XXII: Rosemary y la semilla del diablo

ALISON — No le hagas caso, Alison, definitivamente él sólo intenta provocarme... me digo a mí misma.

¡Y lo consigue!

No me puedo quedar callada, por lo que le voy a responder, en un nuevo arrebato de furia al recordar mi espantoso ridículo de la noche anterior. Se supone que el alcohol te suelta la lengua, te hace cometer locuras y te provoca amnesia. Pues bien, las dos primeras cosas funcionaron, respecto a la tercera, yo lo recuerdo todo. Cada detalle de la noche anterior, golpeando mi memoria y anunciando lo estúpida que soy.

Fue tan vergonzoso...

Ni siquiera sé cómo soy capaz de mirar a Dante a la cara.

¡Le pedí sexo oral!

—La única forma en la que me divertiría en tu compañía trataría acerca de mi puño golpeando tu cara durante el resto de la tarde —le suelto.

Dante se lleva las manos al rostro, espantado.

—Princesa Xena... tu fogosidad merece ser combatida en la cama.

Aprieto los puños.

—Eres un jodido bipolar.

—Bipolar.

—Exacto. Eso es lo que eres. Un jodido bipolar. Ahora manifiestas tu deseo de follarme y después...

—También —me interrumpe.

Le echo una mirada ácida, pero él no parece bromear. Es como si hubiera soltado la verdad más absoluta e inquebrantable sobre la faz de la tierra. Él no debería poder decir esas cosas y mantenerse tan impasible. Y cuando digo esas cosas, me refiero a cosas sucias. Perversas.

—Te follaría hoy. Mañana. Probablemente varias veces al día...

—A no ser que te quedaras dormido.

—Contigo en mi cama, dormir sería lo último que me apetecería.

La corriente de electricidad me recorre, no sólo por sus palabras, sino también por el hecho de que él me roza el hombro con deliberación. Tan sólo una caricia, pero su efecto me lanza hacia la hecatombe orgásmica.

No... es... justo.

Sus dedos me apartan el cabello del cuello, y sus labios me susurran al oído.

—¿Qué hace falta para que me perdones?

¿Perdonarlo? ¿Por haberse quedado dormido en mitad del coito?

Déjame que me lo piense...

—Un milagro.

—¿Has dicho un orgasmo? —al ver mi cara de sopor, él deja de bromear—. Anoche no pensabas lo mismo —me

acusa. Parece irritado.

Sus labios me rozan el cuello.

Basta.

Es el momento idóneo para apartarlo.

Dante es un cretino con ganas de reírse de mí. Alguien que me provoca, para luego apartarse justo en el momento en el que decido dar el primer paso. Un tipo con ganas de burlarse de una chica ingenua.

—Anoche no estaba en plena disposición de mis facultades mentales —me defiendo.

Me aparto hacia un lado, pero él se inclina hacia mí. Lo suficiente para alterarme las hormonas.

—Anoche decías y hacías lo que no te atreves a decir y ni hacer en este momento. Sé valiente por una vez en tu vida, y di que me deseas. —me aclara, con una sonrisa felina.

Me pierdo en sus palabras. En su cuerpo envolvente, que parece dispuesto a magnetizarse con cada parte del mío.

Si al menos fuera un poquito menos guapo...

—Parece que los dos somos muy mentirosos —le digo, resuelta a borrar su sonrisa con mis siguientes palabras.

—Explícate.

—Estoy segura de que estás celoso, y de que no me has despertado con la intención de que me perdiera mi cita con James. Tuviste tu oportunidad, demonio. Supéralo.

Dante me suelta como si yo quemara.

Mis palabras consiguen el efecto deseado, y me siento victoriosa. Por una vez, estoy satisfecha por haberlo hecho probar de su propia medicina. Nos retamos con la mirada. Dante, con la mandíbula apretada y la expresión tensa.

Yo, con la barbilla alzada y los ojos incisivos. Quisiera decirle muchas cosas. Gritarle que sea sincero, y me demuestre que le importo de esa manera que tanto necesito. Pero él no lo hace.

Se arroja sobre el sofá, cruza los brazos sobre el pecho y ladea la cabeza, apartando la vista de mí.

—Qué tengas una fabulosa cita, Alison, ¡Adiós! —me suelta, con un tono de voz frío y estudiado, que me sienta como una bofetada

Me levanto como si hubiera una chincheta en el sofá, y voy directamente hacia la salida.

Él no debe estar diciéndolo en serio. Él no puede estar diciéndolo en serio.

¿Tan poco le importo? ¿Tanto me importa a mí él no importarle?

¡Sí, maldita sea, claro que sí!

—Que no te quepa la menor duda.

—Pues eso —comenta sin mirarme.

Salgo del lujoso apartamento de Dante, cerrando la puerta de un portazo y echando hacia afuera toda mi furia.

¡Oh, y encima vive en la avenida Seinchard! El mundo es tan cruel...

Voy con dos horas de retraso a mi cita con James, pero eso no me importa. Quiero y necesito demostrarle a Dante que yo puedo estar interesada en un hombre. Es decir, que puedo estar interesada en un hombre del modo en que sólo una mujer puede estarlo. Básicamente, siento el carcomer de la rabia quemándome las entrañas, y gritando:

¡Dale una lección a ese gilipollas!; y cuando digo ese gilipollas, me refiero al mismo que se quedó dormido antes de follarme salvajemente, cosa que no me importa, te lo juro, pero que él prometió en repetidas ocasiones.

Simplemente detesto a las personas que no cumplen sus promesas. Eso es todo. Nada tiene que ver que Dante

sea el tipo más atractivo, lujurioso y caliente que yo he visto en toda mi vida. Las personas se arrugan y pierden su encanto con el paso de los años, ¿y entonces qué te queda? Un tipo llamado Alfred con dientes de caballo y que se dedica a despedir gente. No, gracias.

¿Quién necesita a un perfecto imbécil llamado Dante? Atractivo y bipolar, él no es mi príncipe azul. James se asemeja más al tipo de hombre con el que soñé siendo una niña: guapo, encantador y educado.

Camino hacia mi casa buscando una ducha y ropa limpia que ponerme. El olor a tequila no es la opción idónea para disculparme con James por llegar tarde a nuestra cita. Al llegar al portal, escucho los gritos coléricos de una madre y una hija discutiendo. Retrocedo como si hubiera escuchado el zumbido de un enjambre de avispas furiosas. Sólo que esto es peor. Rosemary y Rose Junior no se contentarían con picarme, sino que me chuparían la sangre hasta que no me quedara ni una sola gota.

Sabía yo que esta paz era algo temporal...

Me pongo de puntillas y doy varios pasos hacia atrás. Vamos, Alison, tres pasos más, y no tendrás que entrar a esa casa de locos. Tres... dos... uno...

—¡Alison! —la puerta del apartamento se abre al unísono que el grito de Rosemary sale de sus labios.

Los pies se me congelan en el suelo.

¿Cómo me ha escuchado?

Los gritos decibélicos de Rose deberían haberle insonorizado los tímpanos.

—¡Menos mal que estás aquí! Necesito la ayuda de una buena amiga.

Miro hacia uno y otro lado del apartamento, haciéndome la inocente.

—¿Una amiga? ¿Qué amiga? Tengo un poco de prisa...

Rosemary me coge del brazo y me arrastra hacia dentro del apartamento, interponiéndose entre la salida y yo.

¿Salir por la ventana resultaría muy escandaloso?

—Pensé que estaríais una semana fuera, ¿cómo habéis llegado tan pronto? —trató de no sonar desconsolada.

Mis sesiones de Jenifer Aniston, el suflé de chocolate y el baño con velas aromáticas acaban de esfumarse.

Rose Junior aparece en ese momento. Ataviada con un vestido rosa, y con los rizos dorados bailando sobre su espalda. Parece una buena niña. Pero cuando la conoces, te das cuenta de que las apariencias engañan.

Con una cacerola en la mano derecha y un cucharón en la izquierda, Rose comienza a golpear y a berrear como la mocosa insoportable que es.

—No le eches cuenta. Está enfadada porque hemos tenido que volver de nuestro viaje. Sólo quiere llamar la atención.

¿No echarle cuenta?

Rose camina a nuestro alrededor, golpeando la cacerola con más fuerza al sentirse ignorada. Cada vez me deja más alucinada, pero su madre parece soportarla con una paciencia infinita.

—Mi madre se ha partido la cadera y van a tener que operarla. Tengo que viajar hacia el hospital de Baton Rouge para quedarme unos días con ella.

La sonrisa maliciosa de Rose me hace estremecerse. Un pensamiento siniestro me cruza la mente.

—¿Cómo se ha partido la cadera?

—Cosas que pasan... —Rosemary desvía la mirada hacia Rose, lo que me provoca un escalofrío.

¿Tiene la pequeña Rose algo que ver en ello?

—El caso es... que no tengo con quien dejar a Rose... —comienza Rosemary, echándome una mirada implorante—.

Si tú pudieras quedarte con ella durante esta semana...

—¡Ni por todo el oro del mundo! No es que no me gusten los niños, sólo digo que Rose es un poquito traviesa y...

Para mi perplejidad, Rosemary hace lo único que podría sorprenderme. Agarra su maleta de ruedas, abre la puerta y grita:

—¡Gracias!

Sale corriendo hacia la calle, donde un misterioso taxi la está esperando. Alucinada, salgo a su carrera con Rose de la mano. Le grito al taxi, que ya comienza a alejarse por la calzada.

—¡Qué he dicho que nooooooooo! —le grito, todo lo alto que puedo.

Agarro a Rose de la mano y la insto a correr tras el coche, pero la pequeña se queda quieta, como si quisiera incordiarme a propósito.

—¡Qué te olvidas a la niña!

Me desespero al ver como el coche se aleja. Rosemary se vuelve hacia la ventanilla trasera del coche, se despide con la mano y responde:

—¡Pórtate bien Rose!

Observo el coche marcharse, y me quedo ahí de pie, con Rose de la mano y la boca muy abierta. Hasta que el coche no desaparece de mi vista, no reparo en la pequeña Rose, quien me observa con una sonrisa maliciosa.

—Ahora quiero un perro rosa.

En el apartamento, preparo la cena mientras le echo una ojeada a Rose, quien está sentada tranquilamente en el sofá viendo una película de dibujos animados. Cálmate, tan sólo es una niña. Una mocosa de tirabuzones dorados y una mente enrevesada dispuesta a hacer las travesuras más perversas.

Sólo tiene ocho años.

Tengo que empezar a trabajar seriamente sobre mi necesidad de responder: ¡No! alto y claro. Si fuera menos inocente y más pragmática, no me sucederían cosas como: tener un jefe que me emplea por un sueldo miserable, la obligación de cantar en la boda de mi hermana y cuidar de una mocosa llamada Rose.

—Rose —la llamo.

Deposito la comida en una bandeja de Hello Kitty. Nuggets de pollo con extra de Ketchup en un intento por

ganarme su cariño. Lo sé, soy patética.

Rose Junior me ignora, centrada en la escena de la película en la que el príncipe despierta a Blancanieves con un beso.

—Menuda porquería. Eso nunca pasa en la vida real.

No puede tener ocho años, ¿verdad que no?

Una vez leí acerca de una mujer encerrada en el cuerpo de una niña. ¿Será Rose una arpía encerrada en el cuerpo de una querubín?

—Modera ese lenguaje, jovencita.

Apago el televisor, y me pongo frente a ella. Rose me lanza una mirada de fastidio.

—Prométeme que te portarás bien durante esta semana.

La niña bate sus pestañas en un gesto estudiado, y esboza una sonrisa que llena su expresión de esa aura angelical que sólo pueden poseer los niños.

—Mamá dice que no hay que prometer aquello que no se puede cumplir.

Me pica el cuello. No voy a permitir que una niña de ocho años se salga con la suya.

Me siento sobre mis rodillas para estar a su altura, y le ofrezco la mejor de mis sonrisas.

—Rose, si queremos que esto funcione, tienes que portarte bien. Nada de travesuras, ¿de acuerdo? Tú y yo vamos a estar unas semanas juntas. Prometo hacer cosas que te gusten si no rompes las reglas. Pero si te portas mal, no habrá helado de postre, ni te llevaré al parque, ni jugarás con tus juguetes, ¿entendido?

La niña estudia mis palabras durante un largo minuto, como si estuviera sopesando los pros y los contras. No debería observarme con esa profundidad en sus infantiles ojos azules, como si en vez de una niña, se tratara de un adulto.

—¿Sólo estaremos juntas una semana?

Me desconcierta su pregunta.

—Así es.

—Puedo vivir sin helado, parque y juguetes durante una semana —decide.

Su respuesta me deja descolocada. Y cuando creo que nada puede ir a peor, ella vuelve a sorprenderme con sus siguientes palabras.

—Lo que no te mata te hace más fuerte.

—No deberías decir cosas que no entiendes —mascullo entre dientes.

Rose se encoge de hombros, y para mí satisfacción, termina con su cena sin oponer ninguna resistencia. Al menos, no va a darme problemas en ese aspecto. Friego los platos sin quitarle la vista de encima. La pequeña Rose está pintando en su cuaderno de dibujo, por lo que aprovecho el momento de paz, que sé que es pasajera, para prepararle un baño.

—Te llamaré... Rosita.

La escucho decir.

La pobre Rose están tan tarada como su madre, y ya empieza a hablar consigo misma. He de admitir que no tengo buen ojo al buscar compañeros de piso. En la universidad, compartí habitación con una chica adicta a la comida de gatos.

—Ven aquí... Rosita. ¡Te he dicho que vengas aquí!

Pobrecita.

Salgo del cuarto de baño y me dirijo hacia el salón para llamar a Rose. Me la encuentro con un bote de pintura rosa en una mano, y en la otra, al pobre Jaime gimiendo de terror.

—¡Rose, suelta a Jaime! —le grito.

La pequeña da un respingo. Pone las manos en alto y suelta el bote de pintura, que rueda por el suelo hasta quedar oculto bajo el sofá.

—¡No estaba haciendo nada malo!

—Niña mala... —la sermoneo—, no puedes pintar a los animales de rosa.

—Sí que puedo.

—No, no puedes. ¿Recuerdas que Jaime estuvo una semana sin querer salir a hacer sus necesidades a la calle?

La pequeña Rose rehúye mi mirada.

—Y estuvo varios meses sin acercarse a ti. ¿Lo recuerdas?

Rose asiente de mala gana.

—No debes pintar a Jaime de color rosa. Eso lo avergonzaría.

Rose vuelve a asentir, poco convencida. De pronto, sus ojos se iluminan.

—¿Alison?

—¿Sí?

—Quiero un hurón rosa.

Suelto el aire por la boca.

—Lo único que vas a tener es un baño. Ven aquí.

—¡No! Antiguamente, las personas se bañaban una vez al mes y no les pasaba nada.

—No tenían cañerías, ni un sistema de alcantarillado ni... ¡Oh, pero qué demonios hago razonando con una cría!

¡Ven aquí ahora mismo!

—No me quiero bañar.

—Te lo voy a repetir una sola vez —la amenazo.

Rose echa a correr, y yo voy en su búsqueda, tropezándome con todos los objetos que ella deja caer a su paso, a sabiendas de que me harán tropezar.

—¡Rose, voy a contar hasta tres... uno... dos... y tres!

La niña se ríe, como si aquello fuera el juego más divertido del mundo. Furiosa, comienzo a gritar y la persigo por toda la casa. Rose se esconde detrás del sofá. La mesa del salón se interpone entre nosotras. Doy un paso hacia la izquierda, y ella se mueve hacia la derecha. En un arranque de ira, salto la mesa del salón y me abalanzo sobre ella.

Mi pie derecho se enreda con el cable del teléfono, y en ese momento sé que nada va a salir bien. Me golpeó la cabeza con el pico de la mesa, sintiendo como un líquido caliente me resbala por la frente.

Mareada, busco a tientas el sofá y me dejo caer sobre él. Me llevo la mano a la frente, y la mano se me impregna de sangre.

—¡Alison, no te mueras, prometo portarme bien! —lloriquea Rose, acurrucándose a mi lado.

—No me voy a morir —le digo, un poco mareada por la pérdida de sangre.

o

En el hospital me dan tres puntos. Por suerte, la herida está cerca del nacimiento del cabello, y es prácticamente imperceptible. Mientras el médico cose la herida, Rose me aprieta la mano y lloriquea pidiéndome perdón.

No es tan mala como parece.

—Señorita Williams, necesito el número de algún familiar o amigo. No debe pasar la noche sola.

—Yo voy a cuidar a Alison —le promete Rose.

El médico le da una palmadita en la cabeza.

Recito el número de teléfono de mi madre y el de Stella. A los pocos minutos, el médico regresa con el gesto sombrío.

—No me cogen el teléfono.

Debería haberlo supuesto. Mi hermana y mamá no están cuando se las necesita. Pienso en llamar a mi padre, pero vive a las afueras de la ciudad, y no quiero molestarlo por una tontería. Además, aún sigo dolida con él por su reciente noviazgo con Daisy, la universitaria varios años menor que yo. Pienso en llamar a Mammy Patsy, pero a estas alturas de la noche, debe de estar dormida.

—No importa, doctor. Me encuentro perfectamente y puedo pasar el resto de la noche sola.

—De ninguna manera. Si no tiene a alguien que le haga compañía, pasará la noche en observación en el hospital.

No voy a permitir que Rose pase la noche en el hospital, por lo que me incorporo para marcharme con la niña de la mano. Pero Rose es más rápida, y le susurra al oído algo que no logro escuchar. El médico asiente y se marcha de la habitación.

—¿Qué le has dicho?

—Nada —se encoge de hombros, con una sonrisita que no augura nada nuevo.

—Oh, déjalo —me desespero. Busco mi bolso por toda la habitación, sin encontrarlo

—¿Has visto mi bolso?

—No. Puede que esté en el cuarto de baño.

Acudo al cuarto de baño, buscando el bolso en cada rincón. Llevo las llaves de mi apartamento en el bolso, y sin ellas, sería imposible entrar en casa. Suspirando, me agacho para buscar debajo de la cama. Escucho el sonido de unos ajetreados pasos adentrarse en la habitación.

—¡Alison! ¿Estás bien?

La voz preocupada de Dante me saluda desde las alturas. Desconcertada por su presencia, me incorporo agarrándome a la cama. Él se sitúa de inmediato a mi lado, me agarra por los hombros, como si tuviera miedo a que me desmayara, y me examina el rostro. Pone mala cara al percatarse de mi herida.

—Me has dado un susto de muerte. ¡Por Dios, eras la mujer más torpe del mundo! ¿Sería mucho pedir que dejaras de tener accidentes? —parece sincero y aterrado.

No conozco a este Dante.

—No ha sido nada, y no me enrabies. Ahora no puedo soltarte un cabezazo a lo Vin Diesel. ¿Qué... qué haces tú aquí?

—Me han llamado del hospital.

—No tengo tu número... —le echo una mirada censuradora a Rose, quien carga mi bolso en sus manitas—, ¿Rose?

—¡No ha sido tan difícil! Le dije al médico que buscara el número de tu novio en el listado telefónico. No hay muchas personas que se llamen Dante y vivan en la Avenida Seinchard.

—Chica lista —apunta Dante, guiñándole un ojo.

Le arrebato el bolso, colgándomelo al hombro.

—Dante no es mi novio —le explico, sintiéndome furiosa y sin razón alguna—, te vas a quedar un mes sin helado.

No, ¡Dos meses!

Rose pone cara de fastidio y camina hacia la salida. Dante me arrebata el bolso, y coloca un protector brazo alrededor de mis hombros. Me siento tan exhausta que no hago nada por impedírselo.

—No era necesario que vinieras, pero me alegro de que estés aquí. Gracias.

—No tienes que dármelas, Alison. Por poco me muero al recibir la llamada del hospital.

—Mentiroso —lo acuso, soltando una débil risilla al sentir el calor que emana de su cuerpo.

—Ojalá estuviera mintiendo. Eso significaría que no me importas.

La profundidad de su confesión me deja sin palabras.

¿Realmente le importo, o es una simple estratagema para tenerme en el bote?

—El médico dice que no puedes dormir durante toda la noche —me dice. Me acerca más hacia él, y vigila que Rose está unos metros más avanzada que nosotros—, una noche juntos sin dormir da para mucho, ¿no crees, pecosa?