XXIII: Tormenta de pasión
DANTE — Cuidar de la dulce Alison no era la noche que yo había imaginado hacía unas horas. Básicamente, se trataba de una mezcla de cerveza de importación, cigarrillos y cine clásico. No obstante, el cambio de planes tenía sus ventajas. Por ejemplo, observar como Alison se ponía cómoda liberando sus senos del opresor sostén y destacando los pezones sutilmente bajo una fina camisola de algodón.
¿Lo hace para provocarme, o es su estúpida ingenuidad la que resta importancia al hecho de mostrar sus erectos pezones bajo la ropa?
Trago con dificultad, y siento como toda mi sangre se condensa en el único músculo sobre el que no tengo posesión ninguna.
—¡Vete a dormir, Rose, no te lo voy a repetir dos veces! —le grita Alison.
Se lleva las manos a la cabeza, probablemente en un arranque de dolor ante su grito espontáneo e iracundo.
—No grites. Por tu bien, y por el de mis tímpanos —le pido, encantado de la vida al verla tan furiosa.
Oh, ella podría gritar una y mil veces. Me regocijo en sus mejillas coloreadas, y mi entrepierna late desbocada. No es posible... ¡Sólo son unas mejillas!.
La pequeña Rose se adentra en la habitación de Alison, haciendo oídos sordos a las órdenes de su madre adoptiva durante una semana.
Siempre he dicho que me gustan las mujeres firmes. Aquellas que se mantienen sólidas en su decisión, y que son capaces de decir que no sin despeinarse. Pero hay algo hermoso en Alison, que me hace preguntarme si yo no
he estado equivocado durante todo este tiempo. Su incapacidad para decir no me resulta cómica, y ella posee el encanto y la dulzura de quien realiza favores a los demás sin pedir nada a cambio.
Aunque cuando se trata de alejarse de mí, ella mantiene una actitud inquebrantable.
Son esas particularidades de su carácter las que me apasionan, y me reafirman en la convicción de que la dulce pecosa es una mujer difícil de convencer. Alguien dulce, pero con la suficiente mano dura para no dejarse amedrentar por un tipo como yo. Incorregible y descarada, espontánea, y con una ingenuidad que roza mi límite de credibilidad.
—Rose, sal de mi habitación —comenta agotada.
Se deja caer en el sofá, extenuada por el comportamiento de una niña de ocho años.
—Sé lo que estás pensando. Y sí, ella es tan mala como parece —me indica, llevándose las manos a las sienes y masajeándose ella misma.
Echo una mirada curiosa hacia la habitación de Alison, donde Rose parece estar curioseando entre sus cosas.
—No puede ser tan terrible. Sólo es una niña.
—Ella no es sólo una niña. Ella es: la niña. La única capaz de llevarte a urgencias en menos de dos horas.
Rose aparece en ese momento por la puerta. Lleva algo en la boca. Un instrumento plateado y alargado, que emite un constante zumbido.
—¿Qué llevas en la boca? —le pregunto.
Al escuchar mi pregunta, y percibir el zumbido, Alison pierde el color del rostro y se vuelve hacia Rose.
Oh... esto no podría ser más fabuloso.
—¡Rose, suelta eso ahora mismo! —le grita, levantándose de inmediato y corriendo tras la niña.
Me río en voz alta, con lágrimas en los ojos. Me duele el estómago, y debo hacer un gran esfuerzo para observar la escena y deleitarme en el rostro furioso de Alison.
—¡Es un cepillo de dientesss! —comenta la niña, con el aparato en la boca.
—Eso no es... ¡Oh, déjalo y devuélvemelo!
—Mamá dice que hay que cepillarse los dientes tres veces al día.
—No hay que utilizar el cepillo de dientes de otras personas. Dámelo —Alison extiende una mano hacia la niña.
—¡No!
Alison corre detrás de Rose como una posesa, mientras yo me río en voz alta, y observo la escena con perplejidad.
Nunca creí que viviría para encontrar a Alison corriendo detrás de la pequeña Rose, quien lleva el vibrador de Alison metido en la boca.
—Rose, ¿sabes dónde se mete ese aparato en realidad? —le pregunto a la niña, encantado de la vida al percibir el rostro de espanto de Alison.
—¡Ni lo sabe ni lo quiere saber!
Alison aprovecha el momento de despiste de Rose para arrancarle el aparato de la boca. La pequeña esboza una mueca de desdén.
—Eres una aburrida. Contigo no se puede hacer nada divertido —protesta la niña.
Alison le señala una puerta.
—Vete a tu cuarto.
Rose arrastra las zapatillas y se mete en su cuarto, cerrando de un portazo. De inmediato, Alison se pierde dentro de su habitación. Regresa a los pocos segundos, con las manos vacías y el rostro aún teñido de escarlata. Se sienta a mi lado.
—¿Qué? —me espeta, al percatarse de mi sonrisa.
Le voy a responder, pero ella no me deja continuar.
—Si vas a decir algo sobre lo que acaba de suceder, mejor que lo digas ahora y borres esa sonrisita de tu cara —al sentir mi silencio, Alison habla atropelladamente.
—¿Qué pasa, que las mujeres no tenemos derecho a darnos placer a nosotras mismas?
Se aparta el cabello que le cae sobre la frente de un resoplido.
—Pues...
Me vuelve a interrumpir, atacada de los nervios.
—¡Claro, los hombres sí podéis hacerlo! Para vosotros está bien. Pero si lo hace una mujer, resulta que es una descarada.
La miro impresionado.
—Alison, yo no he dicho tal cosa.
Me mira rabiosamente a los ojos. Parece avergonzada.
—Pero te has reído —protesta en voz baja, apenas imperceptible.
Aguanto la risa, y trato de ponerme serio.
—Cómo para no reírse. Ha sido surrealista.
Ella aprieta los labios en un mohín de disgusto. Yo no puedo contenerme, la provoco adrede con mis siguientes palabras:
—Pero no te hace falta uno de mentira. Aquí me tienes, y lo que tengo en los pantalones, es todo tuyo.
Ella abre la boca, perpleja e indignada. Sin contenerse, su curiosidad le hace rodar los ojos hacia mi entrepierna, donde la erección abulta bajo los pantalones. Alison da un respingo hacia atrás, como si no se creyera lo que acaba de ver. Mantiene la mirada fija sobre mi entrepierna, hasta que yo suelto una risilla.
—Tócala, no muerde.
Ella se aparta hacia atrás de inmediato.
—Ni en tus mejores sueños. Eres asqueroso.
—Vamos nena, sabes que eso no es cierto. Has estado más de un minuto mirando con la boca abierta. Si pides
guerra, yo estoy dispuesto a dártela.
Su puño cerrado me pilla de improviso. Esta vez, su movimiento iracundo me alcanza en la barbilla, a pesar de que me echo hacia atrás cuando lo veo venir.
—¡Ahí tienes tu guerra, degenerado!
Parpadeo incrédulo. Pero me recompongo rápido, y me tiro hacia ella, aprisionándole las muñecas por encima de la cabeza y colocando mis piernas sobre las suyas, inmovilizándola por completo sobre el sofá.
—¡Por Dios, nena, no sabía que te fuera el sexo duro! ¿Prefieres unos azotes o unas esposas para atarte sobre el cabecero?
Ella inclina la cabeza para golpearme, pero esta vez adivino sus intenciones, y me echo hacia atrás.
—No, nena. Así no funcionan las cosas. Te voy a enseñar.
Inclino mi cabeza sobre la suya y la beso furiosamente. Ella cierra la boca y protesta, y yo aprovecho ese momento para introducir mi lengua y besarla con mayor urgencia. Alison deja de replicar, y responde a mi beso de una manera que me hace perder el control y otorgárselo a ella. Asustado, me separo y la miro a los ojos.
—¿Qué pasa, te quedaste con ganas de más?
—¡Suéltame Dante o te juro que no respondo! Soy cinturón negro de kárate —me amenaza.
Estallo en una carcajada.
—Tal vez prefieres una mordaza. Tus deseos son órdenes para mí, preciosa. Pide por esa boquita.
Los colmillos de Alison me atrapan la mano, y suelto un grito que no la deja satisfecha, porque sus dientes se hunden más profundamente en mi carne. La envuelvo con mis piernas y nos hago rodar a ambos hacia el suelo,
donde caigo de espaldas, con Alison sobre mi cuerpo, rozando mi entrepierna y produciéndome una mezcla de
doloroso placer. Ella también parece notarlo, porque se está quieta y jadea entrecortadamente.
—Muy... bien —trato de calmarme y poner orden a mis propias palabras, pero no consigo obtener mi habitual
tono de voz. Sueno frágil—, no creo que sea apropiado que hagas esfuerzos. Te has dado un golpe en la cabeza.
—Has sido tú.
Ella arruga mi camisa con sus puños, y se inclina hacia mí. Sus glúteos presionan sobre mi entrepierna, y eso me ahoga un gemido.
—Deja de provocarme, demonio.
—El golpe te ha dejado tonta, ¿no te das cuenta de qué eres tú la que me provocas? Y si no dejas de frotarte como una gatita en celo sobre mi polla, te juro que uno de los dos va a lamentarlo. Bájate de encima de mí, o quédate para siempre.
Alison rueda hacia abajo y su tumba a mi lado. Los dedos de su mano me rozan, y siento su respiración entrecortada.
—No te comprendo, Dante. No pidas cosas que no puedes ofrecer.
—¿Te asusta lo que puedo ofrecerte?
Ella se vuelve hacia mí, acostada sobre su costado. Sus incisivos ojos almendrados acusan los míos.
—¿Te asusta a ti que un día pueda decirte que sí?
Soy incapaz de responderle.
Ella sonríe tristemente.
—No es necesario que respondas.
Alison se incorpora y se dirige hacia su habitación. Cuando pienso que ella va a cerrar de un portazo, regresa al salón con el iPod en las manos. Se sienta en el sofá, y antes de ponerse los cascos me echa una mirada.
—¿Vas a quedarte ahí tumbado?
Su pregunta suena como una réplica. Está enfadada.
No, claro que no.
Me incorporo, sintiéndome estúpido. Me siento a su lado, pero ella está absorta en la música que suena en el iPod.
Tiene el volumen lo suficiente alto como para percibir la melodía. Está escuchando una canción de los Rolling Stone.
Agobiado por su silencio, alcanzo el mando a distancia del televisor y me dedico a cambiar los canales, sin prestar atención alguna a la pantalla. Alison me resulta más interesante, y la cadena que lleva colgada al pecho capta mi atención. Siempre la lleva consigo. Tiro del cable de su auricular derecho, captando su atención. No presto atención a su mirada iracunda.
—¿Qué significado tiene esa cadena para ti?
Ella se lleva la mano inconscientemente al medallón, y esboza una sonrisa repleta de añoranza. Luego se le vuelve agria, y me echa una mirada curiosa.
—¿Qué significado tiene esa cadena para ti? —repite mi pregunta, y señala el colgante que llevo en el pecho.
Enarca una ceja con astucia, como si adivinara mi intención de esquivar el tema. Pero no lo hago. Por primera vez desde hace demasiado tiempo, siento fuerzas para abordar el pasado.
—Pertenecía a una persona de mi pasado. Alguien muy importante para mí.
—¿Lo sigue siendo?
—No de la misma forma. Me recuerda que no debo cometer los mismos errores.
—Quizá no te deja avanzar—comenta ella. No hay acritud en sus palabras.
—Puede ser —acepto a regañadientes.
Me guardo la cadena dentro de la camisa, ocultándola de su mirada curiosa.
—Es la virgen del Pilar. Pertenecía a mi abuelo. Era Guardia Civil, ya sabes —me explica, y de nuevo, esa sonrisa de añoranza regresa a sus labios—, mis abuelos murieron con pocos días de diferencia. No podían vivir el uno sin el otro. Se conocieron durante la guerra civil. Ambos eran unos adolescentes, y mi abuela era una joven republicana.
Mi abuelo se cambió de bando sólo para estar con ella. Pasó diez años en la cárcel, y cuando quedó en libertad, mi abuela lo estaba esperando con una hija de la mano. Su amor es la clase de historia que me inspira.
—Los cuentos de hadas no existen, lo sabes, ¿no?
Y sé de lo que hablo.
—No busco un cuento de hadas. Busco el amor. El hombre al que mirar a los ojos y con el que compartir el resto de mi vida —Alison me acaricia la palma de la mano, captando mi mirada—, no sé lo que te sucedió, Dante. Pero hablar de ello sería una forma de superar el pasado, ¿no crees?
Retiro mi mano de la suya, como si quemara.
—Encontrarás al hombre que te haga feliz. Te lo prometo.
—No es algo que se planee —se burla. Hay cierta tristeza en su tono de voz.
Quisiera acunarla entre mis brazos, y asegurarle que ella lo encontrará.
—Eres una mujer maravillosa. Si alguien no lo percibe, está loco.
Ella me lanza una mirada extraña que no logro descifrar.
—No me gusta que me adulen, demonio.
Vuelve a colocarse los cascos del iPod, pero la pantalla del televisor capta su atención. Se los quita, y esboza una sonrisa plena.
—Espero que te guste Woody Allen. A todo el mundo no le va, pero yo soy una fanática de sus películas —me dice, recostándose en el sofá, y preparada para visualizar Match Point.
—Me encanta Woody Allen —admito. Y el hecho de tener algo en común con Alison, por mínimo que sea, me
produce una sensación agradable y desconocida. La ansiada sensación de pertenecer a alguien, que se esfuma tan pronto como vuelvo a la realidad.
Debería estar pendiente de la película, pero todo lo que consigo es prestar atención a Alison, y observarla de reojo sin que ella se percate, demasiado abstraída por el cine de Woody Allen. Está relajada, y en su rostro se refleja la expresión que más me gusta en ella. Los labios entreabiertos, la cabeza ladeada hacia un lado, y esa sonrisa de evasión que tanto admiro. El tipo de sonrisa que sólo puede ofrecer una persona como Alison. Alguien honesta y dulce.
Una tormenta se aproxima en el cielo cubierto de espesas nubes grises. El primer rayo retumba sobre el tejado, y Alison se retuerce sobre el sofá. Roza mi mano de manera inconsciente, y se pega a mi cuerpo como si estuviera buscando un lugar seguro en el que cobijarse. Yo no soy ese lugar seguro. Ella debería saberlo. Aun así, le rodeo los hombros con mis brazos, buscando protegerla de la manera que ella tanto ansía.
Nuestros cuerpos se separan al percibir el crujido de la puerta que pertenece a la habitación de Rose. La niña aparece con su pijama de piruletas rosas, y una muñeca, decapitada, en la mano derecha. Qué niña tan rara.
—No puedo dormir. Me da miedo la tormenta —solloza Rose, frotándose los ojos.
Alison abre los brazos para recibirla, en un gesto de natural instinto materno.
—Ven aquí, Rose —la niña obedece sin oponer ninguna resistencia, y se tumba sobre el regazo de Alison, colocando los pies encima de mí. Siento una absurda envidia cuando Alison le acaricia el cabello con infinita ternura—. No pasa nada, cariño. En la casa estamos a salvo.
—Mamá dijo que Dios me castigaría si me portaba mal. ¿Me está castigando Dios por haberme portado mal? ¿Está escupiendo rayos de fuego para hacerme arder en el infierno?
—Qué cosas tienes, Rose —Alison pone los ojos en blanco—. Dios no castiga a los niños pequeños.
—¿Aunque sean malos?
—Aunque pinten a los animales de color rosa.
—Alison, pero yo quiero un hurón rosa —protesta la niña.
—Duérmete Rose —ante las protestas de la niña, Alison le acaricia el cabello—, sshhhh, duérmete. No voy a dejar que te pase nada malo.
A los pocos minutos, la apacible respiración de Rose indica que se ha quedado dormida. Alison se incorpora con ella en brazos para trasladarla a su cama, pero yo me ofrezco a llevarla.
—Puedo yo sola.
—No vamos a discutir. Déjame que la lleve, o la despertarás.
Alison refunfuña, pero accede a cargar a la pequeña Rose en mis brazos. Sus brazos parecen aliviados al soltar la carga, y aunque no me lo agradece debido a su tonto orgullo, yo me conformo con observar esa sonrisa de
satisfacción en sus labios, que sé que ella negaría si se lo advirtiera. Tras dejar a Rose en su cama, regreso al salón y me siento a su lado. Alison está acurrucada en el sofá.
—De pequeña me daban miedo las tormentas.
—No has cambiado mucho. Ah, no. Que eres cinturón negro de kárate. Disculpa —bromeo.
Ella me lanza una mirada ácida.
—Te aseguro que donde pongo el puño, pego el golpe. Soy capaz de hacerte mucho daño si me lo propongo —me
asegura con orgullo.
—Ya me lo has demostrado —me río.
Ella pone cara de fastidio.
—Si me pongo nerviosa, me comporto de manera irracional. El kárate requiere una gran concentración y dominio sobre ti mismo. Eso es todo.
Enarco una ceja, sorprendido por su indirecta confesión.
—¿Te pongo nerviosa?
—Ya sabes la respuesta. Es demasiado evidente. No voy a engrandecer tu orgullo masculino si es lo que deseas.
Me inclino hacia ella, y percibo su instantáneo nerviosismo.
—A veces un hombre necesita sentirse halagado.
Sus labios entreabiertos me resultan tentadores. Me doy cuenta de que ella observa los míos, y siento la punzada de la primitiva necesidad. Del hambre más carnal.
—Tú me pones nervioso, Alison. ¿Es evidente?
—No bromees —replica furiosa.
Le coloco un mechón de cabello detrás de la oreja. Ella cierra los ojos al percibir mi contacto. Percibo su olor a jazmín, pegado a las yemas de mis dedos. Será difícil borrarlo, incluso cuando Alison consiga una pareja y yo desaparezca de su vida.
—¿Vas a golpearme? —le pregunto.
Ella me mira sin comprender.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque voy a besarte.
Me inclino sobre ella y le rozo los labios. Al no advertir resistencia, le acuno el rostro entre las manos y la beso.
Necesito su respuesta. Por una vez, siento que esto no es un juego, y quiero que ella responda a mis besos. Lo hace, y cuando ya no puedo soportarlo más, me separo y mantengo mis labios rozando los suyos. Ambos jadeamos y
compartimos el mismo aire.
—Creo que es hora de que te marches. Ambos sabemos que lo que seguiría no serían unos simples besos, y uno de los dos se arrepentiría. Y no sería yo, Dante.
Su sinceridad me desarma. La aprieto entre mis brazos, incapaz de alejarme de ella. Necesito contarle la verdad. Y
no sólo por el dolor que percibo en sus ojos, sino porque yo mismo me estoy haciendo daño.
Recuerdo. Recuerdo muchas cosas. Alison me hace recordar, y ya va siendo hora de olvidar el pasado.