XX: La poción de amor del mariachi

ALISON — Noche de Mardi Gras.

Las calles teñidas de colores. El jazz sonando en cada esquina. Los turistas amontonados en los pasillos.

Maya está en Roma, pasándolo de muerte con un piloto florentino llamado Paolo.

Indispuesta a quedarme en casa por un minuto más salgo a hacerle una visita a Mamá Patsy. El barrio francés está rebosante de esa vitalidad gamberra que tanto me gusta. Por cada calle, la gente canta y baila. Las chicas llevan collares en el cuello, y enseñan parte de su cuerpo para ganarse otra cadena de cuentas.

Paso por al lado de una carroza, y un hombre ataviado con una peluca verde me pide que le enseñe los pechos si quiero un collar. No, gracias. Sonrío tímidamente, y cruzo la esquina de la calle. La tienda de Mamy Patsy luce segura en mitad de la calle.

—¡Mamy Patsy! —saludo al abrir la puerta.

En la tienda reina la oscuridad más absoluta, y nadie se acerca a recibirme ante el tintineo de la campanilla de la puerta. Un profundo olor a incienso y canela me hace estornudar.

—¿Mamy Patsy?

La voz profunda de una mujer tararea una melodía: “ea... ea... ea”. Un escalofrío me recorre todo el cuerpo, y me abrazo a mí misma.

—¿Patsy? —titubeo.

Ea... ea... ea...

La sombra de una persona, con una enorme cabeza, se proyecta en la pared. La sangre se me congela, y jugueteo con la cadenita colgada de mi cuello. Lentamente, la sombra se hace más grande. Un espectro moreno, con la cara pintada de azul, las manos en alto y esa voz profunda que tararea: ea... ea... ea...

—¡Señor, sálvame de la niña demonio! —lloriqueo, y me tiro al suelo.

El tarareo se silencia, y la luz inunda la habitación.

—¿Qué haces en el suelo, Alison? —se carcajea Mammy Patsy.

Entreabro los dedos para observar al espectro que finge ser Mammy Patsy. Colocada junto al interruptor de la luz, viste una túnica negra y lleva el rostro pintado de azul. Un turbante negro enrollado en su pelo, y collares de cuencas sobre su cuello.

—No eres la niña demonio... —suspiro. Me sacudo el polvo de la ropa y me levanto tratando de recobrar mi

dignidad, si es que es posible.

Mammy Patsy enarca una ceja.

—Dejé de ser una niña hace cincuenta años, querida. Tienes mala cara, ¿estás comiendo bien?

Me río débilmente.

—¿Qué haces con la cara pintada de azul? ¿Y por qué tarareabas esa canción siniestra? ¡Mira que te gusta llamar la atención!

Mamy Patsy me observa como si estuviera en trance. Cuando quiere, es una peliculera.

—Estoy haciendo una limpieza espectral.

—Ah... ¿Has conseguido echar al viejo Timmy?

El viejo Timmy es el fantasma que habita en la tienda de Mammy Patsy. Al parecer, la tienda de Mammy Patsy era una antigua taberna en la época colonial. El viejo Timmy era un esclavo libre, venido a menos cuando fue liberado por su buen amo. Al no encontrar trabajo, el viejo Timmy se volvió un alcohólico, malviviendo de las limosnas que le daban algunas personas.

Se supone que Mammy Patsy está tratando de echarlo de su casa. Todos los Mardy Grass lo intenta, pero el viejo Timmy se niega en rotundo, alegando que esa es su casa. Al parecer, Mammy Patsy no entiende que su enorme

trasero es el que tira los frascos de pociones.

—¡Ese viejo no se piensa marchar nunca! No es él quien me preocupa... —Patsy cierra los ojos, extiende las manos y deja temblar todo el cuerpo.

Cuando Mammy Patsy hace esas cosas, la cristiana que hay en mí se santigua varias veces. Ella da miedo.

—¿Quién te preocupa? —me preocupo yo.

Agarro mi cadenita y me la acerco al pecho.

—Una niña... —comienza, en un susurro. Su voz se vuelve más grave, y sus ojos se abren de par en par—. ¡Una niña infernal! Despiadado es su corazón...

Una niña demonio.

Me froto las sienes y me alejo de Mammy Patsy.

—Si esto es una broma...

—¡No es ninguna broma! ¡La veo en sueños!

Me atraganto con mi propia saliva.

—¿Sabes... quién es?

—Es la reencarnación del mal.

Me santiguo repetidas veces.

Mammy Patsy cambia su expresión. Me observa de arriba abajo, con una radiante sonrisa y expresión calculadora.

—Tengo algo para ti.

—¡Un crucifijo!

—¡Bah! —desdeña Mammy Patsy. Se cuela detrás del mostrador, y su oriundo trasero golpea un frasco, que estalla contra el suelo—. ¡Ya está el viejo Timmy haciendo de las suyas!

Aguanto una risita.

Mammy Patsy rebusca en el interior de varios cajones.

—¡Aquí está! —me ofrece un frasco con un contenido transparente—, bébetelo. Te hará bien.

Evalúo el frasco, con los ojos entrecerrados. La escrupulosa que hay en mí se lo devuelve a Patsy, quien suelta un resoplido de disgusto.

—Es una poción de amor. Conseguirás atraer el amor del hombre al que deseas.

—Yo no deseo a ningún hombre. ¡Qué cosas dices!

—¡Niña mentirosa! —Patsy destapa el corcho del frasco, y básicamente me lo mete en la boca—. Cualquiera con ojos en la cara se daría cuenta de que estás loca por Dante.

—Ego... esgh mentiga —digo, con la boca llena, tratando de hablar y escupir el frasco a la vez.

—¡Cupido, ofrece a Alison el amor eterno!

—Ameng —rezongo, bebiéndome el contenido del frasco para que Patsy me deje tranquila.

A pesar de no estar muy cuerda, Patsy nunca me envenenaría.

Treinta minutos más tarde...

—¡Eh, Paaaaatsy! Deja de moverte, que te estag poniendo borrosa —me carcajeo.

Pero Patsy no me echa cuenta. Está demasiado ocupada volviéndose doble. Ahora hay dos Patsy. Luego tres. Ahora una...

Me pongo la mano en la boca y suelto una risilla.

Patsy me observa con la boca abierta.

—Creo que me he equivocado de poción... —comienza a rebuscar en los cajones.

—Pshhh, entre tú y yog. Esta poción es cojonuda.

La palabra cojonuda me hace delirar de la risa. Patsy no se ríe.

—¡Te quiero Patsy! —me lanzo encima de ella y le doy un abrazo de oso.

—¡Oh, el viejo y estúpido Timmy ha cambiado de sitio mi poción! ¡Has bebido tequila!

—¡Vivan los mariachisssssssss, aaaaaaaaaaaaandale!

¡Oh, adoro a Patsy! En realidad, ¡Adoro a todo el mundo!

Abro la puerta de la calle, y mammy Patsy me detiene. Me pongo a bailar la conga, y cuando la despisto, salgo corriendo en dirección contraria. La brisa de la calle me despeina el cabello, y me río histéricamente. El Mardi Grass me hace flotar en un estado de paz y felicidad absoluta.

Soy Yoko Ono.

—¡Quiero a todo el mundo! ¡Os quieeeeeeeeeegooooooooo! —grito.

La gente me devuelve el grito, y yo comienzo a lanzar besos a diestro y siniestro. Soy Cleopatra ante su reino. Lady Gaga y sus monsters. Me pongo a bailar. Alzo los brazos, doy saltos, y me llueven los collares. Bailoteo al ritmo del carnaval, moviendo las caderas y soltándome la melena.

—¿Alison? —me pregunta una desconocida voz masculina—, soy Gabriel, un amigo de Dante.

Me vuelvo hacia él, con el calor inundándome el cuerpo.

—No sabía que los angeleg existieran... —me maravillo.

De labios carnosos, cabello castaño claro y ojos profundos, Gabriel es un ángel. Un ángel muy bello. Me lo imagino abriendo las alas y llevándome al paraíso.

—No soy un ángel.

—Psssh, Hagme caso. Lo eres —asiento muy seria.

—Vámonos de aquí —me pide, cogiéndome del hombro y llevándome lejos de la música, el color y la gente.

Le coloco un collar en la cabeza, y asiento.

—¡Qué guapo! —exclamo satisfecha.

Llegamos a un bar cercano al barrio francés. Las paredes se estrechan y se abren. Se abren y se estrechan... todo me da vueltas. Cuando el bar se está quieto, abro los ojos y tiro de la camisa de Gabriel.

—¿Has vigto eso? ¡Aquí todo se mueve! Es alucinante...

—¿Qué es lo que te has bebido?

—La poción de amor de Mamy Patsy. Es cojonuda.

—Entiendo —me dice, sin dejar traslucir ninguna expresión a su voz.

El ángel Gabriel me lleva hacia un taburete, y me obliga a sentarme.

—Alison...

—Pecosa. Dante siempre me llama pegosa... —se me pone cara de ensoñación al recordarlo.

—Entiendo. Voy a hacer una llamada de teléfono, ¿eres capaz de estarte aquí sentada durante un minuto mientras salgo?

—Ajá... —me carcajeo.

Gabriel me observa, dubitativo. Al final, le echa una mirada al camarero.

—Vigílela —le extiende un billete.

Gabriel se marcha hacia la salida. Cuando el camarero me observa, yo le suelto:

—Pssssh, entre tú y yog, lo tengo en el bote —le guiño un ojo, y golpeo la mesa—. ¡Una poción del amor de mamá Patsy!

—Aquí no servimos eso.

—Mamy Patsy lo llamó Tequila.

—Tequila.

—Áaaaaaaaaaaaaaaaandale —me río.

El camarero se encoge de hombros, y me extiende un vaso. Me lo bebo de inmediato, y la garganta me hierve.

Carraspeo con la garganta y sacudo la cabeza.

—Alison —me llama una voz. Sedosa, como el caramelo derretido.

—¡Demonio! —le saludo, muy animada—, ¿dónde está el ángel Gabriel?

—Con el niño Jesús.

Me apoyo sobre la mesa.

—¿Eso está muy lejos?

—En Belén —responde, muy serio.

—Agh...

—¿Prefieres a Gabriel antes que a mí?

No entiendo su tono. Dante debería estar alegre; ¡Es Mardi Gras!

—El ángel Gabriel es simpático.

Dante se inclina hacia mí y me roza la mejilla con los labios. Su aliento cálido me susurra al oído:

—Yo puedo ser muy simpático si me lo propongo.

Le pongo las manos en el pecho y lo aparto de mí.

—Tú te proponeg muchas cosas —lo acuso, y entonces alzo la voz—, prometiste hacerme sexo oral, pero sé ve que te ha comido la lengua el gato, jajaja —me carcajeo.

El camarero me echa una mirada atónito.

—Pshhh... decepcionante, ¿no le pagece?

El camarero va a abrir la boca.

—A él no le parece nada —gruñe Dante, cogiéndome del brazo y levantándome del taburete—, te voy a llevar a

casa.

—¡Ni hablar! ¡Qué viva la fiesta! ¡Áaaaaaaaaaaaaaandaleeeeeeee!

Todo el mundo grita entusiasmado.

—Nena... por favor... —me pide Dante.

Oh... cómo me gusta que me llame así. Es tan sexy. Tan tierno. Tan...

Le rodeo el cuello con los labios y le beso la barbilla. Dante se pone tenso, y me clava las manos en los hombros. Yo sonrío pícaramente, con ganas de jugar. Lo miro a sus ojos violetas y feroces, y me lamo los labios, encendiéndole el fuego más primitivo.

—Vamos a hacer una cosa... —lo aprieto fuertemente contra mí—. Si me pillas, me voy contigo a donde quieras.

Le doy un fuerte empujón, y salgo corriendo directamente hacia el barullo de gente. Lo oigo gritar mi nombre, pero esto es demasiado divertido para detenerme. De inmediato, soy absorbida por la masa de personas que disfrutan del carnaval.

Oh... Dios. Un poder sobrenatural está moviendo el suelo, lo que me convierte en una masa inestable que se tambalea de un lado a otro. Recibo los codazos del resto de la gente, y el hecho de que los collares me caigan a la cara, esta vez no me hace ninguna gracia. Todo lo que quiero es volver a casa, acurrucarme en el sofá y cerrar los ojos. No tengo ni idea de donde estoy.

En algún momento de la noche, he sido absorbida por un oso gigante de color rosa, que me empuja con su enorme panza peluda.

—¡Eh! —le grito, y le suelto un débil manotazo. Entrecierro los ojos y lo señalo con el dedo—. Tú eges el oso malo de Dumbo.

El oso rosa se rasca detrás de la oreja, y me empuja para abrirse paso tras una bandada de conejitos de playboy.

Tambaleante, me apoyo sobre una pared, buscando un punto estable en el que detenerme. La cabeza me da vueltas, la música martillea como si alguien estuviera golpeando dentro de mi cráneo, y mi propia saliva me produce arcadas.

¿Dónde se ha metido mi ángel de la guardia?

En este momento su compañía me sería muy útil. Gabriel, con sus labios carnosos y mechones de cabello dorados esparcidos sobre su rostro. Él es un ángel muy bello.

Frente a mí pasa una pequeña hada de tirabuzones pelirrojos, agarrada de un ogro verde. Suelto un grito de espanto y corro tras ellos.

¡Mundo degenerado!

Me abro paso para salvar a la pequeña hada de tirabuzones pelirrojos. En mi persecución, me encuentro con Shreck, Caperucita Roja y Cruella de Vil. La melena pelirroja se pierde en el interior de un grupo de ogros, y un montón de plumas blancas me impiden el paso. Las plumas me acarician la nariz y me arrancan un estornudo.

¡Es un ángel!

—¡Ayúdame a salvar al hada pelirroja! —le exijo.

El ángel no es Gabriel. Lo sé, porque este ángel tiene el ceño fruncido, poco pelo y barriga cervecera. El ángel me da un empujón y me aparta de su camino.

Estoy a punto de abalanzarme yo sola sobre la horda de ogros devoradores de hadas pequeñas, pero un fuerte brazo me rodea la cintura y me aprieta contra un pecho firme.

Dante.

Lo adivino por su olor. Él huele a champú y sándalo. A una mezcla de ropa limpia y delicado perfume. Como si estuviera recién salido de la ducha.

Cierro los ojos y me dejo llevar.

—Me pillaste —susurro, encantada de estar junto a él.

No quiero un ángel. Quiero un demonio.

El brazo de Dante rodea mi vientre, con fuerza. Su cabeza baja hacia mi nuca, y sus labios me rozan la mejilla.

Suaves, trazan un recorrido ardiente sobre mi piel, como la lava fundiéndose en la roca.

—Llevo media hora buscándote —su voz suena estrangulada, apenas amortiguada por el sonido de la música—,

no vuelvas a salir corriendo, Alison.

Su mano comienza a trazar círculos inconscientes sobre mi cadera. Qué extraño... me amonesta y me ofrece mimos.

Este demonio es un ser muy ambiguo.

—Me llamo pecosa —lo provoco.

Abro la boca, y le muerdo el dedo que me está acariciando la mejilla. Dante se tensa, pero no trata de apartarlo.

Entonces lo lamo, succionándolo con mis labios, de una manera descarada y juguetona.

—Ahora eres Alison, la chica que se merece unos azotes —su voz es dura y ronca.

El dedo de Dante se arquea dentro de mi boca, lo que me obliga a abrir los labios. Su pulgar me acaricia los labios con detenimiento, y siento que el pulso martillea sobre mi garganta.

Me doy la vuelta para encararlo, y el brazo de Dante se desliza desde mi estómago hasta mi espalda. Me estremezco cuando mis ojos caen sobre los suyos, y la profundidad de su mirada me golpea el alma.

Las líneas de su rostro están tensas. Los ojos oscuros, como el color del mar bajo el brillo de la luna. No hay rastro de diversión en su semblante, de mandíbula tensa y expresión enojada.

—Quiero que me beses —le pido sin ambages.

Los ojos de Dante se congelan sobre mis labios. Se detiene justo ahí durante lo que me parece una eternidad. Parece estar pensándoselo. Cuando creo que él va a apartarme, sostiene mi rostro entre sus manos, y con una delicadeza infinita me besa. Al principio una suave caricia. Sus labios rozan los míos, y yo ofrezco un gemido a modo de respuesta. Se me escapa el aire por la boca. Su lengua se abre paso dentro de mi boca, y tengo que agarrarme a sus hombros para no caerme.

Oh... cómo besa.

—Tequila... —pronuncia sobre mis labios.

Su tono es indescriptible. Tal vez necesitado. Quizás excitado.

Pega su cuerpo al mío, me agarra con mayor ímpetu y el beso se hace más profundo y exigente. Sus manos a cada lado de mi rostro me dirigen en un movimiento desenfrenado. La lengua de Dante danza con la mía, y siento que todo lo que hay a nuestro alrededor se difumina. Somos dos siluetas sobre el asfalto. En medio de todo, y alrededor de nada. Sólo nosotros.

El suelo vuelve a temblar, y mis piernas se convierten en gelatina. Calor, siento calor... seguido de una profunda inestabilidad.

Me separo de los labios de Dante para hablar.

—Besas tan bien que me estoy mareando...

Dante me sujeta muy fuerte.

—A eso se le llama estar borracha. Salgamos de aquí.

Su mano se entrelaza con la mía, y tira de mí hacia el exterior. Me tropiezo repetidas veces, y Dante me rodea con su brazo, envolviéndome dentro de su cuerpo y dirigiéndome fuera de la música y las personas. Me sorprende lo paciente y comprensivo que se muestra.

En cuanto salgo del barullo, el aire frío me azota las mejillas, me revuelve el cabello y me revitaliza. Dante sigue tirando de mí, llevándome por las calles del barrio francés. Sé que es el barrio francés por su ambiente, pero en realidad, las casas me parecen un conjunto de edificios uniforme de tonalidad desigual.

Llegamos hacia un prado verde, con vistas hacia el río Misisipi. Lo reconozco enseguida.

—Vin Diesel —recuerdo, y me da por reír.

Dante me obliga a sentarme en el césped húmedo.

—Te voy a traer algo de comer. Por favor, estate quieta.

Me tiro en el suelo y hago la estatua.

Dante se lleva las manos a la cabeza y abre los ojos de par en par, alucinado.

—Buena chica. Aguanta cinco minutos.

Lo veo correr fuera de mi alcance, y el juego de la estatua deja de ser divertido. Me siento sobre mis rodillas y arranco briznas de césped. Siento absoluta indiferencia sobre el hecho de obedecer a Dante, pero las piernas me flaquean y no tengo fuerza para incorporarme. Dante regresa en un tiempo record. Trae un hot dog y un refresco de naranja. Sigo arrancando briznas de césped y canturreo en voz alta.

—Me quiere... no me quiere... me quiere... no me quiere... me quiere... no me quiere... me quiere...

Se sienta a mi lado, hasta que su rodilla y su hombro tocan los míos.

—¿Has llegado a algún punto?

—Eh... —observo toda la longitud del césped. Sería imposible adivinarlo. Suelto las briznas de césped que tengo en la mano—, el sábado tengo una cita.

Lo suelto sin acritud alguna, tan sólo como un hecho.

Dante se mantiene en silencio.

—Lo conocí en el trabajo. Me ha ofrecido un empleo, y dice que quiere invitarme a montar a caballo.

—A montar a caballo.

—Sí.

—Alison, hay muchas formas de montar a caballo...

Lo miro extrañada.

—Yo sólo conozco una —replico inocentemente.

—Déjalo —se ríe.

Me ofrece el perrito caliente y el refresco.

—Come algo. Te sentará bien.

Doy un bocado.

—¿Cómo es él? —se interesa.

—Es atractivo.

Echo un vistazo a Dante, quien no parece preocupado en lo más mínimo. Siento una punzada de decepción.

—Arquitecto.

Él me observa con atención, interesado en lo que le cuento. Probablemente no interesado de la manera en la que yo lo necesito.

—Tiene una casa enorme a las afueras de la ciudad.

—¿Te gusta?

—Es más guapo que tú.

—Embustera.

Pongo cara de fastidio. Qué rabia que sea un hombre tan seguro de sí mismo.

—¿Te gusta? —inquiere por segunda vez.

Su pregunta me pilla de improviso. Denoto un cierto tono ansioso, ¿le importa?

—Él es un buen partido.

—No has respondido a mi pregunta —me acusa.

Me encojo de hombros, y tomo otro bocado.

—Ni siquiera lo conozco.

Lo que me gustaría decir, es que James no me gusta tanto como Dante, pero el efecto del alcohol se está disipando, y mi atrevimiento va menguando.

—Si alguien te gusta, no hace falta conocerlo por completo. Basta una mirada, una sonrisa, y tu mundo se detiene por completo.

—¿Yo te gusto? —le suelto, sin poder contenerme.

—Por supuesto que me gustas —responde de manera natural.

Lo miro a los ojos, ansiando una respuesta más concreta.

—Eres una buena chica. Le gustas a todo el mundo.

De inmediato, pierdo el apetito. Él sabe que yo no me refería a eso. Deseo decirle que él si me gusta, pero esa declaración tan sólo me haría resultar más patética. Mi orgullo femenino me lo impide. Por el contrario, el alcohol que aún pervive en mi organismo, unido a la necesidad de conocer la verdad, me obliga a ser más insistente.

—Me refiero a la forma en la que una mujer gusta a un hombre.

Observo el destello de la sorpresa en los ojos de Dante. Durante el tiempo en el que nuestros ojos se observan, encuentro un resquicio de inquietud y temor en los de él, lo que me hace albergar la esperanza, y también la ansiedad, de no conocer a Dante. Esconde demasiados secretos.

—¿Quieres saber la verdad o prefieres que te mienta?

—¿La verdad me haría sentir mejor?

Dante no responde, y yo siento como si una tabla de cemento me aplastara el estómago. Ladeo la cabeza, incapaz de observarlo durante un solo segundo más. Él me agarra la barbilla y me gira la cabeza. Sus ojos son violetas y auguran deseo. Justo la respuesta que ansío.

Las mariposas me llenan el estómago, y siento que no es necesario que él diga nada. Justo cuando pienso que él va a besarme, su pulgar acaricia mi labio inferior y me limpia un resto de salsa.

—La verdad no es lo que te conviene, Alison.

Y ahí está, de nuevo la desilusión.

Me separo de él, en parte porque colocar distancia entre nosotros me hace recobrar el orgullo. En parte porque lo necesito.

Me alcanza un profundo mareo cuando mis pies se clavan en la hierba, y Dante se apresura a sostenerme entre sus brazos. Intento alejarme de él, pero la torpeza me atrae hacia su cuerpo, y farfullo un murmuro de protesta, a pesar de que apoyo la cabeza en su pecho y me dejo abrazar.

—Es hora de llevarte a casa, Alison.