III: cinturón negro de kárate
ALISON — No me puedo creer que mamá y Stella me hayan dicho lo que acaban de decirme. La irritante forma de ser de mi familia no tiene límites, y siempre he creído que no pueden sorprenderme más de lo que ya lo hacen, pero ellas siempre consiguen que yo esté equivocada.
Rememoro la conversación en el probador de la tienda de lencería, y la bilis me sube por la garganta, mientras la vena de mi sien se hincha y palpita, como me sucede cada vez que estoy alterada.
Pum, pum... Pum, pum... Pum, pum...
—María del Pilar, tu hermana pequeña se va a casar antes que tú —comienza mi madre.
—Qué observadora.
El lloriqueo estridente de mi hermana al probarse el enésimo conjunto de lencería me produce dolor de cabeza.
—¡Estas braguitas me hacen cartucheras! —exclama gimiendo.
Me rasco la cabeza, tratando de calmarme. Mi hermana es una sílfide de talla 34, por lo que las cartucheras no son más que el hueso de su flacucha e inexistente cadera.
Mi madre y yo la ignoramos, sabedoras de que este es otro de sus frecuentes ataques de histeria física.
—Lo que quiero decir, María del Pilar, es que tu hermana, cuatro años menor que tú, se va a casar antes. ¡Deberías estar avergonzada!
—¡Mamá! —protesto acalorada.
—¿Qué? Mírate bien, cariño. Eres... eres...
—¿Soy?
—Te arreglas poco, y eres un desastre con los hombres. No es que seas fea, pero tampoco eres gran cosa... si pusieras un poquito de empeño...
—Mamá tiene razón —concuerda Stella, que ha dejado de prestar importancia a sus cartucheras.
Al escuchar la palabra “mamá”, la susodicha da un brinco.
—Mi estilo se llama casual. No me arreglo poco —me defiendo—, además, tengo veintisiete años, y mi vida no se basa únicamente en encontrar al marido perfecto con el que pueda poblar la tierra de millones de vástagos que te hagan sentir más vieja.
—Qué lengua más viperina tienes. Te pareces a tu padre —me acusa Bárbara.
—Ya hemos tenido esta conversación más veces—le digo, un poco aburrida.
Stella suelta una risilla que me sorprende.
—Pero mamá nunca había apostado dinero.
—¿Has apostado dinero? —miro a mi madre, perpleja.
—Cielito... la tía Claudia ha conseguido un pretendiente para tu prima Candela, y si supieras las pullitas que me lanzó el día que anuncié el compromiso de tu hermana... —la voz se le tiñe de rabia—. ¡Con gusto la hubiera cogido de los pelos!
—Mami, tú eres una señora —la consuela mi hermana—. Es sorprendente que la prima Peggy haya conseguido un novio.
Mi madre suelta una risita al escuchar el apodo. Candela siempre ha sido una niña mimada con una nariz de cerdito, de ahí el calificativo. De risa estridente y actitud maliciosa, siempre me tuvo envidia, por alguna ilógica razón que no logro entender. No soy la clase de chica a la que hay que envidiar. Soy bajita, patosa y de ánimo resuelto. Pero Candela siempre ha querido todo lo que yo he tenido. De pequeña, mis juguetes. De adolescente, a todas mis amigas. En la universidad, decidió estudiar la misma carrera que yo, a pesar de su marcado desprecio hacia los animales.
Mi prima Peggy es alguien que siempre me ha resultado difícil de comprender. Un bicho raro, ahora con novio.
—Miremos el lado positivo. Ya no tendremos que soportarla más en verano —les digo.
Mi prima Peggy siempre viene a visitarnos a la casita de verano que tenemos en la playa de la Barceloneta, donde paso las vacaciones de verano con mi familia, y la insoportable de Candela.
—¡Eso es lo peor! Desde que se va a casar, viene todos los días a casa para mostrarnos alguna ridiculez sobre su inminente boda. Un día, el diseño de las invitaciones. Otro día, el menú. Al siguiente, las flores que adornarán la iglesia... —mi madre se abanica con la mano, a punto de que le dé un ataquito—. Pero ahí no acaba la cosa. El día que anunciamos la boda de tu hermana, la tía Candela soltó por ese piquito de oro que tú, que eras la mayor de las tres, te ibas a quedar para vestir santos.
—Fue bochornoso —se lamenta Stella.
—¿Qué más da lo que diga esa cotorra? —las intento calmar, aunque lo cierto es que me arden las entrañas.
La hermana de mi madre y su hija nunca han sido santo de mi devoción.
Mi madre me pone las manos sobre los hombros, y me habla muy seriamente.
—Cielito, tu tía Claudia siempre ha sido una envidiosa. Cuando éramos niñas, quería todo lo que yo poseía. Y cuando fuimos mayores... —los ojos se le llenan de pesar— supongo que ya es agua pasada... pero mi sobrina ha adoptado la misma actitud que mi hermana. Son un par de cacatúas, y yo estoy dispuesta a darles una lección —sentencia.
—¿Qué has hecho? —predigo.
—Ha apostado la casa familiar. Si tú vienes con un novio a mi boda, mamá gana la apuesta. Pero si vienes sola, la tía Candela se queda con la casa de verano.
—¡La casa de los abuelos! —le grito.
La casa de verano de Barcelona es la casa de mis abuelos. Al fallecer, dejaron en herencia la casa a mi madre y mi tía. Es una casa a la que todos le tenemos gran cariño, puesto que pasamos las vacaciones de verano allí. Cuando mis abuelos vivían, aquella casa era mi remanso de paz.
Mi madre, mi hermana y yo disfrutamos de la casa de verano en el mes de agosto. Mi tía Claudia y Peggy disfrutan de la casa de verano en el mes de julio, aunque mi prima Peggy, por molestar, se queda durante el mes de agosto a hacernos compañía.
A mi madre se le saltan las lágrimas cuando me coge de las manos, me mira a los ojos y me dice:
—Hija, consigue un novio para la boda de tu hermana.
Tras aquella petición inesperada y chantajista, la discusión fue tremenda. Mi madre aludió a mi falta de compromiso para con mi familia. Y yo, a su falta de escrúpulos por utilizarme para conseguir la ansiada herencia familiar. Mientras tanto, mi hermana lloriqueaba y rogaba que no le arruinásemos la boda, siempre dispuesta a pensar en sí misma.
El destino, no contento con aquel día asqueroso, me había lanzado sobre un charco fangoso, germen de los bichos más repugnantes de la calurosa Nueva Orleans.
Ahora, empapada y malhumorada, me debato entre buscarme un novio que me sirva para salvar la herencia familiar de las fauces de Candela y Peggy, o darle una lección a Bárbara sobre no utilizar la vida de los demás para apuestas arriesgadas y ridículas.
Como soy una sentimental de manual, el recuerdo de los buenos momentos transcurridos en compañía de mis
abuelos me sacude el corazoncito. Mi abuela Dolores, una mujer servicial y siempre dispuesta a ayudar a su familia, veía como sus dos únicas hijas se llevaban a rabiar, mientras a su esposo, el único amor de su vida, se le escapaba el último suspiro.
—Prométeme que cuidarás de esta casa, y no la dejarás caer en las manos equivocadas —me pidió un día.
—Abuela, pero si a ti aún te queda mucha vida por delante —la animé.
Dos días más tarde, mis dos abuelos fallecían con escasas horas de distancia. Quiso el destino que huyeran de esta vida juntos para no separarse jamás, como ellos habían rogado.
Si algún día encuentro el amor, quiero que sea como el de mis abuelos. Un amor sincero y eterno.
Me aparto el pelo empapado de la cara y suelto un bufido de frustración.
—¡Demonios! ¿Es que no puedo tener una familia normal? —Aprieto los puños y, en un arrebato de ira, grito a pleno pulmón—. ¡Vendería mi alma al diablo por un novio que pusiera un poco de paz a esta familia!
¡Pum!
En la calle desierta, el estruendo me lanza hacia atrás, y caigo de culo sobre el pavimento. El temblor de tierra sacude una amplia polvareda que nubla el horizonte. Me tapo los ojos, acongojada por haber resucitado a un ser del inframundo dispuesto a cobrarse mi juramento.
¡Era broma, era broma! estoy a punto de gritarle, cuando el tipo más sexy que han visto mis ojos aparece entre la niebla, recién salido de ninguna parte.
De cabello negro como la noche, ojos azules y explosivos, circundados por un aro plateado, piercings en la oreja izquierda y sonrisa de canalla, camina resuelto hacia mí, y se sienta sobre las rodillas, hasta caer a mi altura.
El corazón me late desbocado, y el olor que desprende penetra en cada hueco de mi piel.
—¿Me llamabas? —su voz es sedosa y grave, como el caramelo fundiéndose a fuego lento.
Alucinada, pierdo la conciencia y me derrumbo en el suelo. Me despierto, con un sentimiento de desorientación que se va desvaneciendo poco a poco. Giro la cabeza, aún tumbada en el suelo, y suelto un gruñido de dolor cuando trato de incorporarme. Este calor puede producir desvaríos mentales.
Entonces lo veo, apoyado sobre la pared del callejón desierto, con los brazos cruzados y cara de aburrimiento. Es alto y de complexión atlética. Viste una sencilla camiseta blanca, luce un tatuaje que le rodea todo el brazo derecho, y unos vaqueros que se ciñen a sus muslos apretados De tez bronceada, ojos vivaces y expresión algo calculadora.
Con un sexy hoyito en la barbilla, y el pelo negro cortado a cepillo.
Sexy.
Caliente.
¡Sexy!
Nunca he sentido un hambre tan primitiva, y eso me asusta.
—Generalmente se desmayan cuando aparezco. No te preocupes —comenta, con una chulería y despreocupación
que me toca los ovarios.
Me incorporo a duras penas.
—¿Te ayudo? —se ofrece, sin mover ni un músculo.
—No te me acerques —lo amenazo con los dientes apretados.
Y él no se mueve. Con los brazos cruzados y la espalda apoyada sobre la pared, me contempla con una expresión cercana al aburrimiento. Me incorporo, y lo contemplo en toda su majestuosidad. Le llego por el hombro, y eso me hace sentir pequeña. Y me disgusta.
—Dante, encantado —me ofrece una mano.
—Yo no.
Doy un paso hacia atrás, asustada.
Pone cara de disgusto.
—Eres tú quien me ha llamado.
—¿Ah sí? —me hago la inocente.
—Has utilizado la palabra demonio y diablo dos veces en la misma frase —me recuerda.
—No, no. Has escuchado mal.
Enarca una ceja, sorprendido por mi cara de inocencia absoluta.
—Hagamos las cosas fáciles. Si no lo he entendido mal, tú necesitas un novio que te saque de un apuro —me echa una descarada mirada de arriba abajo—, no creo que sea tan difícil.
¿Me ha evaluado?
—No te quiero como novio, dejemos las cosas claras.
El susodicho pone mala cara.
—Ni yo a ti.
Ahora soy yo quien enarca una ceja.
—¿Y entonces qué quieres?
—Necesito hacer una buena obra para salir del infierno. Puedo conseguirte un novio, tengo recursos. Ambos
saldríamos ganando.
—A ver... a ver —pongo las manos en alto, tratando de calmarme—, ya sé que estamos en Nueva Orleans y todo ese rollo, pero... ¿En serio? ¿Un demonio? ¿Qué te has fumado, payaso?
Al decir la palabra payaso, noto como todos los músculos de su mandíbula se tensan. Genial, Alison, tienta al destino insultando a un tipo que no conoces en mitad de un callejón desierto.
—¿Cómo explicas lo que has visto hace unos minutos? —me reta.
—Un mero truco de impresionismo barato, señor Houdiny.
Dante da un paso hacia mí, cansado de nuestra conversación. Meto la mano en mi bolso, y encuentro lo que estaba buscando. Con la mano dentro del bolso, doy un paso hacia atrás, fingiendo que él tiene la situación controlada.
—Hay dos clases de personas en la vida: las que se quejan, y no hacen nada para remediar su situación, y aquellas que lo dan todo para conseguir lo que quieren —me dice. Tiene la voz distante. Enigmática. Envolvente.
Me pierdo en su seductor tono, y me quedo parada.
Él da otro paso hacia mí.
—¿Y cuál soy yo? —pregunto nerviosamente.
Los ojos de Dante brillan.
—La que estoy deseando llevar a mi cama.
—En tus sueños.
—Cierto —me coge la barbilla, la alza y me suelta—: húmedos, calientes y contigo desnuda, retorciéndote de placer bajo los envites de mi lengua.
Doy un paso hacia atrás, asombrada por su atrevimiento.
—Ven aquí —su voz es oscura, y entiendo que se ha cansado de jugar.
Parece un lobo feroz. Decidido a atacarme en cuanto tenga la menor oportunidad. Y yo quiero que me coma.
Asustada y cohibida por ese ser tan sexy, saco el bote de laca que llevo en el bolso y la apunto hacia su rostro.
—¡Detente! Soy cinturón negro de Karate —lo amenazo.
—Deja de jugar y dame eso, no vayas a hacerte daño —se burla de mis intenciones.
Sin pensarlo, y al grito de “¡jai ya!”, para darle un pelín de dramatismo al asunto, apunto a sus ojos y aprieto el dispensador. No me paro a ver cómo está. Echo a correr como alma que lleva el diablo. Qué ironía.