Capítulo 50
Dark se instaló en el sótano con la vista fija en el techo y en un estado próximo a la amnesia, completamente ajeno al paso del tiempo. En su cabeza había diminutos fragmentos de realidad y su cerebro luchaba por reunir nuevamente todas las piezas. La sólida evidencia que había conseguido no tenía ningún valor, igual que había sucedido con Sqweegel.
El sonido de su ordenador portátil le avisó de que había llegado un correo electrónico. Un informe enviado por Graysmith. Otro asesinato cometido por ACT, solo un día después del accidente aéreo. Esta vez, la víctima era una enfermera llamada Evelyn Barnes, de Wilmington, Delaware. Abrió el archivo y le bastó con leer unas pocas frases para saber que estaba ante un informe redactado por Constance Brielle. Los informes de su antigua compañera eran claros, precisos e inteligentes. Si tuviera que copiar los deberes de alguien, Dark elegiría a Constance sin pensarlo dos veces.
Constance había identificado de inmediato la carta del tarot de referencia: el Cinco de Oros. Por otra parte, el asesino (o los asesinos, se recordó Dark) no lo había hecho a escondidas. Quienquiera que hubiera metido a Evelyn Barnes dentro de ese cajón helado de la morgue había dejado la carta del Cinco de Oros con ella.
Y, nuevamente, otra carta de la lectura «supuestamente» personal de Dark. ¿Qué era lo que Hilda le había dicho acerca de esa carta?
La carta representaba los tiempos difíciles y la mala salud. Como los tiempos difíciles que habían seguido al brutal asesinato de la familia adoptiva de Dark cuando él le había dicho a Riggins que abandonaba Casos especiales. «Tenías razón —le dijo a Riggins—. Me preocupo demasiado». ¿Acaso era ese el motivo de que aquella enfermera, Barnes, mereciera su castigo? ¿Se preocupaba demasiado por sus pacientes? ¿O, como mostraba la imagen de la mujer en la carta, ignoraba alegremente el dolor de quienes la rodeaban?
«Basta —se dijo Dark—. Concéntrate en el caso. Piensa en el asesino. No en tu propia vida. Ya has pasado por eso».
Pero todo seguía remitiéndole a las cartas del tarot.
¿Cómo era posible?
Tal vez la vida no era lo que él pensaba. Tal vez estaba predeterminada y nosotros solo teníamos la ilusión del libre albedrío. Tal vez la cruz celta no era más que una mirada detrás de la fachada de la maquinaria para obtener una visión fugaz de cómo funcionaba realmente el universo.
Pero, si ese era el caso, ¿qué éramos nosotros sino unos peones indefensos? Apenas unos bichos diminutos atrapados en un vaso de cristal invertido que tratan desesperadamente de trepar por la superficie lisa solo para volver a deslizarse hacia el fondo. Muy pronto el aire se agotaría. Todos moriríamos. Tenemos la ilusión de un mundo inmenso que se extiende al otro lado del cristal y gastamos hasta el último aliento pensando que seremos los que encontrarán la manera de escapar del vaso. Sin embargo, nadie lo consigue.
Ninguna persona en la historia del mundo ha conseguido derrotar al cristal.
Dark cogió su móvil, tecleó el número y esperó. «Venga, Hilda, responde. Por favor». En cambio, una voz grabada respondió a la llamada.
—Soy madame Hilda, del Psychic Delic. En este momento no puedo atenderle…
Cuando sonó la señal, Dark dejó un mensaje.
—Hilda, me ayudó más de lo que puedo explicarle, pero tengo más preguntas para usted y realmente necesito verla. Mañana por la mañana, si es posible. Estaré en su tienda a las nueve en punto. Por favor, esté allí.