Capítulo 22
Washington, D. C.
A la una de la madrugada aproximadamente, Dark consiguió encontrar una habitación barata cerca del edificio del Capitolio. Había llevado muy pocas cosas consigo: una camisa limpia, una libreta de notas y su ordenador portátil. Sabía que debía comer algo, de modo que compró un bocadillo de pavo y un paquete de seis latas de cerveza en una tienda de alimentación que estaba abierta toda la noche. No recordaba cuándo había sido la última vez que había probado bocado.
Mientras bebía la cerveza pensó en Stephanie Paulson. No podía ignorar los paralelismos: Paulson también había ido tras un monstruo, solo que el monstruo había acabado con él rápidamente. ¿Por qué Riggins lo había enviado a Chapel Hill solo? En esos casos, habitualmente, acudía un pequeño equipo al lugar del crimen. Dos agentes al menos. Dark era el único que había podido salir adelante con la rutina del lobo solitario. ¿Acaso Paulson estaba tratando de seguir su ejemplo? ¿Había insistido en hacerlo sin ayuda de nadie?
«Basta —se dijo Dark—. Esto no se trata de ti. Concentra tu mente en el caso. Trata de averiguar cómo está conectada la muerte de Paulson con la de Green».
La primera se había producido como resultado de un complicado asesinato con tortura. El asesino tuvo que explorar el terreno antes de actuar. Por ejemplo, tenía que saber que el techo del sótano soportaría el peso de Green. La muerte de Paulson, en cambio, parecía menos estudiada, casi improvisada. No había sido torturado. Solo había bastado un leve empujón.
Pero si realmente se trataba del mismo asesino, la muerte de Paulson intentaba enviar alguna clase de mensaje. ¿Por qué lanzarlo desde el tejado de su propio edificio? ¿Por qué no pegarle un tiro, o romperle el cuello, o atropellarlo con un coche? No, ese crimen también había sido planeado con antelación. El asesino debía de haber llevado a Paulson a su propio tejado con algún engaño, o bien lo incapacitó de alguna manera y luego lo llevó al tejado. A continuación lo reanimó y lo persuadió para que caminara hasta el borde. Luego lo empujó al vacío. Era un plan demasiado elaborado.
El teléfono móvil comenzó a sonar cuando Dark se devanaba los sesos en busca de alguna conexión entre ambas muertes. Un mensaje de texto de Graysmith:
HA VUELTO A PASAR. LLÁMEME.
Veinte minutos después, un coche lo recogió delante de su hotel. Había sido el registro/salida más rápido que había visto nunca el empleado de ojos apagados que ocupaba el mostrador de recepción.
—¿Algún problema con la habitación, señor?
Dark lo ignoró. No había ningún problema con la habitación. Probablemente fuera en su cabeza donde había un problema.
Graysmith le había dicho que, hacía poco menos de una hora, la policía de Filadelfia había acudido a investigar un triple asesinato en un bar en la zona oeste de la ciudad, cerca de la Escuela Wharton de Negocios de la Universidad de Pensilvania. Los cuerpos de las víctimas también habían sido «arreglados».
Ahora era su oportunidad, había dicho Graysmith. Ella podía llevarlo de inmediato al lugar de los hechos, donde tendría acceso incondicional para estudiar la escena del crimen antes de que Casos especiales siquiera hubiera sacado a uno de sus agentes de la cama. «¿Cómo?», había preguntado Dark. «Deje que yo me preocupe por eso», había sido la respuesta de Graysmith.
Dark decidió que, al menos, tendría la posibilidad de comprobar si la mujer decía la verdad.
El coche lo llevó hasta un aeródromo privado donde esperaba un Gulfstream a reacción. ¿Lo mejor de tener tu propio avión? No tienes que pasar por ningún control de seguridad de la Administración Federal de Aviación. Estaba en el aire pocos minutos después de haber subido al avión. El otro único pasajero era una mujer con traje de calle. Dark supuso que estaba aprovechando el viaje en el expreso de la agencia secreta del gobierno hasta que la mujer se levantó y le preguntó si podía llevarle alguna bebida.
—No, gracias —repuso él.
El avión surcaba el aire como si tuviera la cola en llamas, a una velocidad superior a la permitida a la mayoría de los aviones comerciales, especialmente sobre suelo norteamericano.
No era solo el zumbido del aparato. A Dark le sorprendía lo vivo que se sentía, incluso después de todo un día de viaje. Quizá fuera eso lo que debía hacer. Era una compulsión diferente de cualquier otra. Sabía que, si no estaba persiguiendo depredadores, podía tumbarse y dejar de respirar.
Pero si era verdad, ¿dónde dejaba eso a su hija?
El avión aterrizó en el aeropuerto internacional de Filadelfia veinte minutos más tarde. El perfil titilante de la ciudad se veía brumoso a la distancia. Dark pensó en Filadelfia. ¿Esa era realmente la siguiente parada del asesino? ¿Por qué? ¿Acaso porque Stephanie Paulson había nacido allí? Quizá formara parte de un patrón. De Green a Jeb Paulson. ¿De Paulson a su esposa? ¿Sería alguien de la familia de Stephanie la próxima víctima del monstruo? ¿Alguna otra conexión misteriosa?
Pocos minutos después, Dark subió a un coche. Se encontraban aproximadamente a unos quince kilómetros del oeste de Filadelfia, según le informó el conductor. Llegarían al cabo de cinco minutos. Mientras viajaban hacia la ciudad, el móvil de Dark comenzó a vibrar contra su muslo derecho. Sacó el teléfono del bolsillo. Era Graysmith. No importaba que fuese plena noche. Su voz sonaba completamente despierta.
—Me reuniré con usted de camino a la escena del crimen —dijo—. ¿Tiene todo lo que necesita?
—Usted dijo que tendría acceso al lugar —dijo Dark.
—Lo estoy enviando a su teléfono en este momento. Solo tiene que mostrarle la pantalla al detective a cargo. Se llama Lankford. Él le permitirá pasar.