VII: La carne es débil
ME quedo impresionada al percatarme del pelirrojo que se acerca hacia mí. Realmente Dante tiene talento para elegir citas. Un joven, recién salido de la veintena, de cabello cobrizo y ojos azul zafiro. Agradable a la vista, aunque carece del magnetismo feroz de Dante.
—¿Alison? —me pregunta su voz dulce.
—Encantada de conocerte, ¿tú eres?
No tengo ni idea de cómo ha logrado conseguirme una cita decente en menos de cinco minutos.
—Williams. Estoy apuntado a un portal de encontrar pareja. Debo llevarlo grabado en la cara, y tu coach me
encontró por casualidad.
Sí, él es un demonio con muchos recursos.
—No hay problema con tu cara —le aseguro, tratando de ser amable.
Él suspira agradecido, y se sienta a mi lado. La camarera se acerca a anotar su bebida.
—Tomaré lo mismo que esta encantadora dama.
Oh, oh. Un indeciso.
Trato de esbozar una sonrisa y calmar mi negatividad. Soy demasiado exigente en lo que a hombres se refiere, y analizo hasta el último detalle. Tal vez ese sea mi problema. La clave por la que, a mis veintisiete años y medio, por cierto muy bien llevados, no logro concentrar mi atención positiva en un hombre durante más de dos minutos hasta que le encuentro algún defecto.
¡Sus uñas!
Mordidas hasta las raíces. Es inquietante que alguien utilice los dientes como rotorazer particular. Ahora sólo puedo advertir el repiqueteo de sus dientes, imaginando el sonido que deben hacer cuando masca sus propias uñas.
¡Ni siquiera me fijé en las manos de Dante la primera vez que lo vi! Estaba demasiado ocupada babeando por su rostro, y por esa tableta de chocolate que él debe ocultar.
¿Qué tiene Dante que este comedor de uñas no tenga?
—Dante me ha comentado que eres creyente, y que llevas una preciosa cadena de la que nunca te separas —
comenta encantado.
Estoy a punto de rectificar sus palabras, pues honestamente, no estoy segura de ser tan devota como él cree. Él continúa hablando, me coge las manos, y su voz resuma emoción.
—La juventud de hoy en día ve a Dios como algo pasado de moda. Me complace saber que existen mujeres virtuosas como tú, que dedican parte de su tiempo a pensar en la necesidad de espiar nuestros pecados.
¿Eh?
Trato de retirar las manos, incómoda y abrumada por su contacto. Williams, el pelirrojo de rostro jovial, acaba de convertirse en un estudiante devoto de los Salesianos. O peor. Lo imagino en la parroquia, vestido con la túnica de monaguillo y esas pecas aniñadas que parecen lentejas, mientras su dulce voz conquista a los ángeles del cielo, y se convierte en un profesional del cante gregoriano.
Ugh.
—En realidad, creo que nuestras acciones, y no la oración, son lo que purifica nuestra alma. Pienso que la oración no es más que una excusa barata mediante la que lavar nuestra conciencia —le digo, por decir algo.
—Pero no negarás la importancia de la fe. Dios perdona lo que nosotros no podemos perdonar.
Me acaricia la palma de la mano con los pulgares, y se lame los labios.
Ugh.
—Dante me ha comentado que tienes un pequeño problema de... fogosidad —los ojos le brillan ansiosos—, no te cuestiono. Las necesidades humanas a veces son... incomprendidas.
—Incomprendidas —escupo. Por alguna razón, no puedo repetir el resto de su frase.
Su tono libidinoso me ha dejado a cuadros.
¡Vaya con el misionero!
—El señor es misericordioso, no te lamentes. La iglesia permite ciertas prácticas sexuales, y...
—Válgame Dios —retiro las manos y comienzo a levantarme.
Voy a matar a Dante.
—Si me disculpas, tengo que ir a practicar sexo anal con mi maravilloso terapeuta sentimental. Puedes distraerte buscando si dicha práctica sexual está permitida por las sagradas escrituras.
Acto seguido, echo a correr.
—¡Dante!
Lo encuentro cinco minutos más tarde, sentado en un banco, en actitud tranquila, ajeno a mi furia. Pero él lo ha hecho a posta. Lo sé, por la reluciente sonrisa que demuestra cuando me ve llegar, avanzando hacia él con los puños apretados.
—¿Qué tal fue tu cita, querida?
—Te crees muy gracioso —siseo.
—¿No fue bien? —pregunta con total inocencia.
Se levanta, y se echa el pelo hacia atrás.
—Realmente pensé que necesitabas alguien de tu estilo.
—Define alguien de mi estilo —le exijo.
Dante da un paso hacia mí, y me acaricia la barbilla.
—Una fingida puritana que esconde en su interior las fantasías más sucias.
—Y seguro que esas fantasías te incluyen a ti —ironizo.
Él da otro paso más, y cae sobre mí como un lobo hambriento.
—Cierto. Tú y yo, desnudos sobre la alfombra de mi nuevo salón con vistas al Misisipi. Mi cabeza enterrada entre tus piernas, y tú arañando mi espalda. ¿Qué te parece, mojigata?
La boca se me seca, y el pulso me late frenético en la base de la garganta. Él no debería utilizar esa voz tan rota, sexy y varonil. Tampoco debería acercarse tanto a mí, hasta el punto de que entre nosotros no cabe un delgado folio de papel.
Le observo la sonrisa ladeada y pícara. Esa sonrisa de canalla que me pone a cien. Él muy cretino está jugando conmigo.
—Me parece que eres tú quién fantasea demasiado —le digo en un susurro.
Doy un paso hacia atrás para alejarme de su magnetismo. Su mano agarra mi muñeca, y tira mi cuerpo hacia el suyo, golpeando mi pecho contra su duro abdomen.
—Cierto, ¿quieres que te cuente mis fantasías?
—¡No, no quiero! —le grito, demasiado alterada.
Me aparto de él, y me doy la vuelta. Comienzo a caminar sin ningún rumbo, y él me alcanza en pocos pasos. Rodea mi espalda con un brazo, y sus labios rozan el lóbulo de mi oreja, lo que provoca que un escalofrío me recorra todo el cuerpo.
—Todas te incluyen a ti, pecosa. Tú gimiendo y yo...
—Cállate de una puñetera vez, demonio.
No me he dado cuenta de que mi necesidad de hacerlo callar me ha hecho agarrarlo de la camisa, ni de que le he hablado con los dientes apretados, casi delirando. Si vuelve a decir cosas como esas, tan... sugerentes... tan reales, lo golpearé.
—No sé a qué estás jugando, pero no voy a seguirte la corriente. Quiero un novio, ¿me oyes? Alguien que me ayude a proteger la herencia familiar —le agarro del cuello de la camisa, y le hablo a sus labios.
¡Joder, no quiero mirarle esos morritos tan sexys, voluminosos, tentadores...!
Dante me empuja contra una pared cercana, y apresa mi cabeza a cada lado de sus brazos. Me deja atrapada bajo esa muralla de inquebrantable sensualidad, y entonces habla.
—Me necesitas, pecosa. Más de lo que estás dispuesta a admitir.
Me acaloro entre sus brazos, y pego la espalda al muro de piedra, como un gato arrinconado en una esquina.
—Tú también me necesitas. Podrías buscarte a otra, y sin embargo, sigues molestándome.
Sus labios acarician mi mejilla, y tengo la tentación de girar la cara y estamparle un beso.
—Será que te encuentro encantadadora... aclaradas nuestras necesidades. ¿Qué tal si me dices lo que quieres?
¿Lo que quiero? Lo quiero a él. Justo a él. No hay nada que quiera más en este momento.
—Quiero...
—¿Quieres? —sugiere, sin dejar de rozar sus labios sobre mi mejilla.
Su aliento cálido me baña la piel. Me lastima las entrañas que vibran de deseo, y me quema por dentro, intoxicándome de lujuria y volviéndome loca. Entonces, suelta un profundo resoplido, y se separa de mí, con el rostro contrito.
Disgustado por algo que he hecho. O quizás por algo que no he hecho. No lo sé.
—Cincuenta y nueve días para encontrar al amor de tu vida. No tenemos que perder el tiempo, ¿eh?
Su repentino tono distraído me sorprende. No parece afectado, ni siquiera una undécima parte de lo que yo lo estoy, todavía aturdida por su cercanía. Por todo él.
—Supongo —musito.
—Empecemos por la parte básica. Si quiero encontrarte una pareja que se adecue a tus intereses, antes tendré que conocerte.
Conocerme. Suena como si fuera a tirarme sobre una cama, y explorar cada parte de mi cuerpo.
—Pasa veinticuatro horas conmigo.
La propuesta me resulta inesperada. Veinticuatro horas con Dante pueden ser muy peligrosas.
—Quiero conocer tu modo de vivir. De pensar. De ver la vida.
—¿Y luego qué?
—Te conseguiré una cita.
Ni siquiera me reconozco a mí misma cuando le respondo:
—De acuerdo.
Dante se queda parado, esperando a que yo dé el primer paso. Yo me cruzo de brazos, y cambio el peso de mi
cuerpo de una a otra pierna, sin saber qué hacer.
—Se supone que ahora debes hacer lo que haces todos los jueves, sea lo que sea —sugiere.
—Ah... —observo el reloj de muñeca. Son las cuatro y media—. A esta hora, doy un paseo por el barrio francés, y visito la tienda de Mammy Patsy.
Él camina detrás de mí, siguiendo mis pasos. Aunque resulte ridículo, mostrarle parte de mi rutina de los jueves me resulta intimidante. Dante es la clase de persona observadora y descarada, que no hace nada por disimular su curiosidad. Él se coloca a mi lado, y me observa de reojo, por lo que decido ignorarlo y hacer como que lo ignoro.
Primero doy un paseo por el barrio francés. El barrio francés es rojo, amarillo, vibrante, caótico y canalla. Caminamos por Royal Street, donde las Casas de estilo colonial de la época esclavista se mezclan con las más diversas tiendas de antigüedades, galerías de arte, hoteles señoriales, tiendas de souvenirs y bandas de música callejera. Al atardecer, el jazz inunda cada esquina del barrio francés, otorgándole un ambiente melancólico y explosivo. Así es Nueva Orleans, la ciudad menos americana de todas. Un cúmulo de culturas contradictorias, con pasado francés y español, banda sonora propia y marcado interés por lo paranormal.
La ciudad que conquistó a Anne Rice también lo ha hecho conmigo, y aunque echo de menos Barcelona, no puedo evitar sentirme maravillada por el barrio francés, un lugar encantador que no podría encajar en cualquier otra ciudad. Como yo.
Como cada jueves, me acerco sin proponérmelo a una tienda de antigüedades, donde un escritorio de estilo colonial, labrado en madera de pino y tapizado en un tono oscuro me fascina. Luego observo el precio, y suelto una risita de hastío. Demasiado caro para mí.
—Creo que nunca te he sentido callado por más de un minuto —le digo a Dante, quien sorprendentemente, se ha mantenido silencioso desde que paseamos por Royal Street.
—Sin duda prefieres que te hable.
—Yo no dije eso —replico, irritada porque él tenga parte de razón.
Sus constantes provocaciones me ponen nerviosa, pero en cierto modo, esa forma de hablar suya me enloquece, y ansío escuchar ese tono de voz rasgado y varonil que me produce las ensoñaciones más perversas.
—¿Tienes hambre? Yo estoy famélica.
—Yo también —admite.
Nos acercamos a un puesto de venta ambulante, donde compramos dos po´boys que vamos comiendo por el
camino. Dante recorre mi labio inferior con su pulgar cuando un resto de salsa me mancha, y siento un murmullo de ansiedad en mi bajo vientre.
—Si cierras los ojos otra vez, y entreabres los labios yo... —amenaza, alzando mi barbilla.
—Yo no hice tal cosa.
—Lo hiciste. Adoras que te toque.
—Mentiroso. Fuiste tú quien disfrutó masajeándome el culo —miento.
—Cierto —su pulgar se cuela entre mis labios y su boca roza mi barbilla—, disfruté tanto que voy a arrancarte la ropa y comenzaré a darte azotes.
—Eres un depravado —lo empujo.
Camino furiosa, con todo mi cuerpo ardiéndome de deseo. No puedo estar fantaseando con que Dante me azote
frente a todo el barrio francés. Estoy loca.
Él me alcanza en pocos pasos, y me agarra de los hombros, deteniéndome y masajeándome los hombros con sus
dedos hábiles. Su boca besa mi nuca, y sus labios susurran sobre mi piel, con su aliento cálido.
—Te puedo enseñar lo depravado que soy. No te imaginas cuánto.
Cierro los ojos y aprieto los labios. Señalo una tienda a nuestro lado.
—Es la tienda de Mummy Patsy, una mujer muy protectora. Enséñale cuán depravado eres, y perderás tus valiosas canicas —le suelto.
Acto seguido, entro en la tienda de Mammy Patsy, escuchando a Dante reír a mi espalda. Witchcraft&Magic es una tienda regentada por Patsy, una afroamericana con turbante en el cabello, natural de Nueva Orleans. La tienda tiene una fachada de madera pintada en verde, con amplios cristales que muestran un escaparate dedicado a la parafernalia vudú. Puedes encontrar desde tónicos del amor, hasta bolas de cristal, herraduras de la suerte osouvenirs del barrio francés.
—¡Alison, cariño! —Patsy sale de inmediato del mostrador para recogerme entre sus brazos, acogida por su cuerpo oriundo y protector.
Huele a eucalipto, debido a los vapores que inhala a diario para curarse de su reciente bronquitis.
—¿Qué tal estás, mammy Patsy? —le pregunto preocupada.
Desde hace unas semanas, Patsy sufre una bronquitis de la que es incapaz de curarse.
—Patsy es fuerte como un roble. No te preocupes.
Patsy echa una mirada curiosa a Dante, y me palmea la espalda.
—Sabía que algún día vendrías acompañada a la tienda de la vieja Patsy. Mi sobrina Maya, con ese genio que se gasta, se quedará soltera, pero mi dulce Ali encontraría el amor. Siempre lo dije.
La voy a interrumpir, pero ella acoge a Dante entre sus brazos y le besuquea el rostro.
—¡Guapetón, guapetón! —Patsy me guiña un ojo—. Siempre tuviste buen gusto, mi dulce niña.
—Dante no es mi novio, mammy. Es sólo un... amigo —la corrijo.
Ella lo suelta de inmediato.
—Debes saber que esta jovencita está soltera. No sé a qué estás esperando, muchacho.
—¡Patsy!
—Querida Patsy, es usted tan encantadora como Alison me dijo. Ella tiene suerte de tenerte como amiga —le regala los oídos.
Patsy suelta una profunda risotada, y vuelve a besuquear el rostro de Dante, complacida por los cumplidos que él le prodiga. Yo suspiro, echándole una mirada acusadora al lisonjero de Dante.
—Así que no sois novios...
—En absoluto tenemos algo que ver. Dante me está ayudando a resolver un tema muy urgente. Eso es todo —le
digo, sin ganas de ofrecerle ninguna explicación.
—En realidad, soy el consejero sentimental de Alison. Ella es demasiado tímida para entrar en detalles, ya sabe.
Aprieto la mandíbula, deseando golpearlo.
—No sabía que tuvieras tanta urgencia por encontrar pareja. Alison, esas cosas surgen. No se programan.
Surgen, a no ser que tu madre te obligue a asistir acompañada a la boda de tu hermana, porque su inexistente cerebro decidió apostar la herencia familiar. Voy a replicar, pero Dante coloca una mano sobre mi hombro y habla por mí.
—Alison tiene miedo de llegar soltera a la treintena. Piensa que esa es una edad complicada para las mujeres, y que si no encuentra pronto un novio, se quedará para vestir santos.
—Eso no es...
—Alison, eso no es cierto. Eres una chica encantadora. Cualquier hombre sería afortunado por tenerte a su lado
—me anima Patsy.
Mataré a Dante. Lo mataré.
—Dejemos de hablar de mi vida —rezumo enfado al hablar—, ¿por qué no me enseñas la nueva colección de la
que me hablaste?
El rostro de Patsy se ilumina. Camina hacia el mostrador, y saca una caja forrada en terciopelo rojo. La abre, y una colección de calaveras con los diseños más originales se muestra ante mis ojos.
—Debes de tener más de cuarenta calaveras —me dice Patsy.
—Nunca serán suficientes —sonrío.
Elijo una calavera forrada de cuero marrón y pintada con cruces doradas. Cuando Patsy se niega a coger el dinero, discutimos, hasta que ella lo acepta a regañadientes, no sin antes ofrecerme un chupito de ron con azúcar. Me despido de ella, quien solo tiene ojos para Dante, al que guiña un ojo cuando nos marchamos. Entonces, le suelto un guantazo.
—¿Qué fue eso? ¡No te burles de mí!
—¿Coleccionas calaveras?
—Entre otras cosas —lo miro a los ojos—, no respondas mi pregunta con otra pregunta.
—¿Qué hacemos ahora? —me ignora.
Pongo los ojos en blanco.
—Ahora voy al Preservation Hall. Mi padre toca el saxofón todos los jueves por la noche, y yo voy siempre a verlo.
Él me sigue, rozando sus dedos con los míos. Mi mano se llena de electricidad, y sé que necesito alejarme de Dante si no quiero explotar de lujuria incontenible.
—No es necesario que me acompañes.
—Como si fuera a perderme un concierto de jazz.
—¿Te gusta el jazz?
—Amo el jazz.
—Hay músicos callejeros por todas las calles —trato de convencerlo.
Él tira de mi mano, y me empuja contra su pecho. Su boca cae sobre la mía, y sus labios me rozan. Me quedo
congelada, y él comienza a morderme, succionando mis labios y apremiándome, hasta que consigue deslizar su
lengua dentro de mi boca, y me besa ardientemente. Sus labios suaves y cálidos se mueven sobre los míos, y cuando se cansa de la ternura inicial, me muerde los labios, y desliza su mano sobre mi espalda, pegándome a su cuerpo y sacudiéndome por dentro.
Se separa de mí, conmigo jadeando sobre sus labios.
—Como si fuera a perderme una noche contigo.
¡Guau!
Necesito varios segundos para recomponerme, dar un paso hacia atrás y encararlo a los ojos con fingida posesión sobre mí misma.
—¿Por qué hiciste eso? —reclamo conmocionada.
—Porque me apeteció.