VIII: cinturón negro de kárate.

DANTE — Observo a Alison, y el rubor de sus mejillas, unido a su retorcimiento de manos, demuestran que ella está conmocionada por el espontáneo beso que le di hace unos minutos.

Pobre Alison. No sabe que cuando deseo algo, lo tomo sin pedir permiso.

De vez en cuando, me echa una mirada furibunda y aprieta los labios, como si quisiera pedirme explicaciones, y no encontrara el valor de iniciar la primera palabra, antes de que esta quede ahogada en su bonita garganta. La quiero lamer, justo en la base donde late su pulso, para demostrarle lo peligroso que puedo llegar a ser al desear algo que está prohibido.

Prohibido. Ese es el único motivo por el que no me puedo borrar de la cabeza la necesidad urgente de tumbar a Alison sobre la mesa, arrancarle las bragas y hundirme en su interior. Porque mi misión principal es la de encontrarle un novio, y porque veintinueve días de abstinencia me impiden hacer lo que tanto deseo.

Al fin y al cabo, Alison no tiene nada de especial al resto de mujeres. Ella es bonita, pero no espectacular. Ella es divertida, pero dudo que ese sentido del humor prevaleciera cuando engordara y estuviera rodeada de niños. Luego, está esa picardía que brilla en sus ojos, y que se afana en esconder, unida a esa espontaneidad que me asombra, y que me inquieta.

—¡Tía, casi no llegaba! Un cromañón ha estado a punto de atropellarme mientras cruzaba el paso de peatones. Ya le dan el carnet a cualquiera —se queja una esbelta mulata, de edad parecida a la de Alison.

La chica viste unos pantalones anchos y de estampado trivial, y una camiseta en un horrible color naranja. Las uñas de los pies, pintadas en un amarillo fosforito, descansan sobre unas babuchas de lino.

¿Se miró al espejo antes de vestirse?

Siento ganas de agarrar a Alison del brazo y protegerla de la última versión de Agatha Ruiz de la Prada, pero cuando ésta se funde en un cariñoso abrazo con la desconocida, entiendo que he llegado tarde.

—¿Y éste quién es? —me señala, sin una pizca de contención.

Alison ni siquiera me mira, pero aprieta los labios, como cada vez que, he descubierto, está enojada.

—Es Dante, mi consejero sentimental.

—¿Tú qué?

La chica se sienta al lado de su amiga, y me echa una mirada inquisitiva que raya en la desaprobación más absoluta.

—Tú no necesitas un consejero sentimental. Tienes veintisiete años. Emborráchate, trasnocha y date algún que otro revolcón. Ya tendrás tiempo de llegar a la treintena y encontrar al hombre con el que siempre soñaste.

—Lo necesito. Si tuvieras una madre que apuesta la herencia familiar a que irás acompañada a la boda de tu hermana, lo necesitas —replica ella.

—Tu madre es de otro planeta. El tinte oxigenado le llegó al cerebro.

—¡Maya!

La tal Maya rueda los ojos hacia mí.

—¿Y tú cuánto dinero le estás timando a mi amiga? ¿Sabes que es una modesta veterinaria con un jefe que la

explota?

—Lo sé —le aseguro.

Mi sinceridad la vuelve más iracunda.

—¡Y aun así te quedas tan pancho! Ali, ¿de dónde sacaste a este intento de doctor Hitch?

Alison le coloca una mano en el hombro para calmarla.

—No me está cobrando nada. Digamos que ambos salimos ganando con este trato.

—¿Qué clase de trato? —me increpa Maya, con los ojos entrecerrados.

No voy a darle explicaciones a la garrapata que Alison tiene por amiga, por lo que me echo sobre la silla y le dedico una sonrisa cargada de frialdad. Los ojos de Alison se iluminan con entusiasmo cuando su padre entra en escena, rodeado de una banda de jazz, con él en el centro tocando el saxofón. El susodicho le guiña un ojo, y ella lo saluda con la mano.

—Tu padre es muy atractivo. Los años no le pasan factura —lo estudia Maya.

—No hables así de mi padre. Lo haces parecer...

—¿Un hombre?

Alison suspira.

—Lo suficiente para estar emparejado con una tal Daisy, cuatro años menor que yo —dice entre dientes.

Maya suelta una risilla.

—¿Hay alguien normal en tu familia?

—Yo —sentencia, muy segura.

Me echa una mirada de reojo, y aprieta los labios.

—O eso creía.

Alison me arranca su cerveza de mis manos cuando me pilla bebiendo a morro de su bebida.

—No hagas eso —me pide, y pasa el pulgar por el sitio en el que han estado mis labios.

—Ella tiene un problema con los fluidos corporales —bromea Maya—, vuelve a hacerlo y te echará enjuague bucal en la boca.

Maya se centra en el concierto de jazz, y aprovechando su inconsciencia, me acerco a Alison y le aparto el cabello de la cara, acariciando su cuello con mis labios y susurrando a su oído.

—No te importó cuando te besé hace unos minutos —le digo.

Ella da un brinco, gira la cabeza y me encara, con nuestros labios rozándose levemente.

—Tú me besaste. No es algo que pudiera controlar —replica.

Me acerco a sus labios, y le acaricio con el pulgar la base de la garganta. Siento su pulso acelerarse, y aproximo mis labios a los suyos, hasta que ella jadea y entreabre los labios, expectante ante el beso.

—Mentirosa—le suelto, y me alejo de ella.

Ella me echa una mirada, primero anonada, y luego furiosa. Sus redondas mejillas se tiñen de un intenso color bermellón, y los ojos le arden con el fuego de la rabia. Sin pensárselo, arroja su bebida sobre mi pantalón, justo en la zona de la entrepierna.

—Huy, qué torpe soy. Será mejor que vayas a limpiarte —me dice, con una fingida sonrisa.

Asombrado, me levanto medio riendo, y me aproximo al cuarto de baño, donde corro a secarme el estropicio que Alison ha causado en mi entrepierna. Lo que no espero encontrarme es a Deborah, apoyada en el lavamanos del servicio masculino, enfundada en un vestido de cuero rojo que deja poco a la imaginación.

—¿Incontinencia urinaria? A tu edad es lo normal.

Agarro un trozo de papel y me seco el pantalón, sin obsequiarle con una sola mirada. Deborah se aproxima hacia mí por detrás, y rodea mi cuerpo con sus manos, que van descendiendo hacia mi entrepierna. Antes de que comience a frotarla, le agarro la muñeca y la empujo contra la pared.

—Así que lo de tus días de abstinencia es verdad... —comenta satisfecha.

—Déjame en paz —la suelto y me alejo de ella. Voy a marcharme, pero algo me detiene, y la encaro sin ningún miramiento— y aléjate de ella.

Por todos los demonios, no quiero que Deborah esté cerca de la dulce Alison, a pesar de que ella sea una mosquita muerta a la que le encanta atentar contra mi integridad masculina.

—Te preocupas demasiado por esa niñita, cuando podrías tener a cualquier otra mujer. Una de verdad, que pudiera darte lo que tú necesitas —los ojos le brillan con malicia, y con el despecho de saberse ignorada.

—Lo que yo necesito es salir del infierno. Sería un detalle que me facilitaras las cosas.

—Ni hablar —sentencia, echándose a mis labios y devorándome la boca con pasión. A pesar de que es una mujer atractiva, la aparto sin ninguna dificultad, y la alejo lo máximo posible de mí

—Somos amigos. Es lo único que puedo ofrecerte.

Los ojos de Deborah brillan con rabia.

—Los amigos no follan. Yo siempre quise algo más.

—Yo nunca te ofrecí otra cosa.

Agarro el pomo de la puerta para salir, pero la voz de Deborah se alza tras mi espalda, iracunda y vengativa.

—No puedes estar pegado las veinticuatro horas del día a esa rubita —me amenaza.

Salgo del cuarto de baño y diviso a Alison, charlando animadamente con Maya. Sin pensármelo, la cojo del hombro y le digo al oído.

—Nos vamos.

—Aún no ha terminado —me observa extrañada. Luego se aparta de mí, y vuelve a sentarse—, vete tú. Yo me

quedo.

—No, tú te vienes conmigo. No vamos a discutir sobre esto.

La agarro con fuerza del brazo, y tiro de ella hacia mí, arrastrándola hacia la salida. Maya comienza a gritarme, pero Alison la tranquiliza diciéndole que tenemos prisa. Cuando llegamos a la salida, ella me echa una mirada iracunda.

—¿A ti qué te pasa? —me exige.

—¿Sería demasiado pedir que cooperaras en mantenerte a salvo?

—No contestes a mi pregunta con otra... —se detiene y me mira a los ojos—. ¿A salvo de qué?

—De alguien muy peligroso que quiere hacerme daño.

La expresión se le torna en cautelosa, y se besa la cadenita que lleva colgada al cuello. Luego se hace un par de cruces sobre el pecho, y se muerde el tembloroso labio, lo que me hace bastante gracia.

—Santiguarse delante de un demonio es contradictorio —le recuerdo.

—Supongo —deja de santiguarse, y comienza a morderse las uñas con nerviosismo.

Observo a Alison, y soy consciente, por primera vez desde que la conozco, que la he puesto en peligro sin proponérmelo. Su seguridad coloca un peso en mi conciencia, que creía inexistente.

—Alison —la llamo, mi voz suena más grave que de costumbre.

Ella alza sus ojillos inocentes hacia mí.

Le pongo las manos en los hombros y le hablo sin vacilar.

—No voy a dejar que te pase nada. Lo prometo.

Ella se sobresalta, sorprendida, pero no se aleja de mi contacto. Ladea la cabeza y me observa con los ojos entrecerrados e inquisitivos. Ansiosos.

—¿Debería fiarme de la palabra de un demonio?

Le aparto las manos de los hombros, molesto por su desconfianza. Por primera vez en mi vida, quiero ser tratado como un hombre, y no como un ser desprovisto de moral.

—Deberías fiarte de mí —le digo fríamente.

La cojo de la mano y comienzo a arrastrarla hacia su casa. Alison no se queja, pero al rodear el río Misisipi, se detiene y suelta un suspiro de fascinación.

—Es precioso, ¿eh? —me dice, sin dejar de mirar hacia el río.

—Supongo —comento, sin verle la belleza por ningún lado.

Alison se adentra hacia el césped que bordea la orilla del Misisipi, y se tiende sin ningún pudor sobre el manto verde, extendiendo su cabello rubio sobre la hierba y fijando los ojos en el manto de estrellas que cubren Nueva Orleans.

—Túmbate a mi lado. El cielo está despejado y hoy se pueden ver las estrellas —me pide.

Con cierta vacilación, hago lo que me pide y me tumbo a su lado, hasta que nuestros dedos se rozan y ella sonríe tímidamente.

—Siempre soñé con tener una casa a orillas del Misisipi. De pequeña, mi padre me traía hasta la orilla del río, justo donde estamos tumbados. Comíamos un cono de helado, y él me narraba la historia de las estrellas. Recuerdo

aquellos momentos como los más felices de mi vida.

—Algún día tendrás tu casa a orillas del Misisipi —le aseguro sin ningún motivo, y por la plena necesidad de hacerla feliz.

Ella se da la vuelta, girándose hacia mí, y el cabello del color de la miel se le cuela en los ojos. Estiro el brazo para apartarlo de su rostro, y me encuentro con sus ojos redondos explorándome íntimamente, como nunca antes lo ha hecho nadie.

—¿Por qué te hiciste demonio? —me pregunta.

—Dinero. Mujeres. Una buena vida —enumero.

—Mentiroso —responde sin dudar.

Se incorpora, y se abraza las rodillas contra el pecho, escondiendo la cabeza y alejándose de todo. Su voz suena amortiguada cuando me habla.

—¿Crees que encontrarás al hombre de mis sueños? —suelta una risilla, como si lo creyera imposible.

—Estoy seguro.

—Siempre fui un bicho raro —comenta sin más.

—Lo eres.

Ella levanta la cabeza, y enarca una ceja. Acto seguido, se abalanza sobre mí y comienza a golpearme con los puños, ante mi perplejidad. Le sujeto las muñecas por encima de la cabeza, y la tumbo sobre el césped, inmovilizándola con mi propio peso.

—Más que un bicho raro, yo diría que estás como una puñetera cabra —le suelto cabreado.

Ella me mira rabiosamente.

—No me gusta que se burlen de mí.

—¿A qué te refieres?

Rueda los ojos, y suelta un bufido.

—Como si no lo supieras...

—Alúmbrame.

—¡Vuelves a burlarte de mí! —estalla.

Trata de soltarme un rodillazo en la entrepierna, pero yo soy más rápido, y coloco mi rodilla entre sus muslos, dejándola paralizada por completo. Se queda sin aliento, encogida bajo mi cuerpo.

—¿Te refieres a mis frases subidas de tono? —la provoco.

La muy bribona me encara, pero se mantiene callada.

—¿A las ganas que tienes de desnudarme?

Ella pone los ojos en blanco.

—¿Quieres saber si todos los demonios somos tan grandes ahí abajo como imaginas?

Ella abre la boca, anonadada.

—Te lo puedo enseñar.

Le agarro la mano, y la acerco a mi entrepierna. Ella tira de su mano hacia atrás, y yo la suelto, con una sonrisa.

—O tal vez, lo que necesitas es que te vuelva a besar.

Dejo caer mi cabeza sobre ella, y noto su respiración agitada contra mis labios. Justo en el momento en el que los rozo, ella echa la cabeza hacia atrás, toma impulso y me suelta un cabezazo con toda su fuerza. Me quito de encima suyo, gritando y maldiciendo en voz alta. La veo rodar sobre el césped, jadeando y con una mano en la cabeza. Tiene lágrimas en los ojos, y me mira angustiada.

—Pues a Vin Diesel le salía bien —gime, y acto seguido, se desmaya.