XXXII: No es oro todo lo que reluce

ALISON — El rostro de James se va hinchando y poniendo morado por momentos.

¡Dios santo! Está hecho un cristo.

Presiona la bolsa de hielo sobre su mandíbula, y él grita como una chica. No lo culpo, el golpe de Dante lo ha noqueado. Sonó como si su mandíbula se partiera en varios trozos, y después cayó al suelo.

Me observo la palma de la mano libre, incapaz de observar a James.

Lo que Dante ha hecho no tiene sentido.

Dante puede ser muchas cosas: descarado, mujeriego, mentiroso..., pero sé que él no es violento.

¿Lo han movido los celos?

—Le voy a poner una denuncia a ese amigo tuyo —escupe James, sin ocultar su desprecio.

Dirígela a la dirección del infierno, a ver si tienes suerte.

—Cálmate. No hagas esfuerzos —le pido.

James se levanta furioso.

—¿Con qué clase de calaña te relacionas?

Su pregunta me sienta como una bofetada. El James educado ha desaparecido, y aunque entiendo que no está en su mejor momento, me incorporo y le hago frente.

—No te permito que me hables así. Ni que hables así de Dante —lo defiendo.

—¿Lo vas a defender? ¡Mira cómo me ha puesto la cara!

La miro. Y sí, está horrible.

—Tal vez, esto no hubiera pasado si no me hubieras colocado la mano donde no debías —le espeto.

James ha estado de lo más incordioso durante nuestra cita. Parecía hastiado, como si ya se hubiera aburrido de aguantar mis reticencias.

—Me habría bastado que me lo pidieras —comenta, con un tono que no me parece del todo sincero.

—Y si no te hubiera bastado, ya te lo habría hecho entender yo.

La karateka que hay en mí aplaude satisfecha.

James pone las manos en alto, como si estuviera disculpándose.

—Lo siento. Sólo estoy superado por la situación.

Reconozco que es percatarme de su aspecto y me ablando. Después de todo, Dante le ha dado un puñetazo.

—Lo entiendo. Será mejor que un médico te vea la herida. Se está poniendo fea. Te acompaño —me ofrezco.

James conduce en silencio, y a los diez minutos, me percato de que no ha atajado por el camino convencional.

Empiezo a ponerme nerviosa, y las palabras de Dante acerca de que James no es lo que parece, empiezan a cobrar sentido.

—No estás conduciendo hacia el hospital —le digo, en el tono más calmado que encuentro.

Si me pone una mano encima, le arranco las pelotas de un mordisco. James frena el coche en mitad de la carretera, y se vuelve hacia mí con una sonrisa lastimera que no me gusta nada.

—Vamos a un hospital que hay en las afueras. No te preocupes.

—El hospital más cercano está a diez minutos.

James me coloca la mano en el muslo, y doy un respingo. El tipo reservado y que mantiene las distancias ha desaparecido. Es todo fachada, y acabo de descubrirlo ahora, después de que Dante intentara avisarme.

Hay una palabra exacta que me define: gilipollas.

Le devuelvo la mano a su sitio. James se tensa.

—Preferiría que tú me curaras las heridas.

—¿Cómo? —pregunto secamente.

—¿Qué tal si te muestras un poco cariñosa?

James me coge de los hombros, haciéndome daño, y trata de besarme. Le muerdo el labio por puro instinto, y él sigue insistiendo. Su mano desciende hacia mi pecho, y de un cabezazo, lo aparto enfurecida. Tal es mi rabia que le propino un puñetazo que golpea directo en su pómulo izquierdo.

—¡Con que esto es ir despacio! Jodidos hombres, sois todos iguales.

Abro la puerta del coche, y dejo a James retorciéndose de dolor. Ahora sí que irá al hospital.

—¡Maldita frígida! —me escupe con desprecio.

Le hago un corte de mangas, y me dirijo hacia el único sitio al que puedo ir en este momento. A pedirle disculpas a Dante, a quien he juzgado erróneamente.

Ni siquiera hace falta que llame a la puerta, pues me encuentro a Dante en el portal, fumándose un cigarro, en actitud visiblemente nerviosa. En cuanto me ve, tira el cigarro al suelo y se ría tensamente.

—¿Ya has averiguado que ese tío es un gilipollas?

—Vengo a...

—¿A qué yo sea tu príncipe azul ahora que James te ha salido rana? Que te jodan, princesa.

Me hace una reverencia.

Suspiro. Sabía que esto no iba a ser fácil.

—He venido a pedirte perdón.

—Un poco tarde.

Dante saca otro cigarrillo, lo enciende y se lo lleva a la boca.

—No seas orgulloso —le pido.

Dante enarca una ceja, y comienza a reírse.

—No hablemos de orgullo...

Sin saberlo, he tocado un tema sensible para él. Le pongo la mano en el hombro, y él no se aparta, pero tampoco se acerca.

—Te he juzgado erróneamente.

—No me digas.

—Lo siento. Lamento haberte dicho todas esas cosas horribles, pero por encima de todo, lamento haberte pedido que te marcharas.

—Lamentas haberme dicho que soy un egoísta que quiere tenerte comiendo de mi mano —recuerda mis palabras.

—Sí, eso mismo, entre otras cosas.

Dante se ríe abiertamente.

—No seas falsa, nena. Uno no puede lamentar lo que siente, y tú sentías todas aquellas palabras que decías. ¿Quieres a tu príncipe? ¡Búscate a un tío que sea todo fachada! Alguien como James, que te joda cuando menos te lo esperes.

—No dices lo que sientes. Estás enfadado, y he venido en el peor momento.

—No, no has venido en el peor momento. Has venido en el momento oportuno.

—No es cierto —me vuelvo para marcharme, dispuesta a intentarlo otro día. Pero no puedo evitar hablarle a mi espalda—, para que lo sepas, esto también es culpa tuya. Si hubieras sido un poco más sincero, no estaríamos en este punto.

Lo oigo reírse a mi espalda.

—¿Quieres escuchar algo sincero, Alison?

Sé que debería taparme los oídos, porque lo próximo que va a decirme, me dolerá. Mucho.

Pero no puedo evitarlo. Me giro para escucharlo.

—Desearía no haberte conocido —se sincera.

o

Recuerdo vagamente lo que sucedió después. Desde luego, las penas transcurren mejor si las acompañas con un helado de chocolate y plátano de Ben & Jerryś. Cambio de canal y me meto otra cucharada en la boca.

—No deberías comer tanto helado. Te pondrás gorda, y tu novio no querrá hacer las paces contigo —me aconseja Rose.

Le meto la cuchara de helado en la boca y la hago callar.

Ah, sí. Ya me acuerdo de lo que sucedió hace una semana.

Creo que nadie me ha dicho nunca esas palabras: “Desearía no haberte conocido”. Bueno, una vez, cuando tenía nueve años, mi compañero de pupitre se sacó un moco y me lo pego en el pelo. Yo lo tiré de la silla, y él me grito:

“Desearía no haberte conocido”. ¿Y sabes qué? Yo a él tampoco. No es agradable conocer a gente que te pega

mocos en el pelo. Eso es todo.

Recuerdo con exactitud las siguientes palabras de Dante: “Desde que te conozco, sólo me has causado problemas.

Quebraderos de cabeza. Era más feliz, y vivía más tranquilo cuando no te conocía. Ahora soy yo el que te pide que te vayas”.

Y me fui. Claro que me fui. Después de tratar de arrearle una patada y caerme de culo. Porque yo cuando hago las cosas las hago bien, y no me iba a despedir con un: hasta nunca.

Y esperé. Esperé que Dante me llamara durante dos semanas. Me autoconvencí de que sólo me dijo aquella maldita frase porque estaba enfadado, del mismo modo que yo le dije aquellas palabras porque estaba enfadada. Pero Dante no llamó. Y entonces comprendí, muy a mi pesar, que Dante, en verdad, desearía no haberme conocido.

Y aquí estoy. Comiendo helado hipercalórico con una niña molesta que de mayor será nutricionista. O psicóloga.

Ella escucha mis penas, lamentos que desde luego no debería escuchar una niña de ocho años; y yo la distraigo, mientras Rosemary y April juegan a..., bueno, no quiero saber a lo que juegan.

Eso es todo.