V: Quemadura de primer grado.
DANTE — La vista del Redondo, firme y respingón culo de Alison me pone la verga como una vara de hierro.
Impresionado por lo que aquella pecosa de ojos color miel y cabello avellana me afecta la entrepierna, me dispongo a ojear el apartamento de Alison, una casita de una única planta, con cocina americana y un estilo de decoración un tanto caótico.
—¿Vives sola?
—No, y no hagas ruido. Mis compañeras de piso están dormidas.
Ahora lo entiendo todo.
Alison entra en la que debe de ser su habitación, y me deja cotillear a mis anchas, por lo que el alivio de mi pene es creciente al no tenerla a la vista. Treinta días de abstinencia. Treinta putos días, cuando lo único que deseo es tener a Alison cerca, arrancarle la cadena que lleva colgada sobre el pecho y follarla violentamente sobre la encimera de la cocina.
Ver para creer.
Para distraerme, cotilleo el mobiliario. Una jaula blanca descansa frente a una mesita colocada junto al balcón, y un chucho le saca los dientes, buscando la manera de alcanzar su objetivo. Al acercarme para echar un vistazo dentro de la jaula, doy un salto hacia atrás.
¡Una rata!
—¡Jaime! —grita Alison.
Se ha cambiado de ropa, y lleva una simple camiseta que le llega a mitad de los muslos. El dolorido trasero no le va a permitir llevar ropa ajustada durante un tiempo.
Miro a uno y otro lado de la casa, buscando al tal Jaime. Al no encontrarlo, observo al perro, quien se sienta obediente sobre sus cuartos traseros.
—¿El perro se llama Jaime?
—Sí —responde con total naturalidad. Se agacha para recoger a Jaime, y lo sienta en el sofá. Lo señala con un dedo, y se coloca la mano libre en la cintura—, te tengo dicho que no asustes a Agatha.
Le echo una mirada de asco a la rata.
—Tienes una rata como mascota.
—Jaime es mi perro. Agatha es la mascota de April, mi compañera de piso.
—Una rata no es una mascota. Transmiten enfermedades, muerden... —voy enumerando.
Ella pone los ojos en blanco.
—Las ratas son excelentes animales de compañía. Transmiten enfermedades como cualquier otro animal, pero si están bien cuidadas, no existe ningún riesgo. Evidentemente, Agatha no vive en ninguna alcantarilla, ni entre los desperdicios de la basura. Además, son animales extremadamente inteligentes, y aprenden muy rápido, y también son muy cariñosos y sociables.
—Me rindo —pongo las manos en alto.
—Soy veterinaria, no lo olvides —me echa una mirada por encima del hombro, cuando se vuelve para dirigirse a la cocina—, podría vacunarte, si quieres.
—¿Quién más vive aquí?
—Rosemary y Rose Junior.
—Tu trabajo en la clínica veterinaria de ese viejo no da para mucho, ¿eh?
—Para que te enteres, vivir en Nueva Orleans es caro. La mayoría de edificios son casas. Por supuesto, si vives en el infierno las cosas son más fáciles, ¿no? —se burla.
Va a sentarse en un taburete, pero se levanta en cuanto el trasero roza el asiento, y suelta un gritito de dolor.
Escribo algo en la libreta.
—¿Qué... por todos los dioses... escribes en la puñetera libreta? —me increpa.
—No te importa.
—Déjame ver.
Da un paso hacia mí y reclama su libreta, de la cual me he apoderado. Pongo el brazo en alto, y me divierto al verla dar saltitos para alcanzarla. Furiosa, se lanza hacia mí, y la esquivo. Se tropieza con el taburete de la cocina, y se cae de culo sobre el suelo.
—¡Ay, ay, ay! —se queja, lloriqueando.
La voy a levantar, cuando ella comienza a gritar.
—¡No te me acerques, demonio!
—¡Mujer!
Sin atender a sus gritos de histérica, la cargo en brazos y la llevo hacia su habitación. El cabello de Alison me roza la mejilla, y aspiro el suave olor a jazmín que desprende. Mi entrepierna se pone dura, y aprieto los dientes. Esto va a ser complicado.
La tumbo en la cama, y ella se sienta sobre sus rodillas, con las mejillas encendidas, los labios entreabiertos y callada, lo cual es un milagro. Me mira, con esos ojillos de corderito que me hacen tanta gracia, y bajo los que se esconde la tirana del fijador de pelo.
—Ahora llega la parte en la que te tiras a mis brazos y yo te follo salvajemente —le digo, mi voz suena distinta.
Observo cómo le tiemblan los labios, antes de decir:
—Vete.
—Lo estás deseando —la provoco.
—Tú más.
—Cierto.
Apoyo las rodillas sobre la cama de Alison, y me deslizo hasta ella, que retrocede lentamente. Me dejo caer sobre ella, que jadea bajo mis brazos. Sé que la afecto, aunque lo niegue. La piel le arde, puedo notarlo. Y mi polla está a punto de reventar. Nos haría un favor a ambos si me tirara sobre ella, le arrancara la ridícula camiseta y le abriera las piernas, embistiendo varias veces para calmar mis ansias.
Treinta días de abstinencia.
Le miro los labios. Un beso no es sexo.
Ella se lame los labios. Descarada. Ansiosa.
—¿Tienes pomada para quemaduras? —le digo, con una sonrisa.
Aprieta los labios, y me mira con reproche y desprecio. Me da un empujón y me tira sobre la cama.
—¿Tienes o no tienes?
—Una nunca está preparada para que una niña endiablada le queme el culo con un mechero.
—Voy a la farmacia. No te muevas de aquí.
Bufa, y cuando salgo, la oigo gritar que: “esa es su casa”, y que no piensa abrirme la puerta. Me llevo el manojo de llaves que encuentro en la mesita colocada al lado de la puerta, y salgo a buscar una farmacia de guardia. Regreso diez minutos más tarde, con una pomada llamada Bepanthol y el culito enrojecido de Alison esperándome. Voy a la cocina, y cojo un cuenco que lleno con agua tibia, unas gasas y un poco de jabón. Me froto las manos, y entro a su habitación. Ella abre la boca al verme.
—No has llamado a la puerta, ¿cómo has entrado?
—Tengo una copia de las llaves.
—Lunático.
—Culo quemado.
—Imbécil.
—Llorona.
Se limpia las lágrimas rabiosas con el puño de la chaqueta.
—¿Te duele?
—¡No! —grita, soltando un gemido.
—Date la vuelta.
—No me vas a tocar el culo —se niega.
—Tú no te puedes ver las quemaduras.
—Estás deseando verme el culo. Vicioso.
—Pues sí.
Se ríe y llora a la vez, presa del pánico. Se tumba boca abajo, y esconde la cabeza en la almohada.
—No me puedo creer que un tipo al que acabo de conocer y que dice ser un demonio me vaya a untar el culo con pomada —su voz suena amortiguada por la almohada.
Empapo la gasa de agua, y le subo la camiseta por encima de la cadera. Tiene el culo enrojecido, pero no es nada grave.
—¿Es muy feo?
—Pss... no está mal.
—¡Las quemaduras, idiota!
—Son de primer grado. No te quedará marca —le aseguro.
La noto encogerse antes de que la vaya a tocar.
—Ten cuidado, por favor —me pide, con aquella vocecita de santa que me hace delirar.
—Lo tendré —le prometo.
Mi verga se hincha ante la redondez del culo de Alison. La agarraría del trasero y hundiría mi pene en su estrechez, pero todo lo que hago es lavar la quemadura con agua y jabón, teniendo cuidado de no hacerle daño. Alison suspira cuando la gasa empapada le roza la piel, y gime con una mezcla de dolor y placer cuando mis manos desnudas le acarician los glúteos.
—No hagas eso... —gruño.
Pero ella no me oye, con la cabeza amortiguada por la almohada y el cuerpo laxo ante mis caricias.
Una vez que termino de lavar la quemadura, me unto pomada en las manos y acaricio el culo de Alison. Esta vez, tocarlo con las manos desnudas envía una descarga a mi entrepierna.
Joder.
Lo hago muy deprisa, sin deleitarme más de lo debido, porque acariciar el culo de Alison me va a pasar factura, ya que me hace olvidarme de la cláusula del contrato en la que se remarca la abstinencia sexual de treinta días.
Me lavo las manos en el cuenco, y palmeo la espalda de Alison.
—¿Ya está? —pregunta débilmente.
La muy canalla quiere guerra.
—No. Ahora te abres de piernas y terminamos lo que hemos empezado —le digo, sin ninguna amistad.
Se levanta y se pone de rodillas, echándome una mirada iracunda.
—Ahora es el momento en el que te largas de mi casa —espeta.
—Soy un demonio.
—Vete —señala la puerta.
—Te he encontrado en tu trabajo porque te he olido, he tirado la bebida de aquel tipo, y mi compañera demoniaca te ha quemado el trasero, ¿qué más demostraciones necesitas?
—Sabía que tú tenías algo que ver con la niña demoniaca —sisea, con los ojos entrecerrados.
—Se llama Deborah, y no es una niña. Fuimos compañeros de trabajo durante los últimos cien años. Ahora intenta arruinarme, y hagas lo que hagas, ya estás en el juego.
—No quiero estar en ese juego. Sea lo que sea.
—Necesito emparejarte si quiero salir del infierno.
—¿Por qué ibas a querer salir del infierno?
—Enemigos —le miento— y tú necesitas un novio.
—Para la boda de mi hermana.
—¿Por qué razón?
—Mi madre ha apostado la herencia de mis abuelos a que consigo ir acompañada a la boda de mi hermana, que se celebra dentro de sesenta días.
Sesenta días. Esto debe de ser algún tipo de señal.
—Trato hecho —le ofrezco la mano—, mañana empezarán tus citas.
—No he aceptado.
Se niega a coger mi mano.
—Alison, tengo muchos enemigos que irán a por ti, aunque te niegues a aceptar mi ayuda. Puedes tener mi protección, o puedes afrontarlo sola. Como prefieras.
Me levanto para marcharme, consciente de que voy a impactarla. Me coge del hombro, y se pone lívida.
—¿Más niñas demoniacas? —se asusta, y se acaricia la cadenita que lleva sobre el pecho.
Así que es una supersticiosa...
—Miles de niñas demoniacas —le miento.
—Está bien—suspira, y agarra mi mano.
Se tumba de lado en la cama, y se tapa con la sábana.
—¿Por qué no te vas? —señala la puerta.
—Es mi primera noche en Nueva Orleans, y todavía no he alquilado ningún apartamento, ¿puedo pasar la noche
aquí?
Ella me inspecciona de arriba abajo, y sé que su buena conciencia le impide echarme a la calle.
—De acuerdo.
—Sabía que querrías que te abrazara mientras duermes. Luego me meterás mano. Todas las mujeres sois iguales.
—Vete al sofá.
Me tira un cojín a la cara, y acto seguido, se queda profundamente dormida.
“Una niña, una rata y una pecosa. Puedo con esto”, me digo a mí mismo.
Sin ser consciente de lo que hago, le echo a Alison la sábana por encima, y aspiro la dulce fragancia a jazmín que desprende.