XII: Martha Stewart y otras locuras

ME coloco el único vestido decente que tengo en el armario. Un precioso vestido de cóctel de vaporosa tela de gasa en color lavanda con un amplio escote en la espalda. Debido a mi dolorido tobillo, opto por calzarme unas sandalias plateadas con tiras de strass.

—¡Eh! ¿A quién quieres impresionar? —me pregunta Rosemary.

Rose Junior se agarra a la falda de mi vestido, intentando rasgarlo. La aparto como si fuera una molesta mosca olisqueando un pastel, y fijo mi atención en Rosemary.

Uhm... buena pregunta. Se supone que yo debo impresionar a mi cita, pero todo lo que quiero es causar sensación en Dante.

—A mi cita —miento.

—¿Tienes una cita? —su tono de voz demuestra la mayor perplejidad.

No la culpo. Desde que vivimos juntas, sólo he tenido un par de citas esporádicas y concertadas por Maya. A mis veintisiete años, mis escarceos sexuales se reducen a la pérdida de la virginidad el día de mi graduación aderezada con demasiado alcohol, un par de ligues ocasionales, y las comedias románticas de Jennifer Aniston.

Desde que Dante ha entrado en mi vida, no obstante, siento un hambre sexual inusitada en mí. Dante no es la clase de hombre con el que yo siempre fantaseé. Él es descarado y promiscuo, todo lo contrario al príncipe azul con el que siempre soñé. Y sin embargo, es el protagonista de las fantasías más oscuras que jamás creí poder imaginar.

April aparece como una exhalación, coge algo de la nevera y se adentra en su habitación. Rosemary le lanza una mirada desaprobatoria, y su expresión se congela en una mueca de fastidio, como si hubiera chupado un limón.

—Aplaudo que hagas algo por conseguir un novio. Si permaneces bajo estas cuatro paredes, te quedarás soltera, como la rara de April.

¿Ha dicho rara o rata?

—Te aseguro que mi intención tiene poco que ver en esto —le digo, acordándome de mi madre.

Rosemary se encoge de hombros.

—Igualmente, sal a divertirte.

Rose Junior se pone de puntillas para alcanzar la jaula de Agatha. Su madre y yo suspiramos, acostumbradas a sus continuas trastadas, la vigilamos las veinticuatro horas del día, incluso sin ser conscientes de ello, lo cual no impide que ella se escape de nuestra vigilancia en ciertas ocasiones.

—¡Deja a ese bicho! —le grita Rosemary.

La pequeña detiene su manita y esboza una expresión de fastidio al ser descubierta en mitad de su trastada.

—Mami, pero quiero un hámster rosa —tironea de la falda de su madre, intentando captar su atención.

Rosemary la coge en brazos y sale a la terraza, haciendo oídos sordos a la petición de su hija. La última vez, quería un perro verde, y decidió pintar a Jaime con un bote de pintura barata. Me costó varios días sacar toda aquella pintura del pelaje del pobre Jaime, que aún sigue conmocionado y se aparta de Rose cada vez que ésta se acerca a acariciarlo.

—¡Alison! —el grito de Rosemary me sobresalta.

Corro a encontrarla, asustada porque la pequeña Rose se haya tirado desde la terraza al no ver cumplido su berrinche infantil. Luego recuerdo que vivimos en un primero, y me relajo. Encuentro a Rosemary con la boca abierta, abanicándose con una mano.

—¿Él es tu cita? —señala hacia la calle, donde el deportivo de Dante está aparcado. Él está apoyado en el coche, con las manos metidas en los bolsillos y la sonrisa ladeada.

—Es sólo mi consejero sentimental.

—Madre del amor hermoso... ¡Qué espécimen! —le tapa los oídos a su hija, para que no escuche la retahíla de palabrotas que suelta por la boca—. ¿Para qué necesitas un consejero sentimental cuando tienes al hombre perfecto a tu lado?

—Dante no es el hombre perfecto —le digo, lo cual es demasiado evidente.

—Para mí lo es.

Rosemary saluda a Dante, quien le devuelve el saludo y le dedica una sonrisa. Eso me enoja, más aún cuando

Rosemary suelta una risita de colegiala. No es que a mí me importe que mi sexy y propio consejero sentimental flirtee con ella... sólo creo que debería comportarse delante de su hija, ¿de acuerdo?

Irritada, salgo de la terraza y me encamino hacia la calle. Por supuesto que él no es el hombre perfecto. Ni siquiera se acerca a lo que yo espero encontrar en el hombre de mis sueños.

Él es irritante.

Mujeriego.

Avariciosamente guapo.

Las pulsaciones se me aceleran conforme me voy acercando. Va vestido con una cazadora de cuero negro que

conjuga a la perfección con su cabello oscuro y despeinado. Capto el destello de su colgante sobre el pecho. Sus ojos felinos me observan con detenimiento.

Dante se quita las gafas para observarme mejor. Los ojos le brillan hambrientos, como si quisiera devorarme. No es la mirada que ha compartido con Rosemary, y eso me hace sentir dichosa.

—Estás preciosa.

Me ofrece su mano y me acompaña hacia la puerta del copiloto. Al pasar por su lado, él me apremia por la cintura y entierra su nariz en mi cuello.

—Jazmín —sus labios rozan mi piel con deliberación.

—¿Cómo dices? —me sobresalto.

Trato de apartarme de él. De su influjo magnético y lujurioso que me hace perder la conciencia. Todo lo que consigo es abrazarme a su cuerpo y apoyar la mejilla en su pecho.

—Hueles a jazmín —me explica, sin separar sus labios de mi cuello, lame el borde de mi garganta, como si quisiera capturar mi esencia. Ahogo un gemido y le clavo las uñas en los hombros.

—No deberías hacer eso cuando me has concertado una cita —le reprocho.

Él se separa de mí.

—No debería... no debería... ¿Alguna vez haces lo que verdaderamente quieres, y no lo que estimas correcto?

La pregunta me incomoda.

—Por supuesto. Ahora, estoy deseando tener mi cita con Alfred —le espeto, sintiéndome repentinamente malhumorada.

Me siento en el asiento, sin echar un vistazo a la expresión de Dante. No puedo mirarlo, o mis verdaderos sentimientos me delatarían. Él se inclina hacia mí, y ahogo un gemido. Justo cuando pienso que él va a caer sobre mí para besarme, se aleja y cierra de un portazo. El golpe me sobresalta, y soy incapaz de observarlo en todo el trayecto.

¿Alguna vez haces lo que verdaderamente quieres, y no lo que estimas correcto?

Su pregunta coloca un opresor peso sobre mi estómago, y siento el malestar del desconsuelo. Honestamente, siempre me he considerado una chica desapasionada con tendencia al disfrute de las cosas más sencillas. Mi trabajo, mi familia y mis mascotas lo son todo para mí. Los hombres, las pasiones prohibidas y las borracheras de fin de semana nunca han sido santo de mi devoción.

Con Dante merodeando por mi vida, la balanza se ha desequilibrado. Quiero poseerlo salvajemente, beber un lucky devil, y que él entierre su cabeza en mi sexo, justo como me prometió.

Puedo imaginar los envites de su lengua, mis manos enterradas en su frondoso cabello, su barba de tres días arañándome los muslos...

—Ya hemos llegado —anuncia fríamente.

Me abanico con la mano y trato de calmarme.

¿Qué diantres me está sucediendo? ¿Desde cuándo un simple hombre puede trastocar mi vida hasta llegar al fondo de mis fantasías más oscuras?

Oh, olvídalo. Él no es un simple hombre. Él es un demonio. Un ser de brutal sensualidad. La lujuria reencarnada en metro ochenta de piel bronceada.

Agarro mi cadenita y entrecierro los ojos.

¿Me está Dios poniendo a prueba?

—Te está esperando. Te aseguro que a los hombres no nos gusta que se hagan de rogar, por mucho que se extienda la versión contraria —me apremia.

—¿Tú no me acompañas?

Dante se inclina sobre mí. Justo cuando creo que él va a besarme, cierro los ojos con premeditación. Él simplemente me abre la puerta del copiloto, expulsándome con cierta inquina.

Cretino.

—Ya conoces el dicho. Tres son multitud.

Salgo del coche con toda la dignidad posible. Me bajo el vestido, cierro la puerta con suavidad para dejarle claro que no me importa su indiferencia y camino presurosa hacia el encuentro de mi próxima cita.

Como no sé quién es, me siento en la terraza. Pero el hecho de pensar en Dante coloca un punto de inflexión en mi mente. Empiezo a refunfuñar en voz baja, siendo consciente de que estoy más afectada de lo que soy capaz de admitir. El camarero llega con el Martini que prácticamente le arrebato de la bandeja. Mordisqueo la aceituna, y suelto un bufido.

Cálmate, Alison. No es en Dante en quien debes pensar. Alfred, se llama Alfred... un reconocido publicista de Seattle.

—¿Alison?

La voz masculina tiene un profundo acento sureño con cadencia en las vocales. Me desagrada.

Alzo la cabeza y me encuentro con un hombre que debe estar a mitad de la treintena. Tiene los ojos azules, pero no de la misma tonalidad violácea que Dante. Es un azul acuoso, como el agua turbia. Tiene una perfecta dentadura que...

—Hola —le estrecho la mano, y él enseguida toma asiento.

Me sonríe y se me cae el alma a los pies. Me pellizco el puente de la nariz, y trato de mirar hacia otra parte. Cualquier punto que no sean sus descomunales dientes. Y ahora que me percato, tiene la cara alargada, como la de un caballo.

Enormes dientes de caballo, porque cuando habla, parece hacerlo hacia fuera. La visión me hace reír, y me tapo la boca.

—¿Te encuentras bien?

—Oh... sí. Uhm... ¿A qué te dedicas? Dante me explicó que eres publicista.

—No exactamente —él sonríe ampliamente, se inclina hacia mí.

Debo dejar de mirarle los dientes... debo dejar de mirarle los dientes... debo dejar de...

Pero son como pastillas de chicle. ¡Enormes pastillas de chicle!

—Trabajo en el departamento de publicidad de mi empresa como gerente de recursos humanos.

—O sea, que despides gente —le suelto. No puedo creer que haya dicho tal cosa.

Él enarca una ceja, visiblemente confundido.

—En realidad... hago informes sobre el personal de mi departamento. Mi función es la de reestructurar el organigrama de la empresa, y recolocar a aquellas personas que...

No sigo escuchándolo. Él despide gente. No puedo salir con un hombre que despide gente. Se trata de una persona que está incardinada a anular toda aquella relación que adolezca de alguna deficiencia en algún momento de la vida en común.

Me levanto automáticamente.

—¡Si despides gente, te sería muy fácil cortar conmigo! —lo censuro en voz alta.

Me siento enfadada. Pero te juro, esto no tiene nada que ver con Dante. No porque él sea un ser promiscuo,

descarado y estúpido...

—Pero ¿qué dices? Haz el favor de hablar más bajo.

—Algún día tendremos niños. Yo estaré gorda y tú me serás infiel con aquella secretaria veinte años más joven que llevabas a nuestras barbacoas. Los niños irán a la escuela, y tú querrás apuntarlos a clases de alemán, pero yo preferiré que vayan a una granja escuela y para cuando queramos darnos cuenta... estaremos divorciados y tendré una exsuegra llamada Molly que me hará la vida imposible y resultará ser la mejor amiga de Martha Stewart, ¡Buenas tardes! —le suelto, y salgo pitando.

Lo oigo gritarme. Tal vez algo así como... loca de las narices. Lo cierto es que yo no lo escucho bien. Sólo puedo percibir el débil sonido de un relinchar.

La vena de mi sien palpita.

Pum, pum... Pum, pum... Pum, pum...

Y ahora, en mi mente sólo existe la imagen de un aro plateado. Brillante, provocativo y descaradamente sexy.

o

Dante — Escondido tras los amplios setos de la terraza para observar la cita de Alison, no puedo creer lo que ven mis ojos. Mucho menos lo que escuchan mis oídos.

No pienses mal. Espiar a Alison es una mera consecuencia de ser su consejero sentimental. Un acto indeseado ajeno a mi verdadera voluntad. No existe razón alguna por la que me sienta tentado a espiar el progreso de su cita. Tan sólo necesitaba visualizar el progreso para saber si a ella le fue bien con Alfred. Al fin y al cabo, es Alison quien va a sacarme del infierno. La veo caminar presurosa hacia la salida del local, colgarse el bolso en el hombro y apartarse el cabello del rostro en un gesto ufano. Sin poder evitarlo, salgo a su encuentro, como si una cuerda invisible tirara de mi cuerpo irremediablemente hacia el suyo.

—¿Qué tal fue la cita? —me hago el inocente.

Una gruesa arruga le cruza el entrecejo.

—Tiene cara de caballo —dice en voz baja.

Me río sin poder evitarlo.

—No puedo creer que seas tan superficial.

Ella da un respingo. Agarra el bolso posesivamente, en un vano intento por defenderse.

—En absoluto soy superficial.

Finjo relinchar. Ella me fulmina con la mirada.

—Despide gente.

—Alguien tiene que hacerlo —sostengo yo.

—No quiero que ese alguien sea mi pareja —sentencia.

Me rasco la barbilla, y la estudio con detenimiento. Ella se cambia el peso del cuerpo de uno a otro pie, se enrosca un mechón de cabello en un dedo y se muerde el labio, visiblemente nerviosa. Algo anda mal.

—¡Hey! ¿qué quieres exactamente en un hombre? Sólo dímelo. Conseguiremos que esto salga bien —le acaricio el hombro sin poder evitarlo.

Ella aparta la mirada, incómoda por algo que no puedo adivinar.

—Venga pecosa, no te pongas así...

—No me llames así. Yo no tengo pecas.

—Las tienes.

Recorro su naricilla con mi pulgar, y desciendo hacia el hombro, recorriéndole la piel con deliberado descaro. La noto estremecerse. Su espontánea respuesta me enternece.

—Apostaría que tienes pecas escondidas en los lugares más recónditos de tu cuerpo.

Me mira a los ojos, en los que puedo entrever el atisbo de la duda y el deseo contenido. Finalmente, Alison niega con la cabeza, recobrando su estúpido sentido común. Ella coloca ambas manos sobre mi pecho en un vano intento por empujarme fuera de su alcance, pero soy más fuerte que ella y no se lo permito. Me mantengo anclado al suelo.

A escasos centímetros de su cuerpo.

—Dante... —intenta sermonearme.

—Desearía adivinar todas las pecas de tu cuerpo... con mi lengua —mi voz rota estalla contra su mejilla.

Ella me roza el hombro con los labios. Se aparta, casi horrorizada.

Esbozo una débil sonrisa.

—¿Te traumatizo, nena?

Me aparta abriéndose camino con el hombro.

—Me espantas —asevera.

La sigo sin la menor dificultad. Ella es pequeña, y mis piernas son demasiado largas como para permitirla escapar. La sigo como un lobo hambriento. Realmente tengo hambre. De su sedosa piel. De sus labios tentadores e hinchados por mis besos. Y mordiscos.

—Vamos Alison... sólo era una broma —le miento.

Ella se gira de manera repentina. Sus ojos brillan... de una manera enloquecedora. Atisbo el destello de la emoción contenida.

—¿Quieres saber lo que quiero exactamente en un hombre? —su voz está contenida por la rabia más absoluta.

—Alison... —doy un paso hacia ella para calmarla.

—Quiero que cuando me mire, yo sea la única mujer a la que él quiera besar. Y quiero que cuando yo lo mire, él sea el único hombre para mí —sentencia ansiosamente.

Un pensamiento molesto me cruza la mente. Ella es la única mujer a la que quiero besar. Entonces explota. Todo el dolor del pasado que he dejado atrás estalla. Alison se transforma ante mis ojos. Ya no la veo como la pecosa que me llena de deseo, sino como la amenaza que llevo intentando sortear todos estos años. Demasiado real.

—Vete a casa Alison —le suelto bruscamente.

Ella ni siquiera se inmuta, pero puedo observar el destello de la decepción en sus ojos color miel.

—Por supuesto que me voy a casa, ¡Maldita sea!

Ni siquiera tengo tiempo para ofrecerme a llevarla. Esta vez, necesito alejarme de Alison, porque ella me recuerda un pasado que ya creía olvidado, estancando en lo más profundo de mi alma.