XI: Chocolate puro

ALISON — Despertar en la cama de Dante es lo mejor que me ha sucedido en mucho tiempo. Y créeme, cuando me refiero a mucho tiempo, quiero decir mucho, muchísimo tiempo. El olor de su cuerpo está impregnado en las

sábanas y en la almohada, y me levanto atontada, con una sonrisa bobalicona en la cara y el recuerdo de mis sueños fantasiosos en los que Dante ocupaba el papel protagonista, completamente desnudo.

Ni siquiera recuerdo haber llegado a su habitación.

¿Habrán sido sus brazos cincelados por la mano del escultor más prodigioso los que me han traído hasta aquí?

Vale Alison, no te pases, que tampoco es para tanto.

Me tiro en la cama y me llevo las manos a la cabeza. Tengo el tobillo hinchado bajo el vendaje, aunque el dolor se ha desvanecido ligeramente, y apenas siento los pinchazos que me sobrevienen espontáneamente.

En el mismo instante en el que me siento en el borde del colchón, la puerta del cuarto de baño contiguo a la habitación se abre, mostrando el cuerpo húmedo de Dante. Mi boca se abre, y mis ojos lo escanean de arriba abajo.

El cabello castaño y salpicado de agua, su mandíbula húmeda por la que resbala una gota de agua que deseo lamer, y ese glorioso cuerpo, atlético y musculoso en las partes más idóneas, tan sólo cubierto por una toalla de fina tela blanca que se envuelve alrededor de su cintura, mostrando unas pantorrillas trabajadas y... la boca se me seca. Unos oblicuos marcados que indican el sendero hacia lo prohibido, justo donde la toalla se ciñe sobre su miembro. El vello oscuro se pierde bajo la tela. Al rodar mis ojos hacia arriba de manera inconsciente, me encuentro con ese abdomen de piedra.

¡Sí, tiene tableta de chocolate!

Ruedo mis ojos hacia su rostro, y me encuentro con los ojos brillantes de Dante, lanzándome una mirada directa, acerada y mordaz que choca contra mi visión descarada. Giro la cabeza, incómoda por saberme descubierta.

—¿Ya te has cansado de mirar y ahora prefieres tocar? —se burla.

Camina hacia el armario, se da la vuelta y se desenrolla la toalla. La tela cae al suelo, y al mismo tiempo mi boca, mientras mis ojos se abren de par en par y se topan con el redondo, firme y trabajado culo de Dante. No lo puedo evitar, me lamo los labios, deseando agarrar su perfecto trasero y soltarle una cachetada. Ahogo un grito y me tapo los ojos.

—¡Tápate! —le pido.

—Estoy en mi casa.

Él abre la puerta del armario, y saca unos pantalones. Puedo observarlo, porque a pesar de saber que lo correcto sería taparme los ojos, entreveo su retaguardia a través de mis dedos tramposos.

—No es cómo si yo no hubiera visto el tuyo —me suelta el muy cretino.

Echa un vistazo por encima de su espalda, y me vuelve a pillar observándolo de arriba abajo.

—Si quieres me doy la vuelta.

—¡Ni hablar! —pongo las manos en alto, como si el gesto pudiera defenderme.

—Si lo estás deseando...

Me incorporo para largarme a toda prisa, antes de que la insensata que hay en mí echo otro descaro vistazo al cuerpo glorioso de Dante. Su mano me alcanza la muñeca, y tira de mí, golpeándome contra su pecho desnudo.

Suelto un grito. Sin poder remediarlo, lanzo una mirada automática hacia su parte de abajo. Lleva los pantalones vaqueros puestos. Alzo lentamente la cabeza, para encontrarme con su sonrisa de bribón.

—Chica tonta, perdiste tu oportunidad de verme desnudo.

—Seguro que no me pierdo gran cosa —le suelto, poniéndome las manos a cada lado de las caderas.

—Si quieres lo averiguamos.

Estoy tentanda a gritarle que sí. Que se baje los pantalones y me demuestre si es tan hombre como él afirma. Pero me giro para marcharme, demasiado necesitada de algo que sé que no puedo tener. Él es mi consejero sentimental.

Se supone que debo estar lista para tener citas con otros hombres. Sin embargo, lo único que deseo es que Dante lleno todos los huecos de mi agenda sentimental. Y quien dice huecos, se refiere a otros huecos...

La mano de Dante roza mi cadera deliberadamente, produciéndome un escalofrío que me recorre toda la sangre.

—¿Qué tal está tu tobillo?

—Mejor.

Caigo en la cuenta de algo al percatarme de la luz que se cuela por la ventana.

—¿Qué hora es?

—Las diez y cuarto.

—¡Joder! Debería estar en el trabajo desde hace un par de horas, ¿por qué no me has despertado?

—Llamé a tu jefe y le dije que estabas enferma.

Mi mandíbula se desencaja.

—¿Qué hiciste qué?

Paseo por la habitación, sintiendo la ansiedad que va creciendo en mí por momentos.

—Me va a despedir. Y yo no quiero volver a casa de mi madre. Tú no la conoces. Ella bebe leche de soja, es alérgica a los perros y me obligará a broncearme —con el transcurso del discurso, lo cojo de los hombros y lo zarandeo.

Dante me mira asombrado.

—Te dio el día libre.

Lo suelto de inmediato.

—¿Qué es lo que hiciste?

—Le dije que te habían ingresado en el hospital por una crisis de agotamiento. Me hice pasar por médico, y le aseguré que lo demandaría si no te daba un par de días libres.

—Mientes.

—Debes agradecerme tus dos días de vacaciones. Se me ocurren un par de cosas.

Me guiña un ojo.

—Eres imposible.

Camino hacia el salón, con Dante pisándome los talones y mi furia desvaneciéndose poco a poco. Desde que

conozco al señor Ryan, no me ha dado ni un día de descanso, salvo los fines de semana que me corresponden. Y

Dante, en apenas unos minutos, ha conseguido que él me ofrezca dos días de vacaciones. Me siento estúpida.

—Si te sientes mejor, puedo confirmar la cita para las siete de la tarde.

—¿Qué cita?

—Se llama Alfred, y trabaja de publicista en una importante multinacional de Seattle. Le hablé un poco de ti, y él está interesado en conocerte.

—¿Qué, exactamente, le dijiste? —exijo saber.

Dante da un paso hacia mí, como un lobo hambriento.

—Le dije que eres encantadora.

Lleva su pulgar a mi mejilla, y traza un círculo caliente y lujurioso que me pone a mil.

—Dulce.

Su pulgar desciende hacia mi barbilla, y traza la línea de mi mandíbula.

—Testaruda. Cabezota. Torpe —me suelta, riéndose.

Le aparto los dedos de un manotazo e intento que mis pulsaciones vuelvan a la tranquilidad. Cretino.

—Vuelves a burlarte de mí, y ya sabes cómo me tomo esas cosas —le digo, con la mandíbula tensa y los puños

apretados.

Me sentiría mejor si fuese lo suficiente ingenua para creer que Dante me lanza todas esas indirectas provocativas porque una milésima parte de su masculinidad está deseando poseerme. La realidad es bien distinta. Yo sólo soy una chiquilla a la que él quiere impresionar para acrecentar su ego masculino, demasiado ocupado en pecar con cuantas mujeres haya por el mundo.

El pensamiento produce en mí las consecuencias más inesperadas, y me voy llenando de un fastidio tremendo.

Desearía ser atractiva para Dante. Que yo lo afectara a él una ínfima proporción de lo que él me afecta a mí. Eso provoca que me enfade, y me sienta estúpida por permitirle tener esa influencia en mí.

Lo miro con los ojos cargados de ira. Doy un paso hacia él, lo cojo de las solapas de su camisa y lo zarandeo. El brillo candente de sus ojos choca con mi mirada, y sus labios carnosos y juguetones me ponen a cien. Vacilo en mi determinación principal. Joder... si tan sólo fuera un poco menos atractivo...

—Ahora venía la parte en la que ibas a regañarme... —burlándose.

—Voy a hacerlo.

Él acaricia mi mejilla con su pulgar, y se ríe entre dientes.

—Pecosa... ambos sabemos que estás deseando que te tire sobre la cama y calme tu ira. A mí manera.

—Gili...

Coloca un dedo sobre mis labios y me calla sin esfuerzo.

—Si tan sólo fueras un poco más sincera, ambos encontraríamos hoy algo de paz. Y miles de orgasmos —suelta un suspiro lánguido, como si mi resistencia lo aburriera.

De nuevo, él vuelve a descolocarme. Mi imaginación me hace atisbar el brillo felino del deseo en sus ojos azules, ahora oscurecidos, y de una tonalidad violeta, y por un segundo, albergo la esperanza de sentirme deseada. En cuanto él renueva la pose de indiferencia a la que me tiene acostumbrada, mi ilusión se desvanece.

—Me voy a casa —al notar la desilusión de mi voz, me apresuro en aclarar—: a cambiarme, para mi cita.

—Espera. Te llevo, no puedes caminar en ese estado.

—Ni te molestes —le digo, y esta vez, no me esfuerzo en solapar la crudeza de mis palabras.

—Alison —me sobresalta que él me llame por mi nombre, por lo que me detengo—, ¿sabes por qué estaba tan

enfadado contigo el otro día cuando te encontré tirada en la calle haciendo el ridículo?

—¿Por qué?

—Porque había pasado toda la mañana vigilándote mientras tú trabajabas y no te dabas cuenta. Te prometí que te protegería, pero tú complicas las cosas con tu empeño en alejarte de mí.

Su frase nos acerca irremediablemente, y siento la presión de sus palabras latiendo rápido bajo mi pecho.

—Acompañar a tu madre fue la menor de las torturas comparada con verte tirada en el suelo.

Alcanza un mechón suelto de mi cabello y lo coloca detrás de mi oreja.

—Déjame que te proteja. No me lo pongas más difícil, ¿de acuerdo, pecosa? —me pide, y su acostumbrada y segura voz ronca y sexy se pierde por un instante.

La mano de Dante descansa al lado de mi cara, e instintivamente, cierro los ojos y me dejo acompañar a esa caricia tan delicada. Al abrirlos, me encuentro con la inquisitiva mirada de Dante.

Asiento, con los labios entrecerrados de deseo. Sólo me quedan dos meses en su compañía, ¿Por qué no aprovecharlos?

Dante — Regreso a mi apartamento tras dejar a Alison recluida en su casa. La pecosa me tiene desconcertado, más aún mi reacción al verla tirada en la calle, y saber que las pérfidas intenciones de Deborah la ponen en peligro.

En mi vida, sólo existió un momento en el que me preocupé por una mujer. Vendí mi alma al infierno con la

intención de protegerla. Me prometí que jamás volvería a suceder.

Ahora, una pecosa y virtuosa jovencita me provoca erecciones con sólo imaginarla desnuda. Si a eso le unes que soy su consejero sentimental, y que debo respetar mi abstinencia, ella es un jodido problema del que estoy deseando escapar. A pesar de que me empeñe en tenerla cerca la mayor parte del tiempo.

Estoy tan abstraído pensando en Alison que no soy consciente de que hay alguien en el interior del apartamento, justo detrás de mi espalda. Su olor familiar me tranquiliza.

—Gabriel —lo saludo.

Mi infernal amigo alza la barbilla a modo de saludo, tan distante como siempre. Detrás de esa coraza, se esconde el demonio que salvó mi alma. De no haber sido por Gabriel y su intersección, mi alma estaría condenada al infierno para siempre, y no durante los quinientos años que estipula mi contrato.

—Así que es cierto. Buscando el amor verdadero... —niega con la cabeza, como si mi intención lo desagradara.

Los rumores que corren acerca del pasado tormentoso de Gabriel son ciertos. Él jamás habla de ellos, pero tan sólo hay que echar un vistazo a su apariencia decadente y fría para darse cuenta de que la coraza bajo la que se oculta no es más que una armadura premeditada, forjada para alejarse del dolor por ese pasado que le acecha y del que es incapaz de olvidarse. Tal vez como yo, sólo que en una versión más radical, deprimente y dramática.

—Exigencias de Caronte —no necesito explicar nada más.

Gabriel se acerca a la nevera, saca dos cervezas y me ofrece una.

—Si pretendes que esa chica se enamore, deberías dejar de insinuarte cada vez que te viene en gana. Piensa con la cabeza. Y me refiero a la que tienes ahí arriba.

Pongo mala cara.

—Es evidente que eres un aburrido. Deberías dejar de comportarte como mi padre y empezar a divertirte —le

sugiero.

—Tú siempre dices lo mismo. Al menos, uno de los dos debe pensar por ti.

—Ya lo hago —le aseguro, y el rostro de la pecosa se me viene a la mente.

Gabriel coloca una mano sobre mi hombro y me ofrece esa mirada fraternal.

—Te saqué una vez del infierno.

—Nunca mejor dicho... —me burlo.

—No habrá una segunda vez —aclara—. Tienes una oportunidad para comenzar de nuevo. Aprovéchala.

Deja la cerveza sobre la encimera de la cocina, se pierde en una densa nube grisácea y se evapora.

Sí, claro que voy a aprovecharla.

En cuanto mi periodo de abstinencia finalice, el deseo que siento por Alison se desvanecerá en el momento en el que la posea como llevo imaginando hacer desde que la vi por primera vez. Sólo una noche, y la pecosa pasará a ser olvidada.