XXIV: Los pinguinos de Nueva Orleans
ALISON — Dante me sujeta los hombros con firmeza. Su expresión denota ansiedad, y sus ojos, esta vez de una tonalidad azul cobalto, me observan pidiendo comprensión.
—¿Quieres saber lo que me retiene? —parece exigírselo a sí mismo. Sus manos se aferran a mí como si fuera
incapaz de soltarme. No quiero que me suelte—. La verdad, Alison, es que...
La cabeza peluda de Timón se interpone entre nosotros. Sus ojillos saltones observan a Dante con curiosidad, y su pequeña lengua rozada le lame la mejilla.
—¡Eh! —protesta Dante, limpiándose el pómulo con el puño de la camisa.
Timón trepa con habilidad por el torso de Dante, hasta llegar a la cima de su brazo y posicionarse sobre su hombro.
—Parece que le gustas. Timón siempre está escondido en cualquier rincón. No le agradan los extraños.
Dante le acaricia la cabeza.
—¿No has pensando en tener un animal de compañía? —le pregunto.
—¿Te parezco tan solitario como para necesitar uno?
—Es la típica actitud del macho alfa —Dante arquea las cejas con indolencia ante mi acusación—. Y para que lo sepas, los animales también necesitan cariño, pero no espero que un tipo como tú lo entienda.
—Interesante —replica con desdén.
De repente, una loca idea alumbra mi mente.
—A la clínica veterinaria acuden muchos animales abandonados...
—De antemano te digo que no.
—¡Pero si aún no me has escuchado!
—Quieres endosarme algún perrito abandonado. Ni hablar —sentencia de malhumor.
Acaricia a Timón en la cabeza, desconcertándome con su actitud. No quiere recibir cariño, pero lo ofrece con naturalidad cuando tiene la oportunidad.
—No es un perro. Es un gatito precioso. Es de color negro y...
—Los gatos negros dan mala suerte —me interrumpe bruscamente.
—Sabes que eso es mentira. Se llama...
—No quiero saber su nombre.
—Se llama Fígaro, y es muy obediente —lo informo, sin echarle la más remota cuenta.
—Los gatos son ariscos —refunfuña.
—Ya tendríais algo en común.
—¿Te parezco arisco? —me provoca, acercando una mano a mi pecho.
Le suelto un guantazo.
—¿Por qué tienes tanto miedo a recibir cariño? —le pregunto sin rodeos.
La expresión de Dante se congela en un gesto sombrío, y sé que he tocado algún punto que él no está dispuesto a rebatir. Bajo sus párpados, dos profundas manchas oscuras me acusan sin piedad y me ordenan dejar ese tema que sé que lo amarga dolorosamente.
—¿Por qué estás tan ansiosa de recibir cariño? —me acusa él—. Resultas patéticamente conmovedora, nena. La
clase de chica ansiosa de pescar a alguien al que abrazarse por las noches —me ataca furioso.
Es la primera vez que observo esa actitud en él. Sé que he tocado algún punto sensible en sus sentimientos, provocando que el tipo distante e irónico haya sido reemplazado por alguien susceptible que utiliza la provocación para defenderse y aislarse en sí mismo.
—No es necesario que me ataques, Dante. Si tanto miedo te da la compañía de un simple gatito, puedes quedarte sólo y protegido por esa coraza que te has creado.
—No digas bobadas...
Su estupefacción es latente por mi manera de llevar la situación hacia otro terreno. Uno vedado.
—Así que tienes tu corazoncito después de todo... yo que pensaba que eras un engreído por naturaleza, y ahora resulta que tienes miedo a recibir amor.
—Eso no es...
—No te pongas a llorar como una nenaza. Aunque esté deseosa de abrazar a alguien por las noches, como tú dices, no soporto los dramas del típico machote duro como una piedra que resulta ser una regadera.
—¡Me quedaré con el puñetero gato! —estalla furioso.
Esbozo una sonrisa triunfal. Sabía que mi provocación daría resultado.
—Es eso lo que querías, ¿no? —replica enfadado, al tiempo que rasca la barriga sonrosada de Timón, como si
tratara de calmarse a sí mismo.
—Puede ser... el caso es que ahora sé que tienes corazón, aunque te esfuerces por demostrar que nada te importa.
Mis palabras lo hunden en el sofá, convirtiéndolo en hielo. Durante el resto de la noche, no me dirige la palabra. No me importa. He visto a un Dante furioso, pero también a un demonio más real. Más humano.
o
—Prueba superada —me dice Dante, refiriéndose a la noche que hemos pasado sin dormir
Aún sigue enfadado por lo de la noche anterior.
Me restriego los párpados, demasiado cansada por no haber dormido. Rose ya está despierta, saltando en la cama y haciendo sonar los muelles de su colchón.
—¡Quiero ir al zoo, quiero ir al zoo! —suplica mientras salta en la cama.
—Ni hablar —sentencio.
Rose deja de saltar en la cama, corretea por el salón y comienza a gritar, con esa vocecita endemoniada que Dios le ha dado. Angelito...
—¡Alison es una aburrida, Alison es una aburrida, Alison es una aburrida!
Me tapo los oídos, trago todo el aire del mundo y le echo un vistazo a Dante. El muy bellaco grita junto a Rose, dejándome alucinada. Con que esa es su venganza por haberse quedado con Fígaro...
—Por fa Alison —Rose me observa con ojitos de cordero —si me llevas al zoo, te prometo que me portaré bien
durante el resto de la semana.
Me río en voz alta.
—No prometas cosas que no puedes cumplir —le recuerdo.
La pequeña pone cara de fastidio.
—No tienes que trabajar, ¿qué tiene de malo ir al zoo? —intermedia Dante.
—Querrás decir: lugar de concentración de animales en el que los torturan.
Dante pone los ojos en blanco. Rose tironea de mi blusa, gritando y llorando.
—¡Está bien! —sentencio enfadada—, iremos al puñetero zoológico.
—¡Iremos al puñetero zoológico! —grita entusiasmada.
—No digas tacos.
—Pero tú...
—Yo soy mayor y tú no.
Rose aprieta los labios en un mohín de rabia, pero al ver cumplido su deseo, lo desdeña por una sonrisa radiante.
Cuando Dante va a marcharse, cargo a Rose en sus brazos y le lanzo una sonrisa cínica.
—Querido, no irás a marcharte en esta espléndida mañana soleada...
—¡Por fa, por fa, ven con nosotras! Alison es una aburrida y no querrá hacer nada divertido —le suplica Rose.
—Sí, soy verdaderamente aburrida —replico secamente.
Dante traga con dificultad, pero Rose no se separa de él en ningún momento, por lo que al final, se ve obligado a acompañarnos al zoológico. Pasamos la mañana visitando a los animales enjaulados, ante mis continuas protestas.
Pero Dante y Rose no me prestan atención. Ante mi perplejidad, parecen padre e hija.
El demonio le compra a Rose un peluche de un oso gigante de color rosa, junto a un algodón de azúcar.
—La estás malcriando.
—Deja en paz a la niña. De vez en cuando viene bien divertirse, querida.
—Tú no tienes que convivir con ella las veinticuatro horas del día. Ser el padre que la consiente es muy fácil.
—El papel de madre amargada ya te lo has ganado tú.
—Oh, déjalo. Parecemos un matrimonio.
A Dante se le iluminan los ojos, y aprovecha que Rose está ensimismada con el parque de los pingüinos para
presionarme contra la valla. Su pelvis choca contra la mía, y sus brazos se enrollan alrededor de mi cuerpo.
—Papá y mamá van a tener una charla muy íntima... —empieza, susurrando sobre mis labios.
—Aquí no —le ruego.
—Punto número uno: no te creas más lista que yo. Si me provocas, yo puedo provocarte a ti. Y te aseguro que mis provocaciones no podrías soportarlas. Serían el tipo de provocación que te tendrían atada a la cama, rogándome que te follara. Punto número dos: no vuelvas a golpearme, porque si lo haces...
—¿Qué? —estallo.
Él me besa.
Su boca aprisiona mis labios, besándome sin permiso y de una manera que me vuelve loca. El beso apenas dura unos segundos, pero al apartarse de mí, me deja tan conmocionada que no logro encontrar mi voz.
Dante estalla en una carcajada.
—¡Vamos Alison, estás deseando golpearme!
Me pongo roja como un tomate.
—Pero nena... si quieres que vuelva a besarte, sólo tienes que pedirlo por favor.
Le echo una mirada ácida. Es tan prepotente...
—Léeme los labios —le pido, señalándome la boca.
Esbozo una a una las palabras adecuadas, en silencio. Dante entrecierra los ojos y me observa los labios.
—Por... favor... Dante....quiero... que... me..foll...
—¡Eso no es lo que te he dicho! —estallo furiosa y avergonzada.
—¡A tus órdenes mi reina, bájate las bragas!
Llena de ira, le doy un empujón para apartarlo de mi camino, pero él me agarra las muñecas, las coloca tras mi espalda y me roba un beso. Y otro. Y otro. Cuando se aparta de mí, jadeo entrecortadamente.
—Pero qué viciosa eres, pecosa —comenta encantado de la vida.
Siento ganas de llorar ante su absurda provocación. Abochornada, me coloco junto a la valla y aparto mi mirada de él.
Estúpido demonio arrogante y lascivo...
Los gritos de la gente me apartan de mis pensamientos acerca de yo golpeando a Dante en su bello rostro de cretino.
Necesito dos segundos para darme cuenta de:
a.
Si algún día soy madre, seré la peor madre del mundo.
b.
Rose está dentro del parque de pingüinos, subida a un pedazo de hielo que no parece muy estable.
—¿Cómo se ha metido ahí dentro? —pregunto aterrorizada, al notar que el hielo se resquebraja bajo sus piececillos.
Dante contempla la escena con horror. Salgo corriendo del recinto, buscando la parte posterior del parque de pingüinos. A Dante no le da tiempo a detenerme. Me planto delante de un guardia de seguridad, y le grito que me deje pasar.
—No puede entrar ahí dentro, señorita.
—¡Mi vecina Rose está ahí dentro, tiene ochos años!
—Señora, ahí dentro no hay ninguna niña. He estado vigilando la puerta en todo momento.
—Es usted un mentiroso. Ha debido de escabullirse en algún instante, y la niña se ha colado dentro.
El guardia de seguridad da un paso amenazante hacia mí.
—¿Usted no es la misma mujer que hace unos años se encadenó al parque de pingüinos?
El rostro se me tiñe de color rojo.
—No... usted... se equivoca. Aunque he de admitir que es de admirar lo que comenta. Si los pingüinos quisieran estar en este zoológico, ¿no cree usted que habrían nacido en Nueva Orleans y no en el Polo Sur?
—Señora, si no se aparta, voy a tener que apartarla yo mismo.
El guardia de seguridad me agarra del brazo para sacarme a la fuerza.
—¡No me toque, soy cinturón negro de kárate!
—¿Me está amenazando?
—¡Se lo estoy advirtiendo! —le digo con los puños cerrados.
—¡Eh, aléjese de ella! —se interpone Dante, con la niña en brazos.
Rose me guiña un ojo.
—Había otra entrada —explica Dante sin entrar en detalles. Se acerca al guardia de seguridad, y aprieta los puños—, aprenda a tratar a las mujeres, maldito imbécil.
—Dante...
—No, ahora no Alison. Este tipo necesita que le enseñen modales.
Las pisadas de un grupo de personas me sacan de mi ensimismamiento. Agarro a Dante del brazo y tironeo de él.
—¡Corre Dante! —tiro de él, señalándole a los guardias de seguridad que corren tras nosotros.
Sin pensárselo, aprieta a Rose sobre su pecho y me ofrece la mano. Salimos corriendo hacia la salida, y no dejamos de correr hasta que los dejamos atrás. Cuando llegamos a un lugar seguro y apartado, mientras Rose se ríe y pide que volvamos a jugar ese juego tan divertido, Dante me observa con una mezcla de curiosidad y estupefacción.
—¿Te encadenaste al parque de pingüinos?
—Es una larga historia...