CANTO I
PLAYA
Llegada de Dante y Virgilio. Catón.
La barca de mi ingenio, por mejores
aguas surcar, sus velas iza ahora
3y deja tras de sí mar de dolores;
y cantaré a la tierra purgadora
del alma humana, que hacia el cielo es vía
6de la que se hace de él merecedora.
Renazca aquí la muerta poesía,
oh santas Musas, a quien me he entregado,
9y aquí Calíope[1] surja en este día,
y véase mi canto acompañado
del son que a las Urracas[2] sin ventura
12el esperar perdón les ha negado.
De zafiro oriental suave tintura,
que en el sereno aspecto se albergaba
15del medio, puro hasta la prima altura,
nuevo placer a mis miradas daba
desde que abandonara el aire muerto
18que a mis ojos y pecho contristaba.
La estrella bella, del amor concierto,[3]
hacía sonreír todo el Oriente
21al poner a los Peces a cubierto.
Me volví a la derecha y me hallé enfrente
del otro polo, y vi en él cuatro estrellas[4]
24que sólo ha visto la primera gente[5].
Gozaba el cielo de sus llamas bellas:
¡oh viudo Septentrión, pues que privado
27tú por siempre jamás has de estar de ellas!
Después de que las hube contemplado,
un poco me volví hacia el otro polo,
30del que el Carro se había ya alejado,
y muy cerca de mí vi a un viejo solo,
y un respeto filial sentí a su vista
33apenas mi mirada descubriólo.
Larga la barba, con las canas mixta,
llevaba, a su cabello semejante,
36del que caía al pecho doble lista.
Daba a su faz un resplandor brillante
la luz de aquellas cuatro de la altura,
39y era cual si tuviese al sol delante.
«¿Quién sois, que contra el río de agua oscura
huido habéis de la prisión eterna?
42—dijo, moviendo su plumosa albura—.
¿Quién os guió, quién fue vuestra lucerna
al evadiros de la noche bruta
45que oscura tiene a la infernal caverna?
¿La ley eterna en otra se permuta,
o es que ahora dicta el celestial concejo
48que los precitos vengan a mi gruta?»
Asióme mi maestro, y su consejo
—con señas, manos y palabras dado—
51 fue que me arrodillara ante aquel viejo.
Dijo después: «Por mí yo no he llegado:
que a éste ofreciese yo mi compañía
54una mujer del cielo me ha rogado.
Pues querrás saber más, la índole mía
y la suya diré sin más espera,
57porque negarme a ti nunca podría.
Éste no ha conocido su postrera
tarde, mas, de locura poseído,
60en poco estuvo que por fin la viera.
Tal como dije, designado he sido
para salvarle; y no hay otra vereda
63que ésta, en la que con él ando metido.
Toda la rea gente vista queda
y, bajo tu alcaldía, ahora pretendo
66que ver las almas que se purgan pueda.
Largo demás sería irte diciendo
cuál le traje, del cielo con la ayuda,
69y cómo oírte y verte está queriendo.
Séate grato que a tu lado acuda:
busca la libertad, para él muy cara,
72que vivir por morir en otros muda.
Tú lo sabes, que a ti no te amargara
en Utica la muerte, do has dejado
75la veste que al final será tan clara.[6]
Por nosotros la ley no se ha cambiado,
—que éste vive, y no Minos me encadena,
78pues del círculo soy donde han quedado
los castos ojos de tu Marcia[7] buena,
que aún desea ser tuya, oh pecho puro:
81por su amor, a los dos no des más pena.
Tus siete reinos vea, y yo te juro
que a ella agradeceré tu cortesía,
84si quieres ser nombrado tras lo oscuro».
«Tanto a mis ojos Marcia complacía
mientras yo fui de allá —fue su respuesta—
87que cuanto me pidió con gusto hacía.
Mas morando ella está tras la funesta
ribera, y ya no puede conmoverme,
90por la ley que al dejarla me fue impuesta.
Mas no has de lisonjear ni enaltecerme
si te encamina una mujer celeste,
93pues por ella, no más, puedes moverme.
Ve, pues, y con un junco ciñe a éste
y lávale la cara de manera
96que en ella suciedad ninguna reste;
pues no sería bueno que estuviera
con los ojos nublados ante el primo
99ministro que del cielo descendiera.
De aquella isleta crecen al arrimo,
allí donde batiendo está la onda,
102matas de juncos sobre el blando limo,
ninguna planta que criase fronda
o fuese fuerte allí tendría vida,
105o que cimbreando al golpe no responda.
No volváis por aquí; vuestra partida
sea por donde el sol, que está saliendo,
108al monte mostrará mejor subida.»
Luego se fue; me puse en pie, teniendo
quieta la lengua, y al maestro amado
111miré a los ojos, a su encuentro yendo.
Él comenzó: «Camina tú a mi lado:
volvamos hacia atrás, que aquí declina
114esta llanura al punto más menguado».
Vencía el alba a la hora matutina,
que ante ella huía, tanto que, lejano,
117conocí el tremolar de la marina.
Íbamos ambos por el solo llano
como quien vuelve a la perdida estrada,
120que hasta llegar creyó marchar en vano.
Cuando estuvimos donde la rociada
resiste al sol —la que caído había
123en donde es lentamente evaporada—,
puso ambas manos en la hierba fría
suavemente el maestro y, advertido
126del arte que ejercer en mí quería,
yo le tendí mi rostro humedecido
de lágrimas, y él puso al descubierto
129el color que el Infierno había escondido.
Fuimos después al litoral desierto,
navegar cuyas aguas nunca viera
132quien para retornar se siente experto.[8]
Me ciñó como al otro le pluguiera:
y, ¡oh maravilla!, apenas arrancada
135la humilde planta, su lugar ya era
ocupado por otra renovada.