VI: El rosa es un color de chicas.
ALISON — A las seis y media de la mañana, me levanto para despertar a Dante, pues una de las reglas inquebrantables de la convivencia es la de no traer hombres a casa. Comparto apartamento con una homosexual amante de los
roedores y que declara abiertamente odiar todo lo que tiene “tres piernas”, una madre que pelea judicialmente porque su ex pareja le pase la pensión de alimentos para su hija, y una niña demasiado pequeña para ver hombres en calzoncillos. Luego estoy yo, una veterinaria con una nula vida sentimental.
El salón está vacío, y el cojín que tiré la otra noche a Dante descansa sobre el sofá solitario. Extrañada de que él haya madrugado tanto, preparo café y tostadas, mientras siento un deje de decepción por no haberlo pillado dormido.
¿Será de los que usan bóxers ajustados y nada más para dormir, y se levanta con el cabello despeinado y una sonrisa de bribón?
Habría sido estupendo verlo descamisado, y calmar mi curiosidad sobre su sexy tableta de chocolate. Seguro que la tiene. O quizá todo haya sido un sueño, y lo del otro día no sucedió. Al sentarme sobre el taburete, doy un respingo y me quedo de pie. Fue real. Las manos de Dante amasando mi trasero es algo difícil de olvidar.
¡Cómo toca! Con aquella firmeza descarada, y ese punto dulce de no querer hacerme daño. Sus manos me sumieron en la gloria, y durante aquel instante, sólo podía rezar para que él no se detuviera.
Unto la tostada con mermelada, y me percato de que la puerta de Rose está abierta. Acto seguido, mis ojos rotan hacia la jaula de Agatha, donde pillo infraganti a la mocosa, justo donde esperaba encontrarla.
—¡Rose, suelta ese bote de pintura! —le grito, con un trozo de tostada en la boca.
La niña esconde el bote de pintura tras la espalda, y me echa una mirada angelical que casi parece una de las mías.
No cuela, Rose. Es la cuarta vez en esta semana que la pillo intentando pintar de rosa a Agatha. Si April se entera, y no tiene en alta estima a la pequeña, la convivencia se volverá insoportable.
—Mamá dice que es de mala educación hablar con la boca llena —señala.
Camino hacia ella y le quito el bote de pintura.
—¿Y qué dice sobre pintar animales ajenos?
—¡Quiero un hámster rosa! —lloriquea.
—Es una rata —espeta April, recién levantada.
Se masca la tragedia.
April, mi compañera de piso, es una buena chica. A pesar de su constante malhumor y su aspecto sombrío, con el cabello de un tono oscuro y la piel pálida. Viste de negro y morado, y lleva varios piercings adornándole toda la cara.
Pese a su tétrico aspecto, y su negación a dar los buenos días, juro que se esconde una buena chica bajo el aspecto de Morticia Adams.
—Si te acercas a Agatha, te morderá y te arrancará un dedo. No podrás volver a escribir, y suspenderás todos los exámenes. Repetirás curso, y todos los niños se reirán de ti, mientras tú lloriqueas porque tus piernas ya no caben en el pupitre —April le habla con voz tétrica y grave.
Rose abre la boca, indignada, y justo cuando está a punto de replicar, como la mocosa parlanchina que es, los ojos se le llenan de lágrimas y comienza a chillar.
—¡Mamaaaaaaaaaaaaaaaa! —berrea, corriendo hacia la habitación de Rosemary.
April se tapa los oídos, y esboza una mueca de dolor.
—Nada mejor que los gritos de una mocosa para despertarse —gruñe.
—Es sólo una niña —trato de poner paz.
April ni siquiera me escucha, sale por la puerta, dando un sonoro portazo.
—¡Buenos días! —le grito a la puerta cerrada.
Termino de beberme el café, que como cada mañana, se ha enfriado a causa de mi tarea como mediadora en la
convivencia. Todos discuten, y yo trato de poner un poco de paz, mientras busco un apartamento para mí sola, haciendo malabarismos con mi cartera.
—¿Se ha ido ya Ratatouille? —pregunta Rosemary, con su hija colgada del dobladillo del camisón.
—Sí, y no la llames así —le pido, echándole una mirada censurada a Rose, quien sonríe con malicia. Sus lágrimas se han extinguido por arte de magia.
—Ese bicho se escapará algún día —se lamenta, abanicándose con la mano.
—No seas exagerada. Agatha es muy obediente. A no ser que alguien le abra la jaula, estoy segura que se quedará dentro.
—Ojalá tengas razón. No estoy para recibir más disgustos.
—¿Qué tal van las cosas?
—Ha vuelto a desaparecer. Paga dos plazos, y cree que las cosas ya están solucionadas, ¡Hombres! —muerde un trozo de manzana con cara de asco.
—Otra vez a dieta —adivino.
—Nunca conseguiré quitarme los kilos que cogí al quedarme embarazada —se lamenta—. ¿Tú cómo lo haces para
mantener ese cuerpo?
Me miro a mí misma, con total indiferencia.
—Golpear el saco del sótano. Y pensar en mi prima Peggy —bromeo.
Como cada mañana, saco a Jaime a dar un paseo, y el perro, el único macho que parece obedecerme, hace sus
necesidades en pocos minutos. Jaime recibe su nombre de un compañero de instituto del que estaba colada cuando tenía trece años. Prima Peggy estaba obsesionada en arrebatármelo desde que vio su nombre rodeado por un
corazón en uno de mis cuadernos. Desde entonces, se había fraguado una guerra entre nosotras.
Al final, conseguí besar a Jaime antes de que se fuera de la ciudad. Prima Peggy jamás me lo perdonó, y en las vacaciones de verano, me robó la parte superior del bikini cuando yo hacía topless en una cala desierta. Jamás pasé tanta vergüenza como aquel día en el que tuve que regresar a la casa de verano tapándome los pechos y con la risa maliciosa de prima Peggy como banda sonora. Para devolvérsela, le rellené el champú de azafrán, y Peggy pasó varios días con el pelo tintado de color naranja. Aquello fue sensacional, y para no olvidarlo, prometí que mi próximo perro se llamaría Jaime, en honor a aquella absurda rivalidad infantil que mi prima y yo manteníamos.
Después de una intensa jornada laboral, me dirijo a almorzar con mi padre, pues he quedado con él para tomar algo.
Inconscientemente, tomo el camino más largo, deseando encontrarme con Dante, a quien no veo desde la noche
pasada.
¿Y si ha decidido buscarse a otra?
Ridícula, soy ridícula.
—¡Papá! —lo saludo, al llegar al restaurante en el que hemos quedado.
Jack, mi padre, es un nativo americano. Apuesto a sus cincuenta y pocos años, no me extraña que Bárbara se fijara en él, a pesar de que ahora estén separados y no se soporten. Siempre he pensado que entre elles existe un amor de esos que matan, como dice la canción de Sabina: “porque el amor, cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren”.
La inesperada ruptura, cuando yo tenía quince años y mi hermana once, nos pilló a todos desprevenidos. A pesar de que siempre he intentado sonsacarles la verdadera razón, ellos nunca me han dado la respuesta.
—Hola Ali, ¿qué tal está tu madre?
—¿Aún no la has visto?
—Me niego. El otro día almorcé con tu hermana, pero cuando me pidió que la acompañara al hotel para recoger a tu madre, me negué en redondo. Me llamó idiota, ¡A mí!
—Siempre dice cosas que no siente —lo calmo.
Nos sentamos a la mesa y pedimos dos cervezas, pollo frito y una ensalada. Papá y yo charlamos de cosas triviales, hasta que tocamos el tema de la boda de mi hermana.
—Se va a casar con ese tal...
—Baldomero.
—Ese, ¿te lo puedes creer? Esa copia de Curro Jiménez me va a arrebatar a mi princesita.
—Papá, no digas tonterías. Ya sabes cómo es Stella, siempre dispuesta a ser el centro de atención. Estoy segura de que quiere casarse sólo para vestirse de blanco —bromeo.
—¿Y tú, cariño? ¿Ya has encontrado al hombre de tu vida?
Me río débilmente.
—Pareces cambiada.
—En absoluto.
Mi padre se encoge de hombros.
—Pues yo si tengo algo que contarte.
Enarco las dos cejas al unísono, expectante.
—Estoy saliendo con alguien.
—Eso sí que no me lo esperaba —le digo asombrada, porque desde que mamá y él rompieron, nunca ha vuelto a
tener pareja seria.
—Se llama Daisy, y es estudiante de intercambio de empresariales.
Daisy, qué nombre tan ridículo.
¿Quién, en todo el uso del raciocinio humano, llamaría a su hija por el nombre de un dibujo animado?
—Un momento —pongo las manos en alto—, ¿cómo que es estudiante? ¿Qué edad tiene?
—22 años.
—¡Papá, este no es el momento para jugar con Dora la exploradora! —me altero.
—Ali, creía que tú eras más abierta de mente.
Me masajeo las sienes, estupefacta ante la seriedad que denota el semblante de mi padre. Él definitivamente no puede estar hablando en serio.
—Podría ser tu hija —le recuerdo.
Ugh, yo soy cinco años mayor que Daisy, lo cual es deprimente.
Me paso la mano por la frente, que comienza a sudarme.
—Daisy quiere conoceros, así que hemos pensado que podríamos cenar este domingo. Nosotros, tu hermana y tú,
¿qué te parece?
—Ridículo.
—Me haría mucha ilusión que la conocieras —señala mi padre, esta vez, más serio.
—Tendrás que llevarnos a Disneyworld.
A la salida del restaurante, y tras la inesperada revelación de mi padre, sólo puedo pensar en cómo voy a contarle a Bárbara que Jack está saliendo con una chica que es la mitad de joven que ella. Si ya se toma mal cumplir años, la relación de papá con Britney Spears le sentará como un ataque menopáusico.
—¿Qué tal la cena con papuchi?
La voz de Dante me recorre la parte baja de la espalda. Como una caricia. Está tan sexy como ayer, sólo que ahora, a la luz del día, los ojos le brillan con ese toque de motitas plateadas que le otorga un punto misterioso. Viste con una sencilla camiseta lisa, unos vaqueros que se ciñen a sus piernas y unas deportivas. Lleva una cadena colgada al cuello en la que no me había fijado antes. Un estilo casual, que se desmarca de esa elegancia innata y arrolladora que él desprende. Pura lujuria contenida en más de metro ochenta de piel dorada, cabello despeinado, tatuajes y sonrisa perfecta.
—He encontrado un precioso apartamento en la Avenida Seinchard.
La avenida Seinchard es la zona más exclusiva y lujosa de Nueva Orleans. La envidia tintinea en mi interior, devastada por mi sueldo miserable que me obliga a compartir casa con Ratatouille y la semilla del diablo.
—¿A qué te dedicas?
—Soy un demonio. El dinero no es un problema para mí —lo dice sin ninguna arrogancia. Más bien como un
hecho.
—Ah... —trato de no sonar forzada, pero “ser un demonio” es un punto sobre el que tengo que seguir trabajando—.
¿Y entonces, por qué cambiar de vida?
—Necesitaba nuevos aires.
Me echa una mirada cargada de intenciones que me hace contener la respiración.
—Tienes cara de haberme echado de menos —me dice con voz ronca.
Ya empezamos.
—Y tú tienes cara de haber estado toda la noche soñando conmigo —lo provoco.
Doy un paso hacia él y alzo la barbilla, para encararlo. Entonces me dice:
—Cierto. Toda la noche soñando contigo. Te follaba de mil maneras distintas, y tú me rogabas que no me detuviera.
La boca se me seca, y el pulso me late frenético. Dante alcanza un mechón de mi cabello, y lo coloca detrás de mi oreja.
—Justo tenías esa misma cara —señala, con una sonrisa pícara.
Le doy un manotazo y me alejo de él, justo en el momento en el que escucho un grito:
—¡Cuuuuuuuuuuuuuuchi!
o
Dante — Mary Kate y Ashley Olsen se acercan a nosotros, cargadas de bolsas y subidas a unas horrendas plataformas de tacón. Rebozadas en pintura naranja, y con mechas californianas a juego, me siento como si Dios hubiera enviado el Apocalipsis en versión compradora compulsiva adicta a los rayos uva.
—¡Cariñito! —exclama la más mayor, besuqueando a Alison y dejándole la marca de la barra labial en las mejillas.
—Cuchi, pensé que no tenías tiempo para nosotras. Dijiste que estabas trabajando —le espeta la menor.
—Realmente lo hacía hasta hace unas horas. Permíteme un descanso.
La más joven se quita las gafas, y me echa una mirada descarada de arriba abajo, analizando toda mi anatomía. Le ofrezco la mano, y ella la estrecha. Acto seguido me planta dos besos.
—Stella, la hermana de Alison.
—Dante. Y usted debe de ser su hermana.
—Bárbara, su madre —me interrumpe ella, encantada de la vida.
—No lo aparenta, Bárbara. Está estupenda —le digo justo lo que quiere oír, y ella me ofrece una sonrisa devoradora.
Madre e hija echan sendas miradas recriminatorias a Alison, buscando una respuesta. Ella no parece tener ansiedad por ofrecerla, por lo que yo, intrigado por el par de rubias, me presento.
—Es un placer conoceros. Soy el coach sentimental de Alison.
Alison abre la boca, y me observa incrédula.
—Guau, te tomaste esto enserio —aplaude su hermana.
—Él no es...
—Alison me contó la ferviente necesidad que siente por encontrar la pareja que calme su... miedo al compromiso.
No tienen de qué preocuparse. Ella está en buenas manos. No es como si fuera un caso perdido.
—Debes hacer algo con su pelo —comenta Bárbara.
—Y con su manicura.
—No habléis como si no estuviera aquí —gruñe Alison.
Me coge del hombro y clava sus uñas sobre mi carne. Tironea de mí, y me aparta de su familia.
—Fue encantador verlas, pero tenemos demasiado trabajo por hacer. Nos vemos mañana, tal y como os prometí.
¡Disfrutad de la ciudad!
Nos aleja de su madre y hermana, y camina tirando de mí, hasta que estamos lo suficiente lejos como para no ser escuchados.
—¡No tenías que hacer eso!
—Sólo me presenté.
Ella suspira, y se masajea las sienes.
—Ahora no nos dejarán en paz. No sabes lo que has hecho.
—No pueden ser tan malas.
—Satán no es nada comparado con ellas —gime.
Se besa la cadenita que lleva sobre el pecho, arrepentida de haber hecho tal comparación. La observo intrigado por su irreverente personalidad: irónica, a veces tímida, descabellada y supersticiosa. Una idea malévola cruza mi mente.
—¿Lista para la acción?
—No, si es el tipo de acción a la que tú te refieres —sentencia agotada.
Le pellizco la nariz, encontrando varias pecas bajo mi tacto.
—Puedo proporcionártela, no obstante. Tus deseos son órdenes para mí.
Desciendo mis dedos, y le acaricio la base de la garganta. El pulso le late frenético, a pesar de su férrea decisión de mantenerse neutral a mis comentarios.
Repentinamente, su expresión cambia. Sus labios se curvan en una prometedora sonrisa.
—Bien —ella asiente, humedeciéndose los labios.
Aquello envía una descarga a mi entrepierna.
—Vete al infierno. Eso cuenta como deseo.
—Mujer, ¿tan pronto? Acabo de llegar.
Me río, sin dejar de acariciarle la garganta. Es suave como la seda, y palpita bajo mis dedos. Treinta días de abstinencia no me impiden jugar.
—Puedo conseguirte una cita en menos de cinco minutos.
Los ojos le brillan con recelo.
—A no ser que prefieras quedarte conmigo.
—Una cita —sentencia, y me aparta la mano de un guantazo.
Me meto las manos en los bolsillos, dispuesto a darle a la pequeña Alison parte de su medicina. Tendrá su cita.
Cinco minutos más tarde, regreso con un flacucho de pelo rojizo y aspecto agradable. Alison está esperando en una terraza cercana, con una cerveza sobre la mesa y la expresión de que no espera la cita que le tengo preparada.
Le doy un empujoncito al pelirrojo.
—Toda tuya —lo animo.
Realmente no quise decir eso. Alison no es para nada suya, no cuando yo no he terminado con ella, pero pienso reírme un rato.
—¿Es... esa? —titubea.
—Ajá, ¿a qué estás esperando?
—¿Ella es tan fogosa como me prometiste?
—Como un yegua desbocada deseando ser montada.
La cara del pelirrojo se ilumina.