XXVII: Un camaleón llamado Ringo
SEIS días más tarde...
Dante — Después de mi encuentro con Deborah, y tras encontrarme con los ojos de Alison llenos de reproche, no encuentro otra opción que la de quedarme en casa aleccionando a mi nueva mascota sobre la necesidad de hacer sus necesidades en la puñetera caja.
—¡Aquí! No es tan difícil, Fígaro. Se supone que los gatos sois limpios, pero tú eres un guarro. —lo censuro.
El gato se estira sobre sus patas traseras y se tumba en el sofá. Yo suelto un bufido de indignación.
—Ni hablar. Lo vas a dejar todo lleno de pelos —le explico.
Parezco una maruja.
Agobiado, lo dejo tumbado en el sofá y voy a servirme una copa de brandy escocés. El líquido me caliente la garganta, pero no me hace sentir mejor.
Echo de menos a Alison. Necesito su sonrisa espontánea, su olor, su voz bañada en miel, sus ojos llenos de dulzura.
Tal vez no fue buena idea dejarla pensar que entre Deborah y yo sucedió algo que en realidad no había sucedido.
La imagino enfurecida. Peor aún, dolida por mi traición. Se supone que ella y yo no somos nada, y sin embargo, la pasión irracional que sentimos nos une de una manera más próxima que la de cualquier matrimonio.
Esperaba que ella aporreara mi puerta y me gritara que soy un desgraciado. Un ser despreciable en el que no se puede confiar. Y sin embargo, en seis días no he tenido noticias de ella. Ni una llamada.
¿Está Alison tratando de ignorarme?
¡Jamás!
No se lo permitiré. Al menos, no por ahora. Necesito verla una última vez. Tocar su piel suave como la seda. Hundir mi nariz en su cabello y aspirar su olor. Fantasear con la idea de hacerla mía, cuando apenas quedan dos semanas para terminar con mi abstinencia.
—Gabriel —digo sin ganas, cuando advierto su presencia en mi apartamento.
De nuevo ha entrado sin permiso.
—Sólo venía a cerciorarme de que estabas regodeándote en tu miserable existencia —me explica, con ese tono
lánguido que él suele emplear apara amonestarme.
—Deborah te ha ido con el cuento. Se siente culpable por intentar arruinar los planes que yo tenía para Alison —le respondo, encantado de ir un paso por delante.
—Culpable no es la palabra con la que yo definiría sus sentimientos. Más bien... diría que está despechada. Y cree que eres un cabrón, por cierto. ¿Por qué habría de sentirse culpable? No le busques razón al amor, porque no la tiene. Deborah sólo intentaba luchar por lo que quería.
—Admirable —comento secamente.
Gabriel acaricia el lomo de Fígaro, y este ronronea de placer.
—¿Y tú, has hecho algo para conseguir lo que quieres?
—Por ahora tengo un gato, ¿qué te parece?
Gabriel le echa al felino una mirada de desconcierto.
—Muy negro.
—Lo que quiero es salir del infierno.
—Y te han dado una oportunidad, que te empeñas en desaprovechar.
—Eso no es cierto.
—Lo es. Mientras tú estás aquí escondiendo tus miserias en el alcohol, hay una mujer capaz de sacarte del infierno.
De tu propio infierno. Pero tú no quieres verlo. Sólo espero que no sea demasiado tarde para ti cuando te des cuenta de que te estás equivocando.
Gabriel desaparece perdiéndose en un remolino de espesa niebla gris, dejándome con la palabra en la boca. Detesto a este tipo.
Fígaro arrulla sobre el sofá, lanzándome una mirada pesarosa y extendiéndose sobre sus patas traseras. La copa de brandy, medio vacía, sobrevive sobre la encimera de la cocina. Un murmullo incesante me sacude la conciencia.
Hastiado, me dirijo hacia la cocina, agarro el vaso de cristal y lo vacío en el fregadero.
Ya va siendo hora de tomar cartas en el asunto.
o
Golpeo la puerta del apartamento de Alison. El bicho se remueve por mi espalda, lo que me irrita en exceso. Pero no quería traerlo en una jaula para animales, teniendo en cuenta la animadversión de Alison hacia los animales enjaulados.
La pequeña Rose me abre la puerta, y suelta un grito al contemplar el camaleón.
—¿Qué es eso? —pregunta, con un tono a caballo entre el horror y el interés infantil.
La curiosidad le puede, y acepta cogerlo en brazos cuando se lo entrego.
—Es un camaleón.
—¿Para mí? —pregunta, en un tono dubitativo que no deja entrever si ella está agradecida o es renuente a aceptarlo.
—Sí.
Rose alza al bicho a la altura de sus ojos y lo observa como si le estuviera haciendo una disección.
—Pero es verde... —comenta enfurruñada.
—Rose, ¿con quién hablas? Te tengo dicho que no abras la puerta sin preguntar.
—¡Es tu novio! —explica la niña, agarrándome de la mano y obligándome a entrar en el apartamento.
—No creo que deba entrar... —rehúso.
Pero Alison ya me ha visto. Sus ojos almendrados se abren de par en par al reparar en mi persona. Lleva la cara cubierta de harina. Probablemente la he interrumpido mientras cocinaba. Una profunda arruga de disgusto se
instala en su entrecejo cuando nuestros ojos se encuentran.
—¿Qué crees que estás haciendo aquí? —me espeta.
Rose se interpone en medio de los dos.
—¿Me tengo que tapar los ojos para que os deis un beso?
—Aquí nadie va a besarse —sentencia Alison.
—Cuando besaste a Alison, ella se emocionó y comenzó a llorar. Creo que deberías volver a besarla. Ella está de muy mal humor últimamente —insiste Rose, tironeando de mi pantalón para captar mi atención.
A Alison se le descompone la expresión al escuchar lo que acaba de decir la niña.
—Las niñas entrometidas no le caen simpáticas a nadie, Rose —la censura—. ¿Qué haces con un camaleón? —se
sorprende.
—Me lo ha regalado Dante. Pero no estoy segura de quererlo. Es verde.
Preparado para la situación, saco una cartulina de color rosa y la coloco tras el camaleón. Automáticamente, el camaleón se tiñe de color rosa. La niña suelta un grito de asombro.
—¿Cómo has hecho eso?
—Los camaleones se camuflan.
—¡Ahora de color azul! —lo agita Rose.
—No se va a cambiar de color porque tú se lo ordenes —replica Alison.
La niña suelta un mohín de disgusto.
—¡Azul, azul, azul!
Saco una cartulina del color deseado, y el camaleón se tiñe de un color azul. Rose parpadea asombrada, lo alza en sus manos y lo contempla con devoción.
—Te llamaré... Ringo.
—¡Ni Ringo ni leches! Devuélvele el camaleón a Dante.
—¡No!
Rose sale corriendo con el camaleón en las manos y se mete en su cuarto, encerrándose dentro. Entonces, Alison clava su mirada iracunda en mí. Pongo las manos en alta, tratando de calmar el torbellino que sé que se avecina.
—Antes de que digas nada...
—Ni siquiera sé cómo te atreves. Evidentemente te gusta provocarme, pero esto es el colmo. Le has comprado un camaleón, cuando sabes que estoy en contra de la trata de animales exóticos —me acusa, casi con odio.
—De eso mismo quería hablarte. Proviene de una red de trata de animales ilegales. Si te has fijado, a Ringo le falta una pata. Me lo encontré en el cubo de la basura, y sabía que no sobreviviría en su hábitat natural después de eso.
—Bueno... en ese caso... —comenta recelosa, pero conmovida.
—Siempre puedo dejarlo en el zoológico, a merced del resto de animales y de la crueldad de las personas.
—¡Jamás! Ringo ya es de la familia —sentencia.
Sonrío sin poder evitarlo.
La expresión de Alison se torna desde el enternecimiento hacia la indignación más absoluta cuando vuelve a mirarme. Se muerde el labio, como si estuviera cavilando lo que está a punto de decirme. Al final, suelta un hondo suspiro y habla.
—Me alegro de que hayas venido. Pensaba llamarte, pero esto facilita mucho las cosas.
—Han pasado siete días. Cualquiera lo diría —le reprocho, y sé que no tiene sentido.
Alison enarca una ceja castaña.
—Haré como que no lo he oído. El caso es que he tomado una decisión. Deberías buscarte a otra —la palabra
otra se deshace en sus labios con disgusto. Se aclara la voz, probablemente tratando de sonar más indiferente—. Es decir, deberías buscarte a otra con la que actuar de Cupido.
—Podría decir que no me lo esperaba, pero mentiría —le digo secamente.
Estoy furioso. No puedo creer que vaya a apartarme de su lado sin ni siquiera pestañear. Ella me ofrece una sonrisa cargada de hielo.
—Me alegro de que no te tome por sorpresa.
Se dirige a la puerta y la abre, echándose a un lado para que yo salga. Paso por su lado y me coloco a su altura, cerrando la puerta con suavidad. Ella da un respingo y alza la cabeza, la barbilla le tiembla.
—No me voy a ir.
—No es algo sobre lo que puedas decidir. Te estoy echando.
—Porque me viste con otra —la acuso.
Ella retrocede instintivamente y baja la voz.
—Puede ser —admite a regañadientes.
—Tú y yo teníamos un trato —le exijo. Lo que en realidad quiero decirle, es que ella no puede echarme de su vida.
No, no puede. No me da la gana.
—El trato se ha roto.
—No... no puedes romperlo —le digo, angustiado.
Si ella se ha percatado de la angustia en mi voz, ninguna expresión conmovida acude a su rostro.
—¿Qué no puedo? —pregunta. Es una pregunta cargada de ira.
—No —respondo, y en verdad, podría decirle muchas cosas, pero no pienso admitirlas en voz alta.
Alison aprieta los dientes, da un paso hacia mí y me señala con un dedo.
—Dame una buena razón para no romper el trato.
—Porque no es lo que tú quieres.
Ella me mira rabiosamente.
—En lo que se refiere a los sentimientos de los demás, siempre eres muy sincero. Pero, ¿qué hay de ti? ¿Qué es lo que tú quieres?
Siento un nudo en la garganta. Lo que yo quiero... es muy sencillo. Desnudarla. Hacerla mía. Sentir su piel contra la mía.
—Te he hecho una pregunta.
Me mantengo en silencio, sin ser capaz de narrarle lo que se interpone entre nosotros. Cuando Alison clava la mirada en el colgante que pende de mi cuello, bate la cabeza hacia uno y otro lado con tristeza y comprensión.
—Yo no tengo la culpa de lo que te sucedió, Dante. ¿Te hicieron daño? Lo lamento. Pero ni todas las mujeres son malas, ni todos los hombres son como tú.
La sangre me hierve ante su acusación. Ella no sabe nada... no tiene ni idea.
—Define “como yo” —le pido.
—Estúpido.
—Estúpido —repito con frialdad.
—Sí, porque no hay nada más estúpido que negarse a sentir. A amar. Si hay algo que no podemos dominar, ese algo son nuestros sentimientos. Pero tú te empeñas en negarte a abrirte a los demás. No soy nadie para pedirte algo que no puedes ofrecer. Sólo espero que algún día encuentres una mujer a la que puedas ofrecerle lo que yo necesito en este momento.
Quiero gritarle que eso sólo podría ofrecérselo a ella. Que no hay otra mujer. Que jamás existirá. Pero soy incapaz.
Me puede el miedo.
—Alison... —es todo lo que consigo decir. Su nombre en un susurro quebrado y lastimero.
Ella aprieta los labios y la barbilla le tiembla. Parece derrotada. Es valiente. Demasiado para mí.
—No quiero volver a verte, a no ser que estés preparado para aceptar lo que yo te ofrezco —su mirada esperanzada desaparece al descubrir mi expresión—, me lo imaginaba.
Me convierto en un autómata cuando la puerta se abre, esta vez, para no dejarme entrar nunca más.