X: Cancerbero
PASAR el día con mi hermana no era la tarde perfecta que yo había imaginado, aunque siendo honestos, tampoco estamos pasándolo tan mal. La decoración por el próxima Mardi Gras viste Nueva Orleans de los colores más
vívidos, se nota el ambiente festivo en cada sonrisa de la ciudadanía, hace un tiempo espléndido, y mis nuevas zapatillas son tan cómodas que podría recorrer toda la calle durante horas sin inmutarme.
—¡Cuuuuuuuuuuuchi! ¡Acabo de fundir mi tarjeta de crédito y necesito estos zapatos! —berrea Stella.
Olvida lo que he dicho. Quiero volver a casa, quitarme los zapatos y beber una cerveza bien fría.
Mi hermana está dando saltitos frente al escaparate de la tienda de Prada, donde unas sandalias de tacón color índigo con incrustaciones Swarosky harían llorar a Cenicienta.
—Necesitar es un término muy alarmante. Di más bien que te has encaprichado.
Stella pone cara de sopor.
—Cuchi, tú no lo entiendes —echa un rápido vistazo a mis zapatillas y muestra una mueca de disgusto—. ¡Es amor a primera vista! Estas cosas pasan pocas veces en la vida.
—Como con el vestido rojo de Dolce & Gabanna, las sandalias fluorescentes, el brazalete de oro blanco y la camisa veraniega que acabas de comprar —bromeo—. ¡Me encantaría tener esa capacidad de enamoramiento! Anda, vámonos.
La arrastro conmigo, ante los berreos de Stella por detenerme.
—Cuchi puchi... —me mira con cara de angelito. Justo la expresión de hermana pequeña por la que, cuando éramos unas niñas, conseguía que me cargara con toda la responsabilidad de sus trastadas—. ¿Tú no tendrías dinero para prestarme?
—Ni hablar. Soy una modesta veterinaria. No tengo ni para pipas.
Mi hermana emite un puchero, pero se controla y me observa con cara de pena.
—¿Esa es la razón por la que vistes como un marimacho? Puedo donarte toda la ropa que ya no utilizo.
—Oh... gracias por tu solidaridad. Regalarme la ropa que ya no quieres demuestra tu buen hacer para con tu hermana —ironizo.
Stella se coloca ambas manos en las caderas y alza la barbilla.
—Ya empiezas a burlarte de mí. Para que lo sepas, trabajo de voluntaria en una asociación de ayuda a los animales abandonados. Todos los sábados —puntualiza, muy orgullosa de sí misma.
—Mientras tu novio, Jesulín de Ubrique está jugando a matar toros. Es realmente cínico por tu parte.
—¡Cuchi, no quiero que hables así de mi futuro marido!
Pongo las manos en alto, evitando la confrontación. Mi hermana y yo somos personas muy distintas. Con formas opuestas de ver la vida.
—Tienes razón. Perdona nana, ¿qué tal si vamos a tomar un helado y hacemos las paces?
—¡Sin azúcar!
Pongo los ojos en blanco.
—Sin azúcar.
Estamos caminando por Canal Street, cuando Stella se detiene ipso facto frente a otro escaparate. Estoy a punto de agarrarla para evitar otro de sus enamoramientos textiles a primera vista, pero entonces, ella me señala a mí y luego al vestido, con tal cara de ensoñación que no me atrevo a tocarla.
—Este vestido es justo lo que necesitas. Serías una princesa recién salida de un cuento de hadas.
Automáticamente giro mis ojos hacia el vestido, y por primera vez en mucho tiempo, tengo que darle la razón a Stella. Un sencillo vestido de corte imperio, con tela de gasa y pintado en un color melocotón que le iría a la perfección a mi tono de piel.
—Es... —no acierto a decir.
—Sencillo y elegante. Perfecto para ti.
Stella me coge de las manos, como si fuésemos verdaderas cómplices, me guiña un ojo y me arrastra hacia la tienda de ropa. De reojo, echo un vistazo a la etiqueta del vestido, y cuando reparo en las tres cifras del precio, me detengo como si me hubieran pegado las suelas de los zapatos a la acera.
—No es tan bonito... —miento.
—¿Bromeas? ¡Es espectacular! Quedaría a la perfección con unas sandalias de tacón plateadas. Casi puedo imaginarte, con el cabello recogido y caminando como una verdadera princesa.
—Tú serás la verdadera princesa el día de tu boda.
La abrazo, y oculto mi malestar en su cabello. Stella suelta un risita, y me llena de besos.
—¿Estás segura de que no quieres probártelo?
—Segurísima —vuelvo a mentir.
Stella no vuelve a insistir, y caminamos hacia una heladería cercana donde hay un remolino de personas gritando.
Sin pensarlo, corro hacia el centro del barullo, y aparto a varias personas que tapan mi campo de visión. Me encuentro con una niña pequeña a punto de ser atacada por un perro, y haciendo caso omiso a los gritos de mi hermana, me interpongo entre la niña y el perro, un baboso can que parece haber sido poseído por el espíritu de la niña del exorcista. Cuando lo veo sacar los dientes y gruñir, comienzo a hiperventilar, pero sólo puedo pensar en la pequeña que hay detrás de mí, por lo que abro los brazos y coloco mi cuerpo como escudo.
No hay perros malos... sólo dueños malos.
—¡Stop, stop! —le grito firmemente al perro.
La niña que hay tras de mí comienza a reírse, y todo lo que hay a mi alrededor se desvanece. Los gritos de las personas se silencian. El sonido de la música callejera se detiene. El paisaje se vuelve borroso, formando una nube negra que me traga y me aleja de la realidad.
¿Qué demonios está...?
Oh, oh.
Me giro despacio, hasta encontrarme con la niña endemoniada que quemó mi precioso trasero. Ella me saluda con su manita, y esboza una sonrisa siniestra.
—Te advertí que dejaras a Dante.
—Esto no es real. Esto no es real —voy a agarrar mi cadenita, y me sorprendo al hallar mi garganta desnuda. Ha desaparecido—. ¡Va de retro Satanás! —le grito, haciendo una cruz con los dedos.
La niña pone los ojos en blanco.
—Tú lo has querido.
El perro salta sobre mí, y yo caigo al suelo, tapándome el rostro con las manos en un vano intento por protegerme.
Pataleo, lloriqueo, grito y pido ayuda. La nube negra se va dispersando, apareciendo ante mí un cúmulo de caras que me observan sorprendidos, me señalan con el dedo y cuchichean que estoy loca.
Mi hermana, arrodillada ante mí, me sacude para que me levante.
—¡Cuchi! Pero ¿qué haces? ¡Levántate del suelo! ¡Nos está mirando todo el mundo! —me grita al oído.
—Pero el perro... me iba a morder —le digo, buscando la comprensión en su rostro.
Stella me observa asustada.
—¿Qué perro? ¿Qué dices? Has empezado a hablar sola, y luego te has tirado al suelo. Te ha dado un ataquito.
Vamos al médico.
Me llevo la mano al pecho, y encuentro mi cadenita. Me vuelvo lívida.
—Estoy bien...
—Tú sufres de los nervios. Tenemos que ir a que te miren la cabeza.
—¡Ha sido una broma! —le suelto—. Es que... estoy estudiando arte dramático. Quería demostrarte lo bien que lo hago.
—Arte dramático —repite mi hermana estupefacta— desde luego, si quieres ser la reina del drama, lo has conseguido.
Tira de mí para levantarme. Al apoyar el pie sobre el suelo, suelto un grito y me apoyo sobre mi hermana.
—Mi tobillo... me duele muchísimo.
—¡Mira por donde te ha salido el arte dramático!
—¡No me grites! —le grito yo.
A lo lejos, diviso a mi madre y a Dante, corriendo hacia nosotros. Bueno, es mi madre la que corre, porque Dante camina sin prisa, como si no le importase lo que me pasara.
—¡Cielito! ¿Qué te ha pasado?
—Está estudiando arte dramático —le dice mi hermana, evidentemente mosqueada.
—Entonces levántate del suelo, ¡Mentirosa! —me pide mi madre.
—No puedo. Me duele muchísimo —me quejo, con lágrimas en los ojos.
En el momento en el que suelto la frase, Dante llega hacia donde estoy, se agacha y me recoge del suelo, llevándome en brazos. Mi nariz roza su cuello, y huelo su poderoso aroma, como si estuviera recién salido de la ducha. Eso me atonta durante unos segundos, hasta que reparo en que todo esto es culpa suya.
—Todo esto es culpa...
—Cállate—me suelta. El brillo plateado de sus ojos encuentra mi mirada. Parece enfadado—. ¿Puedes caminar?
—¡No y me duelo mucho! —lloriqueo, sin poder remediarlo.
Desde que tengo uso de razón, siempre he tenido cero tolerancia al dolor. En cuanto me hago un rasguño, empiezo a llorar. Y no estoy orgullosa de llorar delante de Dante, por lo que escondo mi cabeza en su hombro y me sorbo las lágrimas.
—Idiota —le suelto, y me siento un poquito mejor.
—No te lo tendré en cuenta porque estás dolorida —susurra a mi oído, con voz grave.
—¡Cielito, esa boca! —me censura mi madre.
—No se preocupe. Ya estoy acostumbrado. La llevaré al médico. No creo que sea nada grave.
—¡Yo no voy! Cuchi me ha dado un susto de muerte. Mamá, tienes una hija tarada —comienza mi hermana.
—Stella, no hables así de tu hermana.
—¡Es la verdad!
Dante comienza a caminar, alejándose de ellas y dejándolas discutir. Camina conmigo a cuestas, como si no le supusiera ningún esfuerzo. He de admitirlo, descansar sobre el pecho duro de Dante me causa una sensación tan placentera que el dolor de mi tobillo se va desvaneciendo, hasta que él me sienta en el asiento del copiloto y se pone al volante.
—¿Cuál es tu hospital? —me pregunta.
Me pongo colorada.
—Te vas a reír. Mi seguro médico caducó hace un mes, y se me ha olvidado renovarlo.
Dante no se ríe.
Lo que quiero decir es que mi sueldo miserable no me ha permitido renovarlo, pero eso no lo diría en voz alta.
—Sólo tienes un esguince. Voy a llevarte a casa y te vendaré el tobillo.
—Pero si lo tengo roto...
—Si lo tuvieses roto, estarías tirada en la calle sin poder moverte.
Pone el coche en marcha, y conduce hasta su casa. Vuelve a tomarme en brazos, y me deja reposar sobre su pecho dura. Oh... esto es la gloria. Gloria efímera, porque apenas tarda unos segundos en llegar al apartamento y dejarme sobre el sofá del salón. Acto seguido, desaparece en la cocina y regresa con un paquete de vendas.
—¿Por qué estás enfadado?
—No estoy enfadado.
Abre el paquete con la boca y tira el envase al suelo.
—Sólo porque seas una inconsciente no tengo por qué estar enfadado contigo. Son cosas de tu carácter. Qué le vamos a hacer.
Tira de mi pantorrilla y la tumba sobre su rodilla. El gesto espontáneo me resulta lo más erótico que me ha pasado en mucho tiempo. Entonces, él me sube el pantalón y me roza el muslo con los dedos.
Oh... Dios.
No debería estar disfrutando de esto cuando me duele mucho. Muchísimo.
—No soy ninguna inconsciente. Sólo fui a comprar ropa con mi hermana, y la niña demonio se apareció ante mí.
¿O debería llamarla Deborah?
Gimo cuando él desliza los dedos por mi tobillo y comienza a vendarme.
—Auch...
—¿Por qué te llama Cuchi?
Sé que lo pregunta para distraerme, lo cual es un punto a su favor.
—Es una bobada de cuando éramos niñas. Yo tenía un hámster. Se llamaba...
Cierro los ojos al notar la presión de la venda.
—¿Se llamaba...? —se interesa.
Me gustaría que él lo preguntara porque está verdaderamente interesado en mí. Aun así, su interés en distraerme es todo un halago, por lo que respondo.
—Se llamaba Cuchipú. Era un roedor de lo más inteligente. Estuvo cinco años conmigo pero un día... —los ojos se me llenan de lágrimas— desapareció. Estoy segura de que Peggy le abrió la puerta de la jaula porque la mordió cuando ella intentó cogerlo. Pasé un mes llorando la pérdida de Cuchipú. No te rías.
Él no se ríe en absoluto. Sólo me observa, muy serio.
—¿Te duele? —se interesa, una vez que ha terminado de vendarme.
—Un poco.
Vuelvo la cabeza para evitar que él descubra mis lágrimas, pues detesto llorar en público y mostrar debilidad. Pero al acordarme de mi peludo amigo Cuchipú, los ojos se me llenan de lágrimas y comienzo a hipar.
—¿Estás llorando? —pregunta suavemente.
—¡No! —lloriqueo.
—¿Es por tu hámster, o porque te duele el tobillo?
Me sorbo las lágrimas.
—Es que me da mucha pena... —lloriqueo, sin saber muy bien el porqué—, era tan bueno...
Dante gira mi cara, y me observa con perplejidad. Me da un beso en la frente, como si fuera una niña pequeña necesitada de mimos, e irracionalmente, ese gesto me calma.
—¿Mejor?
Asiento tímidamente.
Él me coge el rostro con las manos, roza mis labios y me da un suave beso. La corriente eléctrica me sacude todo el cuerpo, y suspiro sobre sus labios. Él se separa de mí.
—Para que te cures antes —me dice, con una sonrisa.
Se levanta, y coloca mi pie sobre un cojín. Se marcha a la cocina, dejándome tan atontada que sólo puedo pensar;
¿Ha sido real?
Sin que él me vea, me paso la yema de los dedos por los labios, y se me dibuja una sonrisa bobalicona en el rostro.
Dante regresa, con un vaso de agua y una pastilla.
—Un calmante para el dolor. Estás así porque te duele. A mí no me engañas.
Sin pensármelo, me tomo la pastilla y bebo un poco de agua.
—Te entrará sueño.
Doy un respingo. No quiero que el engendro de satán acuda a mis pesadillas.
—No te preocupes. Yo vigilaré tus sueños. Duerme, pecosa.
Sin saber por qué, me quedo plácidamente dormida con la seguridad de que nada malo puedo sucederme. Allí está Dante, para cuidarme.