XVIII: Mentiras con sabor agridulce

ALISON — Antes de entablar conversación le miro detenidamente.

—¿Qué haces aquí? —estallo, al encontrar a Dante sentado en mi lado del sofá. Timón está sentado sobre su

regazo, recostado tranquilamente—, ¿no sabes leer? Te he dejado claro que te quería fuera de mi casa antes de que yo volviera.

Lo veo ahí sentado, tan relajado, con esa sonrisita tan característica suya. Con una mano acaricia a Timón, como si quisiera provocarme a propósito.

—Oh, sí. Ahora que lo mencionas, había una carta. Estaba dirigida a un tal Señor Gatillazo, ¿lo conoces?

Me cruzo de brazos, tratando de no parecer alterada. No puedo creer que él se muestre tan indiferente, cuando en realidad debería sentirse avergonzado por su comportamiento de la noche anterior.

—Por desgracia, le conocí la otra noche. Un ser muy decepcionante.

Dante ladea la cabeza, aburrido. Como si la cosa no fuera con él. Rasca a Timón detrás de las orejas. El hurón se acomoda y cierra los ojos.

Traidor.

No puedo evitarlo, busco provocarlo con mis siguientes palabras:

—Yo pensaba que los hombres prometen hasta que la meten.

Eso capta su atención. Arquea las cejas y me lanza una mirada interrogante.

—Pero tú ni siquiera cumpliste tus promesas previas. Eres más que decepcionante. Un bonito envoltorio que

esconde una picha floja.

Dante se incorpora y deja a Timón sobre el sofá. No hay rastro de diversión en su expresión.

—Alison...

No quiero escuchar la absurda explicación que sé que él va a ofrecerme.

—No digas nada, Dante. Sólo sentía curiosidad por probar lo que con tanta insistencia tú me ofrecías. Ya decía yo que no podías ser tan bueno... —me jacto, deseando hundirlo un poco.

Hundirlo, justo tal y como yo me siento. Hundida, porque Dante se quedó dormido antes de tocarme.

¿Tan poco deseable soy? ¿Tan insípida le resulto?

—No juzgues lo que aún no has probado.

—Ni probaré —le aseguro.

No me gusta su tono. Ese tono descarado que él utiliza, y que puede enviarte directamente al infierno. Esa voz ronca como caramelo derretido, que le da un sentido explícito y caliente a las frases más simples.

—Nunca digas nunca —me provoca él.

Alzo la cabeza, dispuesta a encararlo. Apenas le llego a los hombros, pero mi orgullo de mujer herida me es suficiente para armarme de valor y alzar la barbilla, combativa.

—Jamás.

Dante se acerca a mí, como un lobo hambriento. Pero ya no me engaña. Es un gran actor, pero ahora sé que el deseo que encuentro en sus ojos no es más que una farsa. Una burla.

—No te acerques a mí —le ordeno. O se lo pido. No lo sé.

—Porque me encuentras irresistible —me suelta. No es una pregunta. Lo afirma, como si fuera un hecho.

Aprieto los puños. Un paso más, y le golpeo la mandíbula. Por payaso.

—Porque temo que te quedes dormido. En el suelo serías un verdadero estorbo.

Dante aprieta la mandíbula. Lo he molestado.

—Pecosa, todo tiene una explicación.

—Por supuesto. Rosemary y Maya tenían razón; no podías ser tan bueno como pareces.

Dante hecha la cabeza hacia atrás y se ríe profundamente. Eso me desconcierta.

—Así que es eso.

—Eso... —dudo.

—Te he decepcionado. Crees que soy incapaz de cumplir lo que te he prometido. De darte tanto placer que explotaras en un orgasmo brutal.

Aprieto los labios. No voy a permitirle que vuelva a reírse de mí.

—Creo que serías incapaz de bajarte los pantalones sin resultar patético.

—Alison... —mi nombre en sus labios suena poderoso. Magnético —no juzgues a todos los hombres por igual. Te aseguro que te haría experimentar tanto placer que serías incapaz de olvidarme.

—Lo dudo... —le miento.

—¿Sabes por qué estoy tan seguro?

Mis ojos encuentran los suyos.

—Sorpréndeme —le digo, con una indiferencia que estoy lejos de sentir.

—Porque tú me harías experimentar el mismo placer, y entonces, sería yo quien no pudiera olvidarte.

—Mentiros...

Su boca me calla con un beso. Sus manos aferran mis caderas. Y entonces me pierdo. Todo lo que quiero decir...

todo lo que quiero gritar... acallado por la profundidad de su beso. Urgente. Húmedo. Caliente.

Jadeo bajo su boca. Dante me rodea con sus brazos y me aprieta contra su cuerpo. Introduce una rodilla dentro de mis muslos, enrolla sus dedos en mi cabello y tira de mi cabeza hacia atrás. Me besa la base de la garganta, volviéndome loca.

—Demuéstramelo —le pido con decisión. Con necesidad.

Y entonces se aparta. Se lleva las manos a la cabeza, como si estuviera arrepentido de lo que acaba de hacer. Yo lo observo expectante. Ansiosa.

—No... puedo —dice al fin, con los dientes apretados.

Sus palabras son como una jarra de agua fría cayendo sobre mi cuerpo hirviendo. Su expresión demuestra deseo, lo cual me confunde.

—¿Qué... qué? —logró decir, atónita.

—No... no puedo. Lo siento. Lo deseo con todas mis fuerzas.

—¿Por qué? —exijo saber.

Dante me observa conmocionado, buscando mi comprensión. Se desordena el cabello con las manos y maldice en

voz baja.

Mentiroso.

—No puedo contártelo. Es por tu seguridad. Sólo intento protegerte.

—¿Riéndote de mí?

—Te haría muchas cosas, Alison. Cosas que nunca imaginarías. Pero jamás me reiría de ti.

—Ya empezamos... —me harto.

—Pecosa...

—¡Vete al infierno! —lo empujo—, o mejor, lárgate de mi casa.

Lo voy empujando, hasta que consigo colocarlo lo suficiente cerca de la puerta como para cerrarla, dejándolo atónito.

Adiós, Dante.