I: Mi vida y otras locuras
PUEDO definir mi vida en tres simples frases:
—Un jefe explotador.
—Una desastrosa (o nula) vida sentimental.
—Un verdadero problema para mantener la boca cerrada.
Esta soy yo: Alison María del Pilar Williams León. Para mi padre, Alison Williams. Para mamá, María del Pilar León.
Y sí, ellos están divorciados y tienen un gran problema para ponerse de acuerdo sobre cualquier tema en particular.
Puedes llamarme Alison.
Durante años, mi vida ha estado dividida entre la cosmopolita ciudad de Barcelona y la canalla Nueva Orleans.
Tener dos progenitores a los que adoras, pero que viven en partes opuestas del globo terráqueo, tiene ventajas. Por ejemplo, gracias a mi madre pude estudiar veterinaria en la universidad de Barcelona, mientras me ponía morada a fideuá y me saltaba las clases para pasear por La Rambla. De mi padre he heredado la fascinación por el Mardi Gras, el Po´boy y el barrio francés.
Cuando llegó la hora de elegir, las circunstancias me hicieron viajar a Nueva Orleans. Después de graduarme en veterinaria, y tras una infructuosa búsqueda de trabajo por mi cuenta, mi padre encontró un puesto vacante en la clínica para animales domésticos del señor Ryan, un septuagenario encantador que adoraba a cualquier ser de cuatro patas.
Sobra mencionar que yo sólo tengo dos piernas...
¡Cuánto me equivoqué!
El señor Ryan parecía la viva encarnación de Papa Noel. Mejillas sonrojadas, ojillos azules ocultos bajo unas gafas redondas, y una carita rechoncha a la que te entraban ganas de achuchar, enmarcada por una espesa barba blanca que coronaba un rostro de expresión jovial y pacífica.
Jamás imaginé que fuera un verdadero cabrón.
Me paga un sueldo miserable, me obliga a hacer horas extras y me recuerda lo agradecida que debo estar por
permitirme trabajar en su prestigiosa clínica veterinaria. Todo un detalle.
Pero mi vida en Nueva Orleans, ciudad en la que llevo viviendo desde hace cuatro años, no es tan mala. Tengo una amiga que está un poco loca, una compañera de piso que ha adoptado a una rata, un padre que toca el saxofón, y un inseparable amigo canino.
Oh, no.
Observo el reloj de muñeca y reprimo una mueca de espanto. Ya es la hora.
Las piernas me tiemblan con la impaciencia, sabedora de la inminencia de nuestro encuentro, y las mejillas me arden, mientras una vocecilla interior, muy sabia ella, me grita que escape.
¡Corre Alison, sálvate!
—¡Cuuuuuuuuuuchi! —me grita una voz aguda, como si alguien hubiera tragado una bocanada de helio— estás
más gordita.
Abrazo a mi hermana, mientras le palmeo la espalda sin demasiada suavidad.
Pam, pam, pam.
Para que aprenda que no estoy gorda. Son músculos. ¡Músculos!
—La madre que te echó por el chichi, cuchi, ¡qué fuerte estás! —se queja mi hermana, mientras se acaricia la espalda.
—Cinturón negro de Kárate —le recuerdo, por si las moscas.
—¡Esa boca, Stella! —la sermonea mi madre.
Se quita las enormes gafas de pasta blanca, y me echa una mirada de arriba abajo. Hasta que no me ha escaneado por completo, no se acerca y me planta dos efímeros besos en cada mejilla.
—Ma... ¡Qué guapa estás, Bárbara! —la saludo.
Desde que cumplí los dieciocho años, nos prohibió llamarla “mamá”, porque según ella, aquel termino la hace parecer más vieja. A sus cincuenta años, Bárbara no lleva nada bien el paso de los años.
Les echo una mirada al par de rubias oxigenadas que tengo por familia. El cabello castaño claro que todas compartimos ha sido decolorado hasta convertirse en un rubio platino. Visten sendos vestidos ajustados, y unos tacones de veinticinco centímetros con los que yo me tropezaría de sólo mirarlos.
—¿Dónde está tu padre? —me pregunta mi madre, irritada al nombrarlo.
—No ha venido. Y no puedes culparlo, después de lo que le dijiste.
Mi madre pone cara de inocencia.
—¡Bobadas! Menudo dramático.
No estoy segura de que llamar a alguien: “fracasado musical” sea agradable, pero me reservo mi opinión.
Cojo la maleta de mi hermana, que pesa una tonelada, y me dirijo hacia el coche. Al observarlo, ambas sueltan un gemido de espanto que me esfuerzo en ignorar. Hasta que hablan.
—¡Qué poco te paga ese cascarrabias!
—Mamá, no empieces.
—¡Bárbara! —me corrige ella—, ¿necesitas dinero, tesoro?
—Ya sabes que no.
Ella echa una mirada desaprobatoria al vehículo.
—Pues no se nota —sentencia con retintín.
—¡Oh, cuchi! ¡Qué calor hace en Nueva Orleans! —se alborota mi hermana—, ¿iremos de tiendas?
—No sabía que ir de tiendas redujese la temperatura corporal. Había pensado en ir a tomar algo y luego dejaros en el hotel para que descanséis del viaje.
Y yo me libre de vosotras durante un ratito. Amén.
Mi hermana pone cara de disgusto.
—Deberías hacer algo por cambiar tu armario —sugiere.
Me miro los pies, vestidos con mis confortables Mustang. Llevo unos sencillos short vaqueros y una camiseta lisa.
—¿Qué pasa con mi ropa? —gruño.
—Tengamos la fiesta en paz —sugiere mi madre.
Stella, mi hermana, hace un mohín.
Conduzco entre las exclamaciones de mi hermana cada vez que algo le interesa, y las preguntas de mi madre acerca de cómo me va la vida. Una hora más tarde, tomamos asiento en un restaurante de comida cajún situado en Canal Street. Después de la exhaustiva revisión del menú por parte de mi madre y mi hermana, se piden sendos platos repletos de lechuga, mientras que yo me decanto por un plato de jambalaya con mucha pimienta.
El alboroto de sus voces me produce jaqueca, no obstante, trato de forzar una sonrisa y me alegro de tenerlas conmigo, pues hace cuatro meses que no nos vemos. Cuando terminamos de almorzar, mi madre llama mi atención de la forma excesiva en la que ella sólo puede ser. Toca la copa de cristal con el cubierto, hasta que todos los comensales se vuelven para fijar la atención en ella, y yo miro hacia otra parte, como si no la conociera.
—Maria del Pilar, tu hermana tiene algo que anunciarte —me dice, con tono profundo y teatral.
—Alison —la corrijo.
—¡Cómo sea! Stella, querida, haz los honores.
Mi hermana da varias palmaditas de entusiasmo, y nos coge las manos, como si fuéramos un grupo de hippies
sentados en el césped que cantan una canción de la Kelly Family. Yo sofoco una risilla.
—¿Vamos a rezar? —bromeo.
—Alison María del Pilar, eres igual de bruta que tu padre —se ofende mamá.
Sólo me llama por mi nombre completo cuando la enfado.
—Cuchi —mi hermana me mira emocionada—. ¡Me voy a casar!
El grito de emoción inunda el ambiente, y las personas, contagiadas por el espíritu fiestero del próximo Mardi Gras, aplauden y vitorean la palabra boda, mientras mi hermana se deshace en lágrimas de emoción que me dejan anonada.
—¿Con el patillas? —pregunto asombrada.
—¡No lo llames así!
Baldomero Escandón, alías el Patillas, tal y como yo lo he bautizado, es un licenciado en derecho, amante de la tauromaquia y con un anticuado sentido de la moda capilar. Todo un partidazo.
—Muestra un poco de entusiasmo por la boda de tu hermana —me susurra mi madre al oído, mientras me pellizca el brazo y me hace retorcerme de dolor.
—Pero si sólo lleváis seis meses saliendo... —no salgo de mi asombro.
Mi hermana me echa una mirada lastimera.
—Cuchipu, sabía que tú no lo entenderías. Cuando el amor llega, todo lo demás carece de importancia. Si es el hombre adecuado, lo sabes sin más. ¡Y yo lo sé! Por supuesto que lo sé —exclama, alzando la palma de la mano y luciendo orgullosa el enorme diamante en su dedo anular.
Si vuelve a llamarme cuchipu, me corto las venas con el cuchillo.
—Su cuenta corriente sí que la tiene —siseo por lo bajito.
—¡Cuchi, eres demasiado ruin! —me grita Stella.
Mi madre pone paz a la tertulia. O lo intenta.
—Está celosa. Nunca conseguirá un hombre como Baldomero.
Esbozo una amplia sonrisa, mientras alzo la copa y brindo por la inminente boda de mi hermana.
—¡Dios me libre!
Tras el inesperado anuncio de la boda de mi hermana, las llevo al hotel para que descansen. Para que descansen, y para que yo pueda librarme de ellas, porque unas horas con mi familia suponen toda una guerra de opiniones. Ellas opinan sobre mi vida, y yo disiento. No obstante, mi intención de volver a mi apartamento compartido y pasar el resto del día con una cerveza fresquita y los pies en el porche se va al traste cuando exponen su intención de que les enseñe la ciudad. El par de rubias llega cambiada de ropa. Sendos vestidos floreados y sandalias atadas al tobillo.
—¿Os habéis cambiado de ropa? —pregunto anonada.
—¡Huy, cuchi, qué cosas tienes! No creerías que íbamos a salir a la calle con la misma ropa del viaje —se ríe, como si fuera tan obvio.
Automáticamente, pienso en las dos semanas que me esperan al lado de Telma y Louise. Cálmate, sólo serán dos semanas. Me empieza a entrar un picor nervioso por todo el cuerpo. ¡Dos semanas!
Mátame camión.