente
de tiranos: Marcelo[62] ser intenta
126todo villano que abandera gente.
Puedes, Florencia mía, estar contenta
con esta digresión que no te toca,
129gracias a que tu pueblo echa su cuenta.
Tarde, el que es justo, la justicia evoca,
por no tomar el arco sin consejo,
132mas tus gentes la llevan en la boca.
Muchos rehúsan ser de su concejo,
mas tu pueblo solícito responde
135sin que le llamen: «¡Someter me dejo!».
Alégrate ahora tú, que tienes donde:
¡tú rica, tú con paz, tú tan juiciosa!
138Si bien digo, el efecto no lo esconde.
Cuando Esparta y Atenas prestigiosa
haciendo leyes fueron tan civiles,
141por bien vivir hicieron poca cosa
a tu lado, que dictas tan sutiles
leyes, que de noviembre a la quincena
144no llegarán las que en octubre hiles.
¡Cuántas veces tu pueblo ley estrena
en poco tiempo, y usos y moneda,
147y has cambiado tu gente por la ajena!
Y si recuerdas y visión te queda,
te verás cual la enferma, que postura
150no halla en las plumas, y en la cama rueda,
pues dando vueltas piensa que se cura.