CANTO XXV

CÍRCULO VIII. BOLSA VII: LADRONES

Caco, Cianfa Donati, Agnolo Brunelleschi, Buoso Donati (?), Puccio Sciancato, Francesco di Cavalcanti.

El ladrón, su discurso terminado,

levantó en ambas manos sendas higas

3y gritó: «¡Toma, Dios, yo te las mando!».

Las serpientes me fueron luego amigas,

puesto que una enroscóse a su garganta,

6cual diciendo: «No quiero que prosigas».

Otra a atarle los brazos se adelanta,

cíñese sobre el pecho fuertemente

9y todo movimiento, así, le aguanta.

¡Ay, Pistoya, por qué en hoguera ardiente

no te incineras con tus hijos duros,

12pues eres más cruel que tu simiente!

Del infierno en los círculos oscuros

a ninguno ante Dios vi tan superbo,

15ni al que cayó ante los tebanos muros.[199]

Huyó al instante sin decir un verbo

y vi a un Centauro airado que llegaba,

18gritando: «¿Dónde, dónde está el acerbo?».

Maremma[200], según creo, no se alaba

de tener tantas bichas cual tenía

21de la grupa a do humano se tornaba.

De alas abiertas, un dragón yacía

tras la nuca, en los hombros, que abrasado

24dejaba al que delante se ponía.

«Ése es Caco[201] —me dijo el guía amado—,

que so la roca, al pie del Aventino,

27muchos lagos de sangre ha derramado.

De sus hermanos no sigue el camino

por el hurto que hiciera fraudulento

30en la hermosa boyada del vecino.

Con ello se buscó fin violento

bajo la maza de Hércules, que acaso

33no sintió diez aunque le diera ciento.»

Mientras me hablaba y, avivando el paso,

se fue el otro, tres ánimas surgieron

36de las que yo ni el guía hicimos caso

hasta que «¿Quiénes sois?» al fin dijeron,

con lo que se acabó nuestro relato

39y hacia ellas nuestros ojos se volvieron.

Yo no los conocí, mas, de inmediato,

nombrar a un compañero ha convenido

42a uno, como sucede a cada rato,

diciendo: «Cianfa[202], ¿dónde te has metido?»;

y yo al maestro que estuve atento,

45con el dedo en los labios, le he pedido.

Si eres, lector, para creer muy lento

lo que voy a decir, me lo temía:

48yo lo he visto, y apenas sí consiento.

Hacia los tres la vista dirigía,

y una serpiente con seis pies se lanza

51sobre uno y a su cuerpo el suyo lía.

Los pies de en medio apriétanle la panza,

con los primeros ambos brazos prende,

54con los dientes los pómulos le alcanza,

hacia los muslos los de atrás extiende,

pasa la cola entre ambos y, en seguida,

57lo traba y por el dorso se la tiende.

Nunca la hiedra estuvo tan unida

al árbol como estaba aquella fiera

60con él, miembro por miembro, confundida.

Se fundieron después como la cera

caliente, y se mezclaron sus colores;

63ninguno parecía el que antes era.

De igual manera cambian los ardores

al papel, cuando toma un color bruno

66que avanza, sin ser negro, entre blancores.

Mirábanle los dos y, de consuno,

gritaban: «¡Ay, Agnel[203], cómo has cambiado!

69¡No eres en este instante dos ni uno!».

Ambas testas habíanse mezclado,

y aparecieron dos figuras mixtas

72en una faz, de dos el resultado.

A dos brazos formaron cuatro listas;

vientre, piernas y muslos engendraron

75—y el torso— extremidades nunca vistas.

Los primeros aspectos se quebraron

y la imagen perversa parecía

78dos y ninguno, y ambos se alejaron.

Como el lagarto, bajo la ardentía

del sol canicular, de seto a seto

81cual una exhalación cruza la vía,

tal semejaba, al dirigirse inquieto

contra los otros dos, un encendido

84lívido ofidio, cual pimienta prieto;

el lugar por donde hemos recibido

el primer alimento a uno vulnera

87y cae ante él y quédase extendido.

Calló y miróle el que atacado fuera

y, sin andar un paso, bostezaba

90como si sueño o fiebre le invadiera.

A él la serpiente y él a ella, miraba;

él por la llaga y ella por la boca

93humo echaban, y el humo se mezclaba.

Calle el mismo Lucano, cuando toca

de Sabelo el suceso y de Nasidio,[204]

96y escuche atento lo que aquí se evoca.

Calle de Cadmo y de Aretusa Ovidio;[205]

que si aquél en serpiente y a ella en fuente

99convierte cuando escribe, no le envidio;

que a dos naturalezas, frente a frente,

no transmutó de modo que ambas hormas

102cambiasen sus materias de repente.

A la vez respondieron a las normas,

y la sierpe la cola en horca hendía

105y él juntó en uno de los pies las formas.

Las piernas y los muslos oprimía

tanto, que al poco tiempo la juntura

108quedó borrada y ya no se veía.

Tomó la cola hendida la figura

que se perdía en él, y vi ablandarse

111la piel aquí, y allí ponerse dura.

Los brazos por la axila vi adentrarse

y vi las cortas patas de la fiera,

114al acortarse aquéllos, alargarse.

Las de detrás torció para que fuera

formado el miembro que el humo cela,

117y el del mísero ya dos patas era.

Mientras el humo a uno y otro vela

de un color nuevo, y pelo le va dando

120a una parte, y a la otra en tanto pela,

uno se alzó y otro se fue agachando,

sin desviar la luminaria impía

123bajo la que el hocico iban cambiando.

El que se enderezó lo retraía

hacia las sienes, y con lo sobrante

126orejas en lo liso producía;

de la materia que quedó delante

hízose la nariz, y se formaba

129la boca y su grosor en un instante.

El que yacía, el rostro se adelantaba,

sumiendo las orejas en la testa:

132del caracol los cuernos imitaba;

la lengua, que tenía unida y presta

antes a hablar, hendióse, mas la hendida

135del otro se cerró, y el humo resta.

El alma aquélla en fiera convertida

silbando huyó por el oscuro foso,

138y la otra le escupía enfurecida.

Volvió su espalda nueva, y el acoso

interrumpió y le dijo al condenado:

141«¡Quiero que como yo se arrastre Buoso!».[206]

En la séptima zahorra he contemplado

mutarse y transmutarse; y ya me excuso

144por lo nuevo, si de ello he abusado.

Y, aun siendo mi mirar algo confuso

y el ánimo teniendo entristecido,

147no pudieron huir sin que al recluso

Puccio Sciancato[207] hubiera conocido;

de aquellos tres él solo, a fin de cuentas,

150lo mismo se marchó que había venido;

del otro tú, Gaville, te lamentas.[208]

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