XXIX: Doctor Cupido
DANTE — Dos semanas sin Alison. Cuatro parejas conseguidas. Periodo de abstinencia finalizado. Sigo en el infierno.
¿Se puede saber que estoy haciendo mal?
El señor Smith, un vigoroso hombre de treinta y cuatro años, se niega en redondo a aceptar mi ultimátum. Es patético. Peor que un niño pequeño.
—N-no... p-puedo —tartamudea.
El señor Smith adolece de una particularidad muy común. Tartamudea cuando se pone nervioso. Ahora lo está, y se niega a expresarle sus sentimientos a la mujer de la que lleva enamorado tres años.
—S-e... v-vaa r-reír de m-mí...
Pues no me extraña. Pero claro, eso no se lo digo.
—Llevas tres años enamorado de esa mujer. No pierdes nada por intentarlo, ¿no crees? Te he enseñado lo suficiente para que vayas donde está y le demuestres el hombre que eres.
Smith se hincha de aire y de valor. Se desinfla, y las piernas le bailan sobre el suelo.
—Si no vas tú, iré yo —le aclaro.
—N-no t-te atreverías —comenta asustado.
—¿No? —le echo una mirada de arriba abajo a la mujer que lo tiene enamorado. Los hombres como Smith necesitan un empujoncito, y yo voy a dárselo—, es una mujer atractiva. Si no eres lo suficiente hombre para acercarte a ella, lo haré yo. Su cuerpo está pidiendo un revolcón, ¿no te parece?
Smith me contempla indignado.
Sonrío, doy un paso hacia la mujer y le guiño un ojo.
—Tiene buenas tetas, ¿no?
El toque maestro surte efecto, porque Smith pasa por mi lado como un toro enfurecido, me empuja con el hombro y va directo hacia Samantha. Ella le sonríe al verlo, pero él no la deja actuar. Tal y como le he dicho, la coge por la cintura y la besa profundamente. Cuando la suelta, Samantha se queda sin habla, contemplándolo estupefacta, con una mezcla de ira y curiosidad. Y entonces, él le dice lo único que puede surtir efecto en ese momento:
“Eres la mujer de mi vida. Llevo tres años enamorado de ti. Sé que esto te pilla por sorpresa, pero si te permites conocerme, te darás cuenta de que estamos hechos el uno para el otro”
Y esta vez, Smith no tartamudea.
Evidentemente, Samantha no está enamorada de él. Pero si antes le resultaba un tipo anodino y en el que no merecía la pena fijarse, ahora ha captado su atención. Los ojos de la mujer destilan emoción ante la inesperada declaración, y asintiendo a la petición de Smith, lo invita a sentarse a su lado.
Echo una mirada petulante al cielo, aunque más bien debería dirigirla a los confines del infierno. Definitivamente, he nacido para esto.
Es el quinto hombre al que le consigo pareja en dos semanas. A este ritmo, conseguiré salir del infierno antes de lo previsto.
¿Quién necesita a Alison?
Yo no.
Que la eche de menos es otra historia.
Pero ¿quién no lo haría?
Su olor se me ha grabado en la piel. Ansío su sonrisa espontánea. Su pulso acelerándose cuando la toco accidentalmente. De acuerdo, nunca toco a Alison accidentalmente, aunque a veces, hago que lo parezca.
Me meto las manos en los bolsillos y camino arrastrando los pies hacia un restaurante de comida cajún. Pero lo que tengo no es hambre. Lo que necesito es un buen polvo. Sí, uno con el que descargarme las pelotas ahora que el período de abstinencia ha finalizado.
Sólo hay un pequeño problema...
La única mujer a la que deseo. El único cuerpo que quiero devorar, es el de ella. Yo, que me reía de la monogamia y de las parejas al uso. Yo, que criticaba a quienes se negaban los placeres de la carne por redimir sus instintos más básicos y adolecer del lastre de la fidelidad. Ver para creer.
Porque Alison y yo no somos nada.
Ni siquiera me gusta.
Mentalmente, voy enumerando sus defectos mientras la camarera me toma nota. Pido un po’boy y una cerveza, e irremediablemente recuerdo sus labios frunciéndose alrededor del bocadillo. Siempre se mancha la comisura de los labios con salsa, y yo siento la tentación de pasarle el pulgar por esos labios suaves y llenos que tiene.
No puedo estar fantaseando con Alison engullendo un bocadillo. Demasiado fetichista incluso para mí. Tacones rojos y su culo sobre mi regazo sí que sería una gran fantasía.
No.
Enumero los defectos de Alison, y me explico a mí mismo las razones por las que no puedo tenerla a mi lado:
—Es ingenua, y aún cree en el amor. Sigue esperando a ese príncipe azul que le ofrezca el final de cuento de hadas con el que ella lleva soñando toda su vida. Y yo no soy ese príncipe azul. Yo no le regalaría flores, ni le compraría un anillo de compromiso. Yo le regalaría mi cabeza entre sus piernas, de por vida. Moriría entre sus muslos con gusto.
—Es propensa a la violencia. Me ha golpeado en varias ocasiones. De acuerdo, no me ha hecho el más mínimo
daño, y si me apuras, podría fantasear con el hecho de que ella fuera una dominatrix con zapatos rojos y vestida de cuero.
Oh, tengo que dejar de pensar en zapatos rojos y Alison. No son una buena combinación.
—Es torpe. No quiero ejercer de niñera, y Alison parece necesitarlo más de lo que está dispuesta a reconocer. Y yo estoy dispuesto a salvarla todas las veces que sea necesario.
Lo sé, moriría si le sucediera algo. Es absurdo. Ya morí una vez. Entregué mi alma, y no estoy dispuesto a repetir el mismo error.
—Y su peor defecto. Este, sin duda, el más grave de todos. Alison tiene la habilidad de hacerme olvidar. Ese, sin duda, es el mayor de los problemas.
Porque yo no quiero olvidar. Quiero recordar. Quiero recordar que el amor hace daño. Cuando menos te lo esperas, y de la forma más cruel. No quiero volver a cometer los mismos errores, y tengo la inquietante sensación de que con Alison, tropezaría con la misma piedra. Una y mil veces.
No, desde luego que no es una buena idea acostarme con ella.
Picoteo mi cena y vuelvo a casa. Y al llegar a la entrada, me encuentro con la rocambolesca amiga de Alison. Esa que tiene nombre de abeja, viste como si le hubieran tirado cubos se pintura a la ropa y es tan... pues eso. Que no me gusta.
—¿Qué haces aquí, bicho? —le espeto.
Ella se cruza de brazos sobre la puerta, bloqueándome el paso. Da un sonoro chasquido con la lengua que me
desagrada, y me echa una mirada petulante de arriba a abajo.
—Pues de verdad que no lo entiendo. No eres más que otro tío bueno con cara de malo. Seguro que lo que tienes ahí abajo no es ni tan grande ni tan prometedor como aseguras.
Me meso el cabello. Hoy no estoy para bromas.
—Si has venido a insultarme, ya puedes largarte por dónde has venido. No estoy de humor para aguantarte, aunque seas la amiga de Alison —digo su nombre con un desapego que no siento.
Quiero que se vaya. Sea lo que sea que haya venido a hacer aquí, sé que no va a gustarme.
—Podría venir a insultarte, pero supongo que ya sabes lo imbécil que eres por alejar a Alison de ti. Además de engreído, payaso y maleducado, ahora resulta que eres un infeliz, porque has desaprovechado la oportunidad de conseguir a una chica que vale su peso en oro, ¿te enteras?
—Si tan imbécil, engreído, payaso y maleducado te parezco, ¿no será mejor que me aleje de Alison?
Maya bufa, un tanto irritada.
—Eso pensaba yo. Pero resulta que le has calado de una manera que..., bueno, no voy a engrandecer tu ego
masculino. El caso es que veo como la miras, y no me entra en la cabeza que la vayas a dejar marchar.
—¿Y cómo la miro? —pregunto aburrido.
—Como si fuera tuya —Maya se aparta de la puerta para dejarme entrar—, pero la estás perdiendo. Va a tener una cita con un tipo más apuesto, educado y buen partido que tú. Evidentemente lo hace por despecho y desesperación, pero si no la detienes, me temo que vas a desaprovechar la oportunidad de tener a la chica más alucinante que hayas conocido en tu vida.
Maya se marcha tras decir eso, y yo siento como un millón de astillas abrasadoras me queman por dentro. Una parte de mí, la parte sensata, me pide que me olvide de lo que acaba de contarme y que deje a Alison rehacer su vida. Pero la parte egoísta me lo impide, y en un débil tono, enuncio la pregunta prohibida.
—¿Y dónde dices que es esa cita? —le pregunto a Maya, quien ya se está alejando. Mi tono quebrado no le pasa desapercibido.
Se vuelve con una sonrisita de oreja a oreja, y sé que ha conseguido el efecto en mí que ella deseaba.
—En The Rum house.