Capítulo 15

Quantico, Virginia

El teléfono despertó a Riggins de un profundo sueño. Estaba disfrutando de la maravillosa sensación de no recordar quién era o a qué se dedicaba para ganarse la vida hasta que buscó a tientas el móvil, lo apretó contra la oreja y luego oyó la voz de Constance Brielle, su segunda al mando. Y entonces todo regresó velozmente.

—Tom…, se trata de Jeb.

Constance lo puso al tanto rápidamente de lo que había pasado y añadió que la policía de Falls Church había precintado la escena del crimen para ellos. Antes incluso de que Riggins tuviera la posibilidad de reaccionar o contestar, Constance le dijo que llegaría al cabo de pocos minutos. Riggins dejó caer el teléfono mientras sentía que lo invadía una sensación ardiente de ira, dolor y confusión. El efecto narcótico del sueño quedó disipado al instante.

Otro, no. No tan pronto. Aquello era una locura. Aquel trabajo era una locura. Y Riggins se consideraba un chalado por llevar tanto tiempo en él. No podía evitar pensar si acaso él no sería el beso de la muerte. Trabaja conmigo y morirás o te volverás loco poco después. Jeb Paulson había estado en Casos especiales, ¿cuánto?, ¿uno o dos meses?

Pero lo que realmente le preocupaba era Wycoff. Como era habitual en él, había jugado sus cartas con tanta cautela que ahora prácticamente las llevaba dentro de su negro y frío corazón. ¿Qué era lo que sabía? ¿Por qué había insistido en que Riggins fuera a Chapel Hill? ¿Acaso ese hijo de puta sabía que quienquiera que fuera allí se convertiría en el nuevo objetivo de aquel psicópata asesino?

Riggins se levantó de la cama. Llevaba puestos unos calzoncillos y una camiseta de cordoncillo. Tenía que encontrar los zapatos. Si un hombre tiene intención de ir a examinar la escena de un crimen en plena noche necesita sus zapatos. Pero pensar en Wycoff lo exasperaba.

«Tranquilízate, Tom —se dijo—. Estás a punto de cruzar la línea en dirección a Paranoiaville. Densidad de población: uno (todos los demás han salido a perseguirte).» Wycoff era un gilipollas, pero no actuaba de esa manera. Si quería a Riggins muerto, habría enviado a su banda de pistoleros a sueldo tras él. Lo habrían llevado a un lugar solitario, le habrían inyectado algún veneno y fin de la historia. Y, bien mirado, quizá no hubiera sido tan malo.

Sin embargo, Wycoff no le estaba suministrando toda la información. Y a Riggins no se le escapaba el hecho de que, en esencia, había sido el responsable de enviar a ese chico al sur para que muriera.

Constance volvió a llamarlo al cabo de unos minutos.

—Estoy fuera. ¿Estás listo?

—Sí —mintió él.

Todavía no había acabado de ajustarse los pantalones y estaba seguro de que no le quedaban camisas limpias. Es sorprendente lo que uno llega a olvidar cuando trabaja cien horas semanales porque en casa no lo espera nadie. Se puso la camisa más decente que encontró, ajustó la pistolera en el cinturón, se calzó los zapatos y salió de su apartamento.

Constance, por supuesto, tenía un aspecto estupendo.

—¿Te encuentras bien, Riggins?

—Sí.

Excepto que estaba terriblemente lejos de encontrarse bien. Una parte de él rogaba que aún estuviera soñando y que todo aquello no fuese más que una pesadilla.

Partieron hacia Falls Church, en el borde de la frontera del distrito de Columbia y a unos cuarenta y cinco minutos de viaje. Por la forma en que Constance pisaba el acelerador, el viaje probablemente durara solo treinta.

Constance Brielle tenía la sensación de que no conducía lo bastante de prisa. El nombre que seguía lanzando destellos en su mente como un letrero de neón espasmódico era Steve Dark, Steve Dark, Steve Dark. Pero aquello no tenía nada que ver con Steve. Eso tenía que ver con el pobre Jeb Paulson.

Al principio se había comportado como una auténtica zorra con Jeb. En él había una especie de tranquilo desenfado, como si el lugar que ocupaba en la mesa fuera un destino previsto de antemano. Ella odiaba esa actitud. Tenías que ganártelo. No podías simplemente entrar y esperar a que te explicaran los trucos, a que decodificaran los chistes internos para ti. Nadie había hecho eso con Constance, Dios lo sabía. Pero, muy pronto, ella se dio cuenta de que era solo un mecanismo de defensa. Jeb comenzó a buscarla y a hacerle preguntas sobre diversas cuestiones. No preguntas estúpidas, sino preguntas inteligentes…, cosas que a ella no se le habría ocurrido preguntar durante sus primeras semanas en Casos especiales. Pronto comprendió que estaba desempeñando una especie de papel de tutora con Jeb. Igual que Steve Dark había asumido un papel de tutor con ella.

Bueno, de acuerdo. En cierto modo, Constance había empujado a Dark a cumplir ese papel.

Con Jeb, sin embargo, se había vuelto algo agradecido. De alguna extraña manera significó que ella se había graduado. Había durado en Casos especiales más tiempo que casi todos los demás —el índice de gente «quemada» era realmente increíble—, y ahora por encima de ella solo estaba Riggins. Y Jeb estaba muerto.

No tenía ningún sentido. Del mismo modo que no había tenido sentido que la familia de Steve hubiese sido atacada al azar.

Constance no pensaba permitir que se repitiera la historia. Era demasiado tarde para salvar a Jeb. Pero no era demasiado tarde para detener al monstruo. Pisó el acelerador a fondo.

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