XXI: Sueños con sabor a miel

DANTE — Alison abre su tentadora boca en una expresión soñadora. Sus curiosos ojos evalúan el interior de mi loft en la avenida Seinchard. Poco a poco, su sorpresa inicial va dando paso a un rictus de irritación. Se cruza de brazos, pero su menudo cuerpo no puedo detenerse en pie, por lo que se apoya sobre la pared, en un burdo gesto por

encontrar estabilidad. La sujeto por la cadera, inmovilizándola.

—¡Eh, prometiste traerme a casa! —protesta, escurriéndose hacia abajo.

¿Cuánto tequila ha tomado?

—Prometí llevarte a casa. No especifiqué a cuál.

La rodeo por los hombros y la guío hacia mi habitación. Permitir que Alison pasara la noche sola en semejante estado no era una opción, por lo que decidí traerla a casa para poder vigilarla.

—No quiero dormir contigo —se acurruca en mi cama y su voz se ahoga bajo la almohada.

—Dormiré en el sofá.

Sé cómo se siente. La clase de sentimiento estúpido que hiere el orgullo femenino y le impide mirarme a la cara.

Si la hubiera conocido en otro momento de mi vida, las cosas entre nosotros serían muy distintas. En el momento apropiado en el que yo era un joven ingenuo y abierto al amor, dispuesto a caer rendido hacia una mujer tan dulce como ella.

Le echo la sábana por encima, e inconscientemente le acaricio el cabello.

—Hueles a jazmín.

Mis dedos se pierden en la suavidad de su pelo color caramelo, como si la miel me envolviera y me devolviera la caricia. Alison ahoga un gemido de placer al sentir mis dedos atrapados en su nuca. Suspira antes de hablar, como si no quisiera decir lo que va a decir, pero se sintiera en la obligación de devolverme el cumplido para ser honesta.

—Tú hueles a champú.

—Champú —repito sin ilusión.

—Y sándalo. Hueles como si acabaras de salir de la ducha.

Me siento en el borde de la cama, dispuesto a reconocer mi propio olor en sus labios. Una sonrisa de satisfacción curva mis labios, y soy consciente de que es la primera sonrisa sincera que evoco desde hace mucho tiempo.

Alison se da la vuelta hacia mí. Su cabello se extiende sobre la almohada, como una ninfa acostada sobre el césped.

Es la visión más erótica que he visto en mi vida.

—Hueles como si estuviera en casa —declara, con una tímida sonrisa.

Las palabras se me atragantan en la garganta, hasta que un profundo sentimiento de congoja me aprisiona la tráquea. Nunca nadie me ha dicho algo como eso. Generalmente, las mujeres afirman mi atractivo, y no ven en mí nada más que un camino seguro para conducirlas al placer.

Las palabras de Alison me alagan y me aterran.

—No digas cosas que no sientes —le pido.

—Los borrachos y los niños siempre dicen la verdad —musita.

—Y tú hoy estás borracha.

—No volveré a beber más poción de mammy Patsy —se lamenta.

Le acaricio la mejilla, trazando círculos sobre su pómulo. Alison entrecierra los ojos, evadiéndose a mis caricias y soltando un suspiro de inconsciente placer. La manera abierta en la que ella responde a mis caricias me enloquece.

Sin proponérmelo, me inclino hacia ella y aspiro su aroma. La cadena sobre mi pecho le roza la mejilla, y Alison abre los párpados, sorprendida por la brusca caricia. Incómodo, voy a guardarme el colgante dentro de la camisa, pero ella es más rápida y lo atrapa entre sus dedos.

—¿Qué es? —lo examina con una curiosidad incisiva.

—No es nada —replico, con la voz apagada.

—Lo llevas siempre... —sus dedos acarician la inscripción sobre el medallón—, está borrada.

—Por favor, suéltalo —le pido angustiado.

Ella lo hace de inmediato. Su expresión curiosa da paso a una de amargura. Quiero decirle que ella no es la culpable de mi malestar, pero no puedo. En cierto modo, Alison me hace reabrir las heridas del pasado. Uno que creía cerrado, pero que estoy recordando gracias al deseo que siento por ella.

—Me gustaría sanar todas tus heridas. Incluso aquellas que escondes, y crees que no se ven —me dice ella.

De nuevo, el peso vuelve a mi garganta.

—Me das miedo cuando estás borracha, Alison. Dices cosas... que no deberías decir.

—¿Por qué?

—Porque me das esperanza.

Porque me asusta creer que la redención es posible para mí.

—Buenas noches, Alison.

Le doy un beso en la frente, y mis labios se detienen sobre la delicada piel durante más de lo necesario. Siento su respiración entrecortada sobre mi garganta, y me separo al instante, con el peso de mi erección apretando contra la tela de los pantalones.

—Lamento que tengas que dormir en el sofá.

Le echo una mirada hambrienta.

—Créeme, yo lo lamento más.

En cuanto salgo del dormitorio, escucho la apacible respiración de Alison, quien dormita sobre mi cama. Me será difícil olvidarla al percibir su dulce olor en las sábanas.

La noche es un suplicio con ella tan cerca, apenas separados unos metros. La tentadora idea de meterme en la cama y acariciar su cuerpo hasta despertarla me impide conciliar el sueño, alterado por la presencia de Alison. No consigo quedarme dormido, y me levanto en cuanto los primero rayos de sol se cuelan por la ventana.

Alison aún sigue dormida, por lo que me doy una ducha fría. Al salir del cuarto de baño, la contemplo dormir sobre el colchón. Su cabello esparcido como una fuente de miel sobre la almohada. Los labios tentadores y entreabiertos.

Mi entrepierna palpita, y con fastidio, salgo del dormitorio, cerrando la puerta con cuidado de no despertarla.

Preparo el desayuno, pero Alison no se despierta. Recuerdo su cita con el tal arquitecto, y una punzada de celos me golpea.

¿Yo, celoso? ¡Venga ya!

De todos modos, no la despierto. No tengo ningún interés en que Alison vaya a ver a ese tipo. Un yanqui sureño con una finca de caballos no es lo apropiado para mi dulce Alison. Ella merece a alguien distinto. Alguien que conozca su valor. A alguien... como yo.

No, desde luego que no estoy pensando en la posibilidad de cortejar a Alison. Eso sería absurdo, y no siento ningún apego especial hacia ella. Aparte de mi hambre primitiva por poseerla, que con toda seguridad es una necesidad pasajera, Alison no me importa en lo más mínimo.

Traerla a casa fue un acto involuntario. Tan sólo eso.

—¿Qué hora es? —la voz ronca de Alison me sobresalta.

Lleva el cabello despeinado, y tiene los ojos enrojecidos. Siempre he imaginado la voz de Alison al despertar. La realidad ha superado a mis fantasías. Es profunda y ronca.

—Llevas dormida más de diez horas. Es más de medio día —le informo.

Ella se restriega los ojos, aún desconcertada.

—¿Qué día es hoy?

—Sábado, despistada.

Entonces, se golpea la frente.

—¡Mierda! Había quedado con James.

—¿Quién es James? —me hago el inocente.

De ninguna manera iba a permitirle quedar con ese tipo.

—Mi cita. Te lo conté la otra noche, ¿por qué no me has despertado? —me exige.

—No parecías interesada en James. Te he hecho un favor.

Ella aprieta los labios, en un gesto de disgusto.

—Para que lo sepas, estoy muy interesada en James.

—Los borrachos siempre dicen la verdad... pecosa —le recuerdo provocativamente.

Me percato de su instantánea lividez.

—Todo el mundo sabe que los borrachos dicen cosas de las que luego se arrepienten —responde, mirando hacia

otra parte.

—Anoche dijiste muchas cosas.

—Ahórrame el recuerdo.

No puedo.

—Algunas fueron muy reveladoras. En especial, aquella en la que me exigías sexo oral. Pero como soy un caballero, opté por ignorar tus súplicas sexuales y tratarte como una dama. Y me lo pediste varias veces, por cierto.

Evidentemente no tengo problema en satisfacerte ahora, siempre que me lo pidas por favor.

De nuevo, su rostro pierde el color. Los labios le tiemblan al hablar.

—Yo no... no creo que yo...

—¿No crees qué? Venga nena, que lo estás deseando. Se te nota en la cara.

Se aparta el cabello de la cara, y me mira directamente a los ojos. Los suyos echan fuego.

—Mientes. Ni siquiera puedo recordarlo —se hace la digna.

—Podríamos preguntarle al camarero. Seguro que a él no se le ha olvidado.

—¡Eres odioso! —estalla.

Me arroja uno de los cojines del sofá, que yo esquivo sin ninguna dificultad.

—Irresistible —la corrijo.

Ella bufa, se sienta en el sofá y se tapa la cara con las manos, como si necesitara que la tierra la tragase. Su expresión acongojada por la vergüenza me resulta encantadora, y no puedo evitar volver a provocarla.

—No te pongas así. Tus deseos son órdenes para mí. Si quieres que te bese ahí abajo, sólo tienes que pedírmelo y bajarte las bragas.

Aparta las manos de su rostro y me calcina con la mirada.

—¡Antes te arranco el badajo de un mordisco! —me grita.

Me carcajeo en voz alta.

—Pecosa, no hace falta que te enfades. Pídemelo por favor.

Ella alza el dedo corazón.

—Ahora viene la parte en la que ambos olvidamos el pasado y nos divertimos juntos. No soy orgulloso, Alison.

Puedo olvidar que me cerraste la puerta en las narices mientras yo intentaba disculparme. Venga, te perdono.

Ella abre la boca, indignada.

—Eres insoportable.