IX: Rocky Balboa
ALISON — Me despierto en una casa que no es la mía. Paredes blancas, techos altos, mobiliario moderno y escaso, y espacios amplios me reciben, acomodada en un sofá de color gris, con mi cabeza reposando sobre un mullido cojín.
Al tratar de incorporarme, un agudo dolor me recorre las sienes, y se concentra en el punto de mi cráneo con el que golpeé a Dante.
—Auch... —me quejo.
Lo veo por el rabillo del ojo, sentado en un banco alto con las piernas cruzadas y los primeros botones de su camisa desabrochados. Un fino vello castaño oscuro le recorre el pecho, y la circunferencia plateada de sus ojos se ha oscurecido peligrosamente. Su mandíbula se contrae al percatarse de que lo estoy observando.
—Sólo tenías que pedirme que me detuviera. Lo habría hecho —me dice su voz.
—Se suponía que debía hacerte daño a ti, no a mí misma. En las películas funciona.
Me llevo las manos a la cabeza, y me incorporo lentamente, a sabiendas de que la brusquedad sólo me marearía.
—Empiezo a pensar que tienes poca responsabilidad hacia ti misma.
—¿Eh?
—Desde que te conozco, te has desmayado dos veces, quemado el culo y comportado como una histérica. Eres,
sin duda, un bicho raro.
Me río sin ganas.
—Mi vida era muy normal hasta que te conocí.
Dante se sienta a mi lado, y coloca una bolsa de hielo sobre mi frente. El frío me hace tensarme. Acto seguido, el dolor se va desvaneciendo. Dante mantiene la bolsa sobre mi frente, mientras acaricia mi cabello, produciéndome un gran placer.
—Se supone que no debería estar haciendo esto cuando has intentado golpearme.
—Ajá...
Cierro los ojos, sin escuchar el resto de lo que me dice. Sus manos hábiles me tratan con cariño y devoción, y por primera vez desde que lo conozco, puedo fingir que él no es un demonio. Sólo un tipo normal, tratando
afectuosamente a una chica.
—Oh... no pares... —le pido.
Suelto un suspiro al notar sus manos sobre mis hombros, deshaciendo cada nudo de tensión, convirtiéndome en plastilina bajo sus manos. La respiración caliente de Dante me acaricia la nuca, y sin ser consciente de mí misma, me aparto el cabello hacia un lado, facilitándole el acceso sobre mi piel. Sus manos invaden el interior de mi camiseta, echando los tirantes a un lado y masajeando con ahínco la parte superior de mi espalda. En un segundo esto se ha convertido demasiado íntimo, y yo sólo puedo cerrar los ojos y rogar para que él no se detenga. Me quedaría aquí toda la vida.
Suelto un gemido incontenible, y me muerdo los labios, acallándome a mí misma. Los dedos hábiles de Dante
me recorren desde la nuca hasta el centro de la espalda, y sus labios se pegan a mi nuca, soltándome una caricia inesperada que me ofrece un placer increíble.
—¿Mejor? —susurra sobre mi piel. Su voz ronca y grave me invita a perderme hacia un camino sin retorno.
—Ajá... esto... sí, gracias.
Él aparta las manos de mi cuerpo, y siento la tentación de pedirle que prosiga. Sus manos vuelven a colocarme los tirantes de la camiseta, y la tentación se evapora, volviendo a convertirme en la chica racional que soy. Derretirme por un demonio no es sensato.
—Tengo que volver a mi casa. Mañana madrugo —me pongo en pie.
—No estás en condición de caminar. Quédate.
—Prefiero dormir en mi propia casa —le digo con mayor brusquedad de la debida.
—No te lo pediré dos veces.
Camino decidida hacia la puerta, y me asombro al verlo seguir mis pasos.
—Al menos, déjame que te lleve en coche.
Bajamos hasta el sótano, y aspiro el olor polvoriento y húmedo del garaje, lo que me produce náuseas, debido a mi reciente golpe. Ante mí, me encuentro con un sencillo deportivo en color negro. Conociendo a Dante, me habría esperado algo vibrante y magnético, justo como él. Quizá un ostentoso descapotable pintado en rojo. Me doy
cuenta de que ni siquiera lo conozco. Miro a Dante, y luego al deportivo.
—¿Qué?
—Nada.
Me meto en el coche, y Dante conduce hacia mi casa. No nos dirigimos la palabra, y comienzo a arrepentirme por el cabezazo a lo Rambo que le solté hace unos minutos. Su semblante es inescrutable, y me pregunto en qué estará pensando. Supongo que él debe creer que estoy loca. Incluso yo, ahora que pienso en mis razones para haberlo golpeado, me siento desdichada por no haberle pedido simplemente que se detuviera. Pero así soy yo.
El coche se detiene delante de mi apartamento, y Dante ni siquiera me mira cuando abro la puerta del copiloto.
—¿Estás enfadado por haberte golpeado? —le pregunta suavemente.
—No —responde sin mirarme.
—Lo siento.
Él se gira para encararme, y esta vez, puedo percibir las líneas tensión en su rostro.
—No lo sientas. Sólo porque me hayas golpeado con tu dura cabeza no tienes que pedir perdón... ¡Por el amor de Dios! ¿En qué estabas pensando? —estalla, exigiéndome una respuesta.
Suelto una risilla nerviosa.
—Sólo vi la opción de golpearte.
—Sólo viste la opción de golpearme —repite mis palabras, haciéndome parecer estúpida.
—¡No es culpa mía que tú te comportes de esa manera! —estallo.
Su semblante se suaviza, y me doy cuenta de que debería haber salido del coche sin decir una palabra. Se inclina hacia mí, y me habla con una sonrisa triunfal en la cara.
—Así que admites lo mucho que te afecto —me dice, con una seguridad que me hace sentir pequeñita.
—Engreído —siseo.
El portazo que doy resuena en la calle desierta. Corro a esconderme dentro del apartamento, y no me siento segura hasta que cierro la puerta con llave, me meto en mi habitación y me tumbo en la cama, tapándome la cabeza con una almohada.
Necesito una cita. Algo que me distraiga del influjo ardiente y puramente sexual que Dante tiene sobre mí.
¿Por qué él?
Durante todos estos años, la atracción ha sido algo de lo que he escapado. Pero Dante, con sus ojos azules y su sonrisa prometedora me hace fantasear las cosas más oscuras y perversas que jamás he creído posibles.
o
Tres y media de la tarde, y sólo puedo pensar en estrangular al señor Ryan con el collar del perro de la señora Thomson. Ni siquiera me ha dado tiempo a almorzar, pues el encantador viejito decrepito y odioso que tengo por jefe ha decidido aceptar la cita de última hora que ha concertado la señora Thomson.
—Deberías hacerle más pruebas —insiste la buena señora.
—Le aseguro que los vómitos de Puchi han sido producidos por una mala alimentación. La última vez, le pedí que no le diera de comer chucherías.
—Pero es que se pone tan contento... —lloriquea.
Suspiro y le devuelvo a su chihuahua.
—Nada de chucherías. A no ser que quiera seguir trayendo a Puchi a la clínica cada dos por tres.
E interrumpa mi almuerzo.
La señora Thomson marcha con Puchi en su bolso, y yo la despido acompañándola hasta la salida.
—¡Alison! ¿Dónde están las vacunas de la rabia?
Me vuelvo hacia el señor Ryan con una fingida sonrisa en el rostro.
—Están donde siempre. La tercera estantería, en el último cajón.
El señor Ryan me señala con su huesudo dedo índice.
—No estarás robando...
—¡Señor Ryan! ¿Para qué querría yo unas vacunas?
—¡Bah! —hace un gesto con la mano, y se marcha hacia su despacho, arrastrando los pies y con la espalda encorvada.
A él sí que le harían falta unas vacunas para la rabia, pinchadas en su huesudo trasero. Pero al verlo en semejante estado, siento un poco de pena por él. Me es imposible no sentir empatía hacia un abuelito que ha sido abandonado por toda su familia. Luego reparo en sus constantes gritos, y se me pasa.
Estoy haciendo el inventario, organizando las medicinas que hay en la clínica y las que son necesarias adquirir, cuando reparo en una escena que llama mi atención. Mi hermana y mi madre, acompañadas de un sujeto que se
parece sospechosamente a... ¡Dante!
Salgo de la tienda, sin importarme los gritos del señor Ryan, y camino apresurada hacia donde se encuentran. Mi hermana acaricia el brazo de Dante de una manera tan íntima que siento ganas de arrancarle la cabeza. No estoy celosa. Sólo pienso que ella debería comportarse, pues es una mujer prometida.
—¡Cielito! —mi madre planta dos efímeros besos en cada mejilla—. Qué agradable coincidencia. Veníamos a hacerte una visita y nos hemos encontrado con Dante.
—Ah...
Me siento estúpida por haber creído que ellos estaban confabulando algún ilógico plan a mis espaldas. Pero Telma y Louise no me engañan. Tras tintes oxigenados y rayos uvas, se esconden cerebros maquiavélicos intentando
adquirir la última ganga de las rebajas.
—Voy a comprarme un vestido para la cena con papá, y pensé que a ti también te haría falta renovar tu armario
—me dice Stella.
—Mi armario está bien.
—No lo está.
La ignoro, y pongo toda mi atención en Dante.
—¿Y tú, qué haces por aquí?
—Estaba paseando y me he encontrado con estas encantadoras damas.
Mentiroso.
Stella y Bárbara ríen como unas colegialas.
—¡Si fuera unos años más joven, me tiraría a tus brazos! —le suelta mi madre.
Pienso en papá y la tal Daisy y se me revuelve el estómago.
—¡No mamá!
Todos me miran extrañados.
—Fue una broma, cielito. Te veo demasiado tensa. Ese viejo aborrecible te está chupando la vida.
—Maaaaaaaamá —me irrito.
—Sólo digo la verdad —se defiende—. ¿Por qué no vas de compras con tu hermana? Te sentará bien. Hace mucho
tiempo que no os veis.
Mi hermana aprieta las manos y da saltitos a mi alrededor. Pongo los ojos en blanco.
—Está bien. Cinco minutos. Tengo que terminar de hacer el inventario.
Camino hacia la clínica veterinaria, pero la conciencia de que Dante no ha encontrado a mi familia por casualidad pone una maquiavélica idea en mi cabeza. Eso le enseñará a no ser entrometido.
—Dante, mi hermana y yo llevamos demasiado tiempo sin vernos y necesitamos pasar un rato juntas. Mamá se
quedará sola... ¿Por qué no le enseñes la ciudad mientras tanto?
El susodicho se queda blanco.
—¡Oh, eso sería fabuloso! Ir acompañada de este hombretón —lo agarra posesivamente, y le palpa cada músculo de su anatomía con descaro.
Dante me echa una mirada afilada.
—Será un placer.