IV: Amor a quemarropa
DANTE — La madre que la parió, es lo único que puedo pensar, cuando me restriego los ojos, enrojecidos por la laca que esa mala pécora con cara de angelito me ha rociado en la cara.
Las mosquitas muertas son retorcidas. En ocasiones violentas cuando menos te lo esperas.
Corro al lavabo del restaurante más cercano. Al mirarme en el espejo, me asusto de mí mismo. Tengo los ojos enrojecidos y lagrimosos, como si estuvieran inyectados en sangre, y al mismo tiempo hubiera cogido la gripe.
Me echo agua en la cara, mientras me río entre dientes y me prometo a mí mismo que voy a encontrarla.
En todos mis años de servicio infernal, jamás, y cuando digo jamás quiere decir jamás, me ha ocurrido algo semejante. No me cuesta convencer a los humanos para que vendan su alma al infierno. A menudo, ellos reclaman cosas tan básicas como dinero, fama o sexo rápido. Una simple firma en el papel, y sus sueños se ven cumplidos.
Generalmente ellos echan a correr cuando vuelvo para llevarme su alma. Un trato es un trato.
Pero la mosquita muerta con cara de angelito en apuros...
Se supone que he de hacer un buen servicio si quiero ganarme mi libertad. Una buena acción. Y encima que intento ayudarla, ella me lo paga de esta forma.
Salgo del restaurante. Puedo oler el rastro de su perfume. Los demonios tenemos los sentidos más desarrollados que los humanos. Mejor olfato. Mayor visión. Más fuerza.
Ella huele a jazmín. El poderoso olor de la flor del naranjo, que inunda mis sentidos con cada nueva bocanada.
Aspiro su olor, y una mezcla de rabia y lujuria desatada me impulsan a buscarla. A ansiarla y necesitarla con cada nuevo paso.
Le echo un vistazo a mi polla erecta, y enarco una ceja.
—Calma. Treinta días de abstinencia, recuerda.
La verga está a punto de explotarme, y me río a carcajadas, asombrado de lo que una chiquilla con cara de santa y pecas sobre la nariz ha conseguido con un spray de laca. Increíble.
Después de diez minutos siguiendo su rastro, me doy cuenta de que la condenada ha debido de correr como una posesa para alejarse de mí. Eso me hace gracia, pues la pobre ingenua va a tener que utilizar algo más que un fijador de cabello y sus cortas piernecitas para escaparse de mí.
La quiero a ella. Será difícil, pues si ese es el genio que se gasta, dudo que cualquier hombre con un poco de sentido común vaya a prendarse de semejante lunática. Pero si consigo emparejarla, me habré ganado entrada privilegiada por las puertas de San Pedro.
La fragancia a jazmín me lleva hacia la fachada de una clínica veterinaria. Pobres animales.
La veo atendiendo a un gato, al que está colocando una cédula en la pata trasera. Le acaricia el pelaje, y lo trata con tal cariño que me cuesta creer que esa dulce veterinaria sea la kamikaze que hace unos minutos ha estado a punto de arrancarme los ojos.
Le da la mano a un hombre, que le ofrece una sonrisa llena de intenciones a la que ella no presta atención, demasiado ocupada en proferirle cariñitos absurdos al ser felino.
Sin saber por qué, la cercanía de aquel hombre me perturba, y me doy a dar una vuelta. Ahora que sé donde trabaja, no va a poder escapar de mí.
o
Alison — Ya han pasado seis horas desde mi encuentro con aquel... aquel... ni siquiera sé cómo describirlo. Sonrisa de canalla, cuerpo de escándalo, ojos plateados, cabello oscuro, y un hoyito en la barbilla a lo Vigoo Mortensen que me vuelve loca. En definitiva, un hombre hecho para el pecado. Para la perversión de las almas. Para ganarme el castigo eterno por gozar entre esos brazos musculosos que, con certeza, me harían llegar a la gloria.
Asustada por mis tórridos pensamientos, beso la cadena de la Virgen del Pilar que llevo colgada sobre el pecho. En una ciudad como Nueva Orleans, en la que se adora a Marie Laveu y existen tiendas de vudú en cualquier esquina, llevar a una santa sobre el pecho no puede hacerme ningún mal. Aunque me salte los mandamientos cada vez que me viene en gana, y en realidad, no sea muy devota.
“Líbrame de la tentación. Y amén” —le doy un beso y me guardo la cadena bajo la camiseta.
Pero aquel iris plateado, unido a esa sonrisa ladeada y provocativa, me acompaña durante la jornada laboral. Las piernas se me convierten en gelatina, y la temperatura de mi cuerpo comienza a subir, hasta que me arde la piel.
Me asusto y dejo caer una bandeja de medicamentos al suelo. Enseguida me agacho para recogerlos, lo cual no impide que Ryan, mi encantador abuelito, me grite.
—¡Ten más cuidado, Alison! Aquí el viejo soy yo. Qué chica tan torpe —gruñe, metiéndose en su despacho—, no me extraña que estés soltera.
¡Eh! ¿Qué le ha dado a todo el mundo sobre ese tema?
Ryan, mi jefe, parecía un abuelito adorable. Una semana después de incorporarme, comprobé que bajo su cara
de anciano bonachón se encontraba un verdadero jefe asqueroso. Siempre metido en su despacho y de constante malhumor, no trata a ningún animal. Lo cual es un alivio. Los pobres animales no tienen que sufrir su irascibilidad, y yo tan sólo tengo que soportarlo cuando la consulta se queda vacía y puede ningunearme sin que nadie lo oiga.
—¡Alison! —me grita, detrás de mí.
Ni siquiera me sobresalto, acostumbrada a sus gritos esporádicos.
—El sábado tienes que ir a hacer una visita a un cliente.
Me giro hacia mi jefe, sintiendo como toda la ira va creciendo en mi interior.
—Señor Ryan, cerramos los sábados —le recuerdo.
—¿Te crees que tengo demencia senil? ¡Ya sé que cerramos los sábados! Pero este cliente necesita que vayas a hacerle una visita a la hacienda. Uno de los caballos está enfermo, y su veterinario particular está de vacaciones. No pienso desaprovechar esta oportunidad.
—Nunca he tratado a ningún caballo. Ese no es mi campo...
—¡Pues aprende! —me suelta—, a no ser que quieras que te reemplace.
Aprieto los dientes y termino de recoger toda la clínica. Calma, me digo a mí misma. Cuando ahorre lo suficiente, el señor Ryan será un simple recuerdo del que me reiré, mientras atiendo a los animales de mi propia clínica veterinaria y puedo pagar un apartamento para mí sola.
La campanilla de la puerta suena cuando alguien entra a la clínica.
—Está cerrado. A no ser que sea una urgencia, tendrá que coger cita para el próximo día —le digo a la persona que acaba de entrar, sin echarle un vistazo.
—Hola Alison.
La voz grave me hace dar un respingo. Lentamente, voy subiendo la cabeza, hasta que me encuentro con sus
brillantes ojos y un escalofrío me recorre todo el cuerpo.
¿Cómo sabe mi nombre?
¿Y si el numerito del humo era cierto y en realidad es un demonio?
Me asusto, y busco un bolígrafo con el que apuñalarle la yugular. Cuando voy a meter la mano en mi bolsillo para convertirme en la próxima Nikita, me acuerdo de la placa identificativa que llevo colgada en mi bata de trabajo.
Suspiro.
—¿No me vas a preguntar qué tal estoy? —sugiere, su enfado es palpable.
—Mi jefe mide un metro ochenta y ha sido coronel de los Rangers de Texas. Si te acercas, gritaré y vendrá a partirte la cara —lo amenazo, muy nerviosa.
No tengo ni idea si los Rangers de Texas existen, o es una simple invención de una serie de televisión acrecentada por mi imparable imaginación.
Dante se ríe abiertamente.
—Tu jefe es un carcamal que te tiene explotada por un sueldo miserable.
Da tres pasos, me coge de la muñeca y tira de mí. Con la mano libre, coge mi bolso y me saca a rastras del trabajo.
—¡Suéltame! —lloriqueo asustada—. Seas lo que seas, soy descendiente de Marie Laveu, sé vudú, y te voy a pinchar un alfiler en los huevos si no me sueltas ahora mismo.
Dante se detiene, y yo respiro aliviada de que mi irreverente amenaza lo haya asustado. Entonces, él abre mi bolso, coge el bote de laca y lo lanza por los aires, dejándome atónita.
—Soy más fuerte que tú, más rápido que tú y ahora que sé cómo te las gastas, no me vas a pillar desprevenido.
Le propino un fuerte rodillazo en las pelotas que lo hace encogerse de dolor. Acto seguido, tiro de mi bolso y echó a correr, mientras grito “cinturón negro de kárate” y me río a boca llena. En mis sueños. Lo que en realidad sucedes es que cuando voy a propinarle el rodillazo, él se aparta y me coge de la rodilla, alzando mi pierna y tirando de mí, haciéndome brincar a la pata coja en un movimiento ridículo.
—Cinturón negro de kárate, ¿eh?
Dante me arrastra hacia Bourbon Street, donde el sonido de la música callejera y el jazz inunda la calle, cuyos balcones están decorados con banderines de color verde, morado y amarillo, debido al próximo Mardi Gras. Nos dirige a un restaurante con amplia terraza, y a pesar de la buena temperatura exterior, me coge de la muñeca y me arrastra hacia la zona más sombría del lugar. Me empuja sobre un sofá de cuero verde, junto a una mesa de madera oscura, y se sienta a mi lado, apretujándome contra la pared y dejándome sin escapatoria.
—¿Qué quieres tomar?
—A ti —le suelto, más tranquila—, cocinado a fuego lento. Para que sufras.
El momento de inesperada valentía me hace sentirme victoriosa, pero cuando sus ojos se encuentran con los míos, el brillo que encuentro en su poderosa mirada me hace sentirme muy pequeña. Me encojo sobre el sofá y me pego a la pared.
Tiene los ojos de un color increíble. Azules. Oscuros, con un aro de color plateado que lo circunda. Parecen irreales, de no ser por la pasión oscura y desatada que encuentro en ellos. Una mezcla de sexo salvaje y desatado, que ofrece la promesa del mejor revolcón del siglo.
—Dos cervezas —le pide a la camarera, sin mirarla.
—Detesto la cerveza —le miento, sólo por molestar.
—Pues te aguantas.
Dante ladea una sonrisa cuando me observa, pegada a la pared.
—No muerdo, ¿tienes miedo?
—En absoluto —me hago la digna—, es sólo que no quiero estar cerca de ti.
—Haces bien. Si te acercas, no me aguantaría las ganas de devolverte tu jugarreta de hace unas horas.
Pongo cara de que no me importa.
—¿Qué es eso? —señala con interés mi cadenita de la virgen del Pilar.
—Nada —le suelto un manotazo cuando él va a alcanzarla.
—No me digas que eres una puritana con un alto sentido del honor, porque no me lo trago. Me miras como si
quisieras devorarme, y ambos lo sabemos.
Le echo una mirada asesina. Cuando él vuelve a intentar alcanzar mi cadena, le agarro la muñeca.
—Ni se te ocurra tocarme.
Pone las manos en alto.
—Ni por todo el oro del mundo —asegura.
Nos quedamos en silencio, yo mirando hacia otra parte, y Dante centrado en sus cosas. Lo miro de reojo, incapaz de mantener mis ojos en otro sitio por más tiempo. Es demasiado ardiente. Desprende ese tipo de sensualidad descarada y espontánea, con el cabello revuelto y una simple camiseta blanca que se ciñe a esa tableta de chocolate que seguro que tiene. Y luego vendrá eso otro, ¡Oh! Ese fino vello oscuro en el inicio de la presilla de sus pantalones que...
Un momento.
Al percatarme de que está rebuscando en mi bolso, y vaciando el contenido sobre la mesa sin ningún pudor, me lanzo sobre él como una fiera para recuperar mis pertenencias. Le basta ponerme la mano en la cara para detenerme, a pesar de que me resisto.
—Déjalo todo donde estaba, ¿es que no tienes respeto por la intimidad?
—Sólo si es la mía.
Saca mis gafas de lectura y las deja encima de la mesa, donde descansan algunos salva slips, un gel de manos, chicles de menta y caramelos mentolados, toallitas higiénicas, un desinfectante de alcohol y una libreta de mano.
—¿Tienes algún tipo de problema con la higiene corporal?
—No es asunto tuyo —recupero mis cosas y las aparto de la vista de la gente.
—¿Sí o no?
—¡No!
—Hipocondriaca —apunta en una libreta, que acaba de robarme.
—¿Qué es eso? —le echo un vistazo, antes de que se la guarde.
—Estoy intentando conocerte. Si queremos que esto funcione, necesitas una pareja que se adapte a tus... manías higiénicas —sonríe enseñando unos perfectos dientes blancos.
—Trabajo con animales —me justifico—, no son manías.
Él bebe a morro de mi cerveza, para retarme, ante mi cara de sopor.
—No hagas eso.
Le quito la cerveza y limpio disimuladamente el lugar por el que ha bebido. Él comienza a reírse.
—Simplemente no me gusta compartir los fluidos de la gente a la que no conozco. No creo que haya ningún
problema en eso —le digo, mosqueada porque haya bebido de mi cerveza.
—Sin embargo, estás deseando besarme.
La vena de mi sien palpita, y la boca se me seca.
—Yo no estoy deseando besarte.
—Mentirosa —me mira descaradamente los labios.
Siento calor.
—Más quisieras —lo reto.
—Cierto.
Se inclina hacia mí, y me acorrala contra la pared. De nuevo, consigue descolocarme con esa actitud imprevisible.
Le miro los labios, demasiado tentadores. Tiene la boca amplia y sugerente. De esas que dicen:
“bésame, muérdeme... muérdeme”
El pulso me late en la garganta, y siento el calor que desprende toda mi piel. Él sonríe, con esa sonrisa de canalla que me pone a cien.
—Lo sabía —se retira de mí, con una mirada de suficiencia que me dan ganas de arrancarle de un puñetazo.
Vuelve a apuntar en la libreta.
—¿Qué apuntas?
—No te importa.
Suspiro y le doy un trago a mi cerveza, sin importarme que sea él quien haya bebido de ella. Me está volviendo loca.
Dante echa un amplio vistazo al restaurante, y señala a un hombre apoyado sobre la barra.
—Veamos qué eres capaz de hacer —me anima.
Frunzo el entrecejo.
—¿Me estás pidiendo que le entre a ese tipo? —me asombro.
—Sí.
—Hace un minuto has intentado besarme.
—Oh... no te tomes esto como algo personal, niñita.
Aprieto los labios.
—Si de verdad te resulto tan irresistible, puedo quitarte esa mojigatería de un polvo. O dos.
—Apártate de mi camino —lo empujo, dispuesta a enseñarle que no soy ninguna mojigata, y que él no me impone tanto como se cree.
Dante se echa a un lado, mientras susurra a mi oído: “No eres capaz”. El roce de sus labios sobre mi cuello me produce un escalofrío de placer, y las piernas me tiemblan cuando me dirijo hacia la barra.
El tipo, un chico de pelo castaño y ojos azules de parecida edad a la mía, está tomando algo en la barra. No estoy acostumbrada a tomar la iniciativa, pero soy orgullosa, y quiero darle una lección a Dante. Pero al tener a aquel chico a mi lado, cambio el peso de mis piernas de uno a otro lado, sin saber cómo abordar el tema.
Esto es ridículo.
Echo un vistazo a Dante, quien se lleva la mano a la boca y bosteza. Cretino.
Entonces, me guiña un ojo, le da un toquecito al servilletero que hay sobre su mesa, y la bebida que el chico sostiene sobre la mano se le resbala y cae sobre mi blusa.
¡¿Cómo demonios ha hecho eso?!
Lo miro alucinada, mientras él no me quita el ojo de encima, y el chico se deshace en disculpas.
—Lo siento. No sé cómo ha sucedido.
—Yo sí —le digo asustada, sin dejar de mirar a Dante.
—¿Cómo dices? —pregunta sin entenderme.
—Que acepto tus disculpas —le ofrezco una sonrisa que trata de resultar sexy.
—Déjame invitarte a una copa, por las molestias —me pide galantemente.
—Claro. Voy a limpiarme. Ahora vengo.
Me dirijo al cuarto de baño, y paso por al lado de Dante, sin mirarlo. No tengo ni idea de cómo ha conseguido tirar la bebida. Quizás ha sido casualidad, o yo me estoy volviendo loca.
En la puerta del cuarto de baño, escucho el sollozo de una niña pequeña. Llamo a la puerta con delicadeza, y al entrar, me encuentro con una niña que está sentada, con las manos sobre la cara y llorando a pleno pulmón.
—Hola bonita, ¿te has perdido? —le pregunto, agachándome hasta estar a su altura.
La niña asiente, con las manos aún tapándole el rostro. Comienza a hipar, y le acaricio el cabello.
—No te preocupes, te voy a llevar con tu mamá.
—¿Tienes calor?
—Mmm... no, ¿por qué lo dices?
—Estabas muy acaramelada con el tipo del bar, ¡Zorra!
La niña alza la cara, con una mueca maléfica en los labios. Tiene un mechero en una de sus manitas, y cuando retrocedo asustada, pone cara diabólica y se lanza contra mí. Me doy la vuelta y echo a correr, sintiendo un inmenso calor en el pompis.
—¡Ay, joder! —grito.
Cuando me vuelvo para detener a aquel bicho de su mala madre, la niña ya no está.
—¡Mi culo, mi culo! —grito, sacudiéndome el pandero.
El rostro se me queda blanco al tocar mi carne desnuda, justo donde debería estar la parte trasera del pantalón. Con el trasero chamuscado y dolorido, y los ojos llorosos, me tapo el culo con las manos y camino con toda la dignidad posible hacia Dante.
—Dame mi bolso —le susurro al oído.
—¿Qué te pasa?
—No sé si tú has tenido algo que ver con esa niña, pero cómo no me des el bolso, te voy a pegar una patada en las pelotas que te voy a doblar en dos —lo amenazo.
Se percata de lo que estoy ocultando, y echa un vistazo a mi trasero. Intenta permanecer serio, pero comienza a reírse. Me ofrece el bolso, y salimos del restaurante ante la llamada del chico de la barra, a quien ignoro.
—¿No tienes algo con lo que taparme? —le suplico.
—No, y te aseguro que así es más interesante.
Muerta de vergüenza, agradezco que mi apartamento esté a pocos metros de Bourbon Street, en una calle residencial con vistas a un parque. Vivo en una casita de color rojo, con un porche de madera y una mosquitera en la puerta.
Al llegar, Dante se adelanta y me abre la puerta.
—Fuera de aquí. No te quiero volver a ver en la vida —le espeto.
—Me temo que ya es demasiado tarde. Entra, tenemos que hablar.
Al pasar por su lado, él echa un descarado vistazo a mi trasero.
—Pero antes, voy a tener que curarte.
La vena de mi sien comienza a palpitar.
Pum, pum... Pum,pum... Pum,pum...