Capítulo 26

Quantico, Virginia

En la pequeña pantalla del móvil de Riggins apareció un nombre: Wycoff. Fantástico. Justo lo que necesitaba en ese momento.

—¿Está ignorando mis correos electrónicos a propósito? —preguntó el secretario de Defensa con tono airado.

Oh, el tal Wycoff podía ser una persona encantadora. Riggins suspiró y comenzó a buscar hasta que la casilla del correo electrónico emergió de la maraña de archivos e iconos en la pantalla de su ordenador. Cierto, Wycoff había enviado un correo electrónico señalado como Urgente con tres signos de exclamación junto a su nombre. Joder, eso era importante. El mensaje incluía un vínculo a una columna de Slab. El titular decía:

¡CAZADOR DE HOMBRES RETIRADO VUELVE A LA ACCIÓN PARA VENGAR A SU PROTEGIDO!

Autor: Johnny Knack, aquel capullo de periodista que lo había llamado hacía unos días. Y debajo del titular: la imagen de Steve Dark, el teléfono móvil pegado a la oreja mientras abandonaba la escena del triple homicidio en Filadelfia. Riggins no quería creerlo, pero la imagen no mentía. Era Dark, no cabía duda. Esa expresión familiar en el rostro, la expresión de un cazador de hombres, profundamente pensativo, apartando de su mente cualquier cosa que no fuera la escena del crimen. Era una expresión que Riggins había visto cientos de veces en el rostro de Dark.

—Mierda —musitó.

—Muy bien, Riggins —dijo Wycoff—. ¿Qué estaba haciendo su chico en Filadelfia?

—No tengo ni idea. Sin embargo, este es un país libre.

Wycoff ignoró el comentario.

—Cuando dijo que Dark estaba fuera, juró usted que se quedaría fuera. No puede simplemente volver y visitar las escenas del crimen cuando le sale de los cojones.

—Me encargaré de este asunto, pero probablemente se trate de un montaje, y usted lo sabe.

—¿Un montaje? —inquirió Wycoff—. Estoy viendo la fotografía en mi ordenador en este momento. ¿Acaso me está diciendo que Dark tiene un hermano gemelo en alguna parte? ¿Que está casualmente cerca del lugar donde se cometió un triple homicidio?

De hecho, esa idea se le había pasado por la cabeza. Riggins era el único hombre vivo que conocía los secretos del árbol genealógico de Dark. Hasta la última rama retorcida de ese árbol.

—Esto es responsabilidad suya, Tom —dijo Wycoff—. Quiero que se encargue personalmente de este asunto.

—¿A qué se refiere con encargarme de este asunto? ¿Se supone que debo ordenar que sigan a Dark?

—Le estoy haciendo un favor al acudir primero a usted. Si no se hace cargo de este asunto, conozco a algunas personas que estarían encantadas de hacerlo.

Esas palabras provocaron una asociación instantánea en la mente de Riggins: la brigada secreta de matones de Wycoff, asesinos extraoficiales que vestían de negro y mostraban una extraña predilección por las agujas. Los había visto más de una vez. Riggins los odiaba casi más que a los monstruos que perseguía. Al menos los monstruos estaban claramente del lado del mal. Esos cabrones, esos capullos anónimos vestidos de negro, cometían sus escalofriantes asesinatos en nombre del gobierno de Estados Unidos y, probablemente, recibían unas pensiones más que generosas.

—Hablaré con él —dijo Riggins, y luego lanzó el teléfono sobre el escritorio.

¿Por qué Dark estaba metiendo las narices en ese caso? ¿Y cómo demonios había conseguido llegar tan de prisa a la escena del crimen en Filadelfia? ¿Tenía, tal vez, a alguien dentro de Casos especiales que todavía le estaba echando una mano? No sería la primera vez.

Riggins lanzó un suspiro y se resignó a la desagradable tarea que tenía por delante. Dark siempre había sido un maldito cabezota, incluso en la época en que era un poli novato. Se había pasado un año entero enviando una solicitud de empleo tras otra a Casos especiales, recibiendo como respuesta un rechazo tras otro.

Un día se presentó en el despacho de Riggins para preguntarle qué pasaba. Él trató de pincharle el globo rápidamente, de ahorrarle el dolor diciéndole que ese trabajo se lo comería vivo. «Sal, enamórate, cásate, ten un hijo —le había dicho—. Ten una vida».

Dark se había negado a aceptar esa respuesta. «Quiero atrapar asesinos en serie, Riggins —había dicho—. Quiero atrapar al mejor de los peores. Quiero este trabajo».

Un hombre como Dark no podía simplemente apagar en su cerebro la parte de «cazador de hombres» como un interruptor. No importaba cuánto insistiera para hacerlo. Desde el momento en que Dark supuestamente se «retiró», Riggins supo que ese día llegaría. Lo que no sabía era que sería tan pronto.

Cogió el teléfono y reservó un billete a Los Ángeles. Hacía cinco años había volado allí para sacar a Steve Dark de un retiro prematuro. Ahora Riggins era enviado otra vez a Los Ángeles para asegurarse de que siguiera retirado.

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