Capítulo 89

Cuando Roger Maestro vio que Dark colocaba un par de esposas alrededor de las muñecas de su mujer se quedó momentáneamente perplejo. No sabía qué hacer.

Abdulia le había dicho que obligaría a Dark a suicidarse. Dark aceptaría la carta de la Muerte, del mismo modo en que habían obligado a Jeb Paulson a personificar la carta del Loco. De lo contrario, Hilda moriría. Y también el periodista. Un hombre como Steve Dark no permitiría que murieran más personas inocentes.

Pero si Dark se negaba a hacerlo, Abdulia inclinaría la cabeza. Y entonces Roger debía matar a Dark.

Volarle la cabeza.

Llevarle la Muerte.

Mientras tanto, el periodista, Knack, observaría toda la escena y luego le contaría al mundo lo que había visto en ese faro.

El precio que había que pagar por negarse a aceptar tu destino.

La última carta, la última muerte. Luego, finalmente, ambos podrían marcharse a algún lugar a descansar en paz. Abdulia se lo había prometido. Después de esa última muerte todo estaría bien. El equilibrio quedaría por fin restablecido.

Pero Abdulia nunca le hizo la señal convenida, sino que se lanzó contra Dark, gritando como si sufriera un terrible dolor. ¿Qué le había dicho aquel hijo de puta? ¿Qué podía haberle dicho para enfurecer de ese modo a su esposa? Ella era un modelo de serenidad, de paz interior. Era una mujer que conseguía tranquilizar los ríos de ira de su propio corazón. Nada de eso tenía sentido. Roger se quedó momentáneamente confuso mientras veía cómo Dark inmovilizaba a Abdulia y le doblaba cruelmente los brazos detrás de la espalda para colocarle las esposas. Se suponía que nada de eso tenía que suceder. No formaba parte del plan. Abdulia nunca le había dicho que eso siquiera fuera una posibilidad.

De modo que Roger Maestro alzó el fusil ignorando el dolor de la herida en el costado, apuntó y disparó.

Un segundo antes de que la ventana explotara, Dark cogió a Abdulia del brazo, la empujó con fuerza hacia la derecha y ambos cayeron al suelo. Una lluvia de cristales se abatió sobre sus cuerpos. Alguien les estaba disparando. Roger, sin duda. El francotirador condecorado. Oculto en una colina cerca del océano, al mismo nivel que el faro, exactamente como lo haría un soldado. El agua a su espalda, los enemigos frente a él.

Dark se arrastró rápidamente hasta el lugar donde Hilda yacía inconsciente. Ambos eran demasiado visibles. Roger podía tener munición de sobra. Podía seguir disparando y disparando y disparando…

Roger bajó el fusil y cogió los binoculares. La imagen no tenía ningún sentido. Dark estaba en el suelo cubriendo a la mujer. Pero Abdulia también yacía en el suelo. Parpadeó y enfocó nuevamente los binoculares. Su esposa temblaba como si tuviera frío. Seguía sin tener sentido. ¡Nada lo tenía!

Knack no olvidaría jamás esa imagen mientras viviera: los disparos, los gritos de la mujer que lo había secuestrado, el cristal de la ventana estallando en sus oxidados marcos de metal, sus ojos completamente desnudos y expuestos. El rostro del periodista se sacudió, parpadeando de forma involuntaria, haciendo un esfuerzo extremo con los músculos que consiguió despegar la cinta que sujetaba el párpado del ojo izquierdo. Lo cerró con fuerza, pero el derecho aún permanecía abierto, sujeto por la cinta adhesiva. No podía apartar la vista. En su regazo había un montón de diminutos trozos de cristal. La mujer estaba en el suelo y parecía tener contracciones espasmódicas. Del costado de la cabeza brotaba un pequeño hilo de sangre. Luego, mucha sangre. Knack no quiso mirar. Giró el ojo hacia arriba, tratando de fijar la mirada en la semioscuridad del exterior del faro. Allí fuera había alguien con una arma. Alguien que acababa de disparar contra ese jodido faro y podía volver a hacerlo, fácilmente, y Knack no podía hacer nada al respecto a menos que primero decidiera bajar el brazo y asfixiarse hasta morir.

Abdulia profirió un grito. Dark la ignoró. Intentó levantar a Hilda. ¿Qué le habían suministrado para drogarla? Palpó su cuello buscando el pulso. Fuerte y regular.

—Hilda —susurró—. Venga, despierte. Puede hacerlo. Usted me salvó, de modo que ahora yo la salvaré a usted.

En ese momento se oyó un débil tono de llamada telefónica.

Roger mantuvo el teléfono pegado a la oreja mientras vigilaba el interior de la linterna a través de los binoculares. «Venga, Abdulia, contesta. Levántate. Muéstrame que estás fingiendo».

Dark tenía que sacar a Hilda de allí.

—Venga, Hilda, despierte. Por favor.

La esposa de Roger no contestó. ¿Por qué no respondía al teléfono? El disparo había sido fácil, pero en el último momento Dark se había agachado y lanzado a la derecha, como si hubiera tenido alguna especie de premonición. Roger, sin embargo, estaba acostumbrado a disparar contra blancos móviles. En una fracción de segundo había compensado la dirección y vuelto a disparar. Había alcanzado a Dark en la cabeza, ¿verdad? Vio la salpicadura de sangre. Una herida en la cabeza.

A menos que…

No.

A ella no.

Eso era injusto.

Eso era completamente injusto.

Roger levantó el fusil y apoyó el ojo en el extremo de la mira telescópica.

Abdulia se sentía débil. No podía mover los brazos. Oyó el teléfono, deseaba con todas sus fuerzas apretar el botón verde y hablar con Roger por última vez. Pero ni siquiera estaba segura de poder formar las palabras.

No era así como se suponía que debía pasar. Dark era un hombre que mataba monstruos. Bueno, se suponía que debía matarla a ella. Roger lo vería y Dark también moriría. Roger se quitaría la vida y finalmente volverían a estar juntos en un plano de existencia mejor que ese, dejando atrás su historia para que el mundo la estudiara. Otros lo habían intentado. Ninguno de ellos tenía una percepción tan profunda como la suya.

Pero, a la postre, no tenía importancia. Aunque nunca había esperado ser alcanzada por el disparo de Roger, sabía que él nunca permitiría que Dark saliera con vida del faro. Y entonces estarían juntos.

Mientras la vida la abandonaba lentamente, Abdulia recordó la noche que conoció a Roger y la lectura que le había hecho. Al principio, él pensó que era una tontería. Ella sabía que ahora Roger no pensaba lo mismo. Aquella lectura había cambiado sus vidas para siempre.

Ella había estado esperando la Muerte desde hacía mucho, mucho tiempo.

Dark llevó rápidamente a Hilda a la escalera de caracol que comunicaba con la sala de vigilancia una planta más abajo. Las paredes eran gruesas y, siempre que la mantuviera alejada de las ventanas, Hilda estaría a salvo de las balas de Roger. Abrió con la rodilla la puerta de un armario y luego dejó con cuidado a la mujer dentro del mueble. Fuera de la línea de fuego y protegida por dos paredes.

Un momento. Eso no era suficiente. Se quitó el chaleco antibalas y lo colocó sobre el pecho de Hilda.

¿Dónde estaba Graysmith ahora? Pensó que estaría lo bastante cerca como para oír los disparos, pero quizá no fuera así. Dark se sacó el móvil del bolsillo y pulsó la tecla de marcación rápida. Esperó a que sonara seis veces y luego desistió. Quizá Graysmith estaba tratando de despejar a Roger de la ecuación.

Entonces recordó que Knack aún se encontraba arriba, en la linterna del faro, completamente expuesto. Cerró la puerta del armario y corrió escaleras arriba.

Roger reaccionó un segundo tarde. Para cuando consiguió apuntar nuevamente hacia la linterna, Dark ya había conseguido llevar a Hilda abajo. Muy bien. Ahora utilizaría a ese periodista para obligarlo a subir a la linterna. Dark se consideraba un héroe. Era imposible que permitiera la muerte de un hombre inocente si podía evitarlo. Roger apoyó el fusil en el hombro y apretó el gatillo.

Knack comenzó a gritar. Por todos los demonios, los disparos habían comenzado otra vez, los cristales saltaban en pedazos a su alrededor y, sí, ahora se estaba cagando en los pantalones. Ojalá pudiera cerrar los dos ojos. Sabía que era solo cuestión de tiempo antes de que una de aquellas pequeñas esquirlas voladoras se incrustara en su córnea expuesta. El sonido que reverberaba en los marcos metálicos era horrible. Manos, ojos, oídos. ¿Acaso un periodista tenía más armas que esas? Cerebro, también, o eso suponía. Pero en cualquier momento su cerebro también podía salir chorreando de su cabeza.

Dark estaba a mitad de la escalera cuando se reanudaron los disparos y Knack empezó a chillar. Llegó a la linterna y comenzó a arrastrarse por el suelo. Justo cuando estaba por placar al periodista, dos disparos impactaron en su espalda y lo lanzaron hacia adelante. Dark lanzó un gruñido y se tambaleó, golpeando a Knack con el hombro y volcando la silla de ruedas. Los gritos del hombre fueron el último sonido que alcanzó a oír.

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