Capítulo 40
West Hollywood, California
Cuando Dark regresó a su casa ya había alguien dentro de su guarida en el sótano.
Probablemente se tratara de Graysmith, pero no quería correr ningún riesgo. Buscó la Glock 22 en el escondrijo debajo de las tablas del piso, retiró los trapos aceitosos que la protegían y luego la encajó en la parte de atrás de su pantalón.
Después de apretar el botón que abría el pestillo en el piso, Dark apuntó el arma hacia la entrada de la escalera que descendía al sótano.
—¿Lisa?
Empuñando aún la pistola, bajó los escalones uno a uno. Después de todo —revelaciones recientes o no—, la paranoia seguía siendo su amiga. Era probable que Graysmith simplemente estuviera allí sentada, trabajando. Pero también podría tener una pistola apuntándole a la cabeza, sostenida por alguien desconocido. O podría ser la propia Graysmith quien sostuviera la pistola, apuntando a Dark, aunque ella tenía medios mucho más sencillos para asumir el control. Dark comprendió que, en sus esfuerzos por convertir su casa en un lugar seguro, había invitado a entrar al mayor riesgo de seguridad de todos: un miembro de la inteligencia de Estados Unidos.
Graysmith levantó la vista del ordenador portátil que había sobre la mesa de autopsias. Nadie le apuntaba a la cabeza. No tenía ninguna arma en las manos. Parpadeó.
—Veo que todavía quiere dispararme —dijo—. Creo que hay algo freudiano en todo ello.
Dark bajó la pistola pero no la dejó a un lado. Aún no.
—Siéntase como si estuviera en su propia casa.
—¿Dónde ha estado?
—Por ahí.
—¿No en Venice Beach, por casualidad?
Él no respondió.
—Escuche, solamente intento protegerlo —dijo Graysmith—. Mi objetivo es que no le ocurra nada malo. Por otra parte, no es una tarea muy difícil seguir a un hombre que pasea de noche con su Mustang por Los Ángeles. Aún tengo algunos amigos en el Departamento de Vigilancia de la policía.
Dark no dijo nada. Ella sabía, por algún medio, que había estado en Venice Beach, pero no hizo ninguna referencia a Hilda o a la tienda de tarot. Quizá había colocado alguna clase de dispositivo GPS en su ropa, en su billetera o su coche. En realidad, podía tratarse de cualquier cosa y, aparte de desnudarse y restregarse bajo una ducha caliente, probablemente llevaría ese chisme encima tanto tiempo como ella quisiera. Muy bien. Graysmith podía hacer lo que le viniera en gana. Pero, por ahora al menos, no diría una palabra sobre Hilda y su asombrosa, exacta lectura de la cartas del tarot. Graysmith ya tenía suficientes detalles de su vida en un portaobjetos de microscopio.
—Acérquese —dijo ella.
Dark rodeó la mesa de autopsias que hacía las veces de escritorio para descubrir que la mujer llevaba puesta una camiseta… y nada más.
—Dígame qué es lo que piensa —preguntó ella.
—¿Acerca de su presencia en mi casa, sin que yo la haya invitado, casi todo el tiempo?
Ella ignoró el comentario.
—Las cuatro primeras cartas. ¿Adónde va todo este asunto? ¿Cuál será el próximo movimiento del asesino? Mire esto.
Cuando se acercó a ella, percibió el fresco aroma de su pelo. Acababa de ducharse. ¿Habría utilizado su ducha? Dark miró la pantalla por encima del hombro de Graysmith y vio un mapa de Estados Unidos donde estaban señalados los asesinatos que se habían cometido hasta el momento: Green en Chapell Hill. Paulson en Falls Church. Las cartas y las muertes tenían sentido por separado. Pero ¿cuál era la conexión entre ellas? Mientras observaba el mapa informatizado de Graysmith, su cerebro comenzó a unir las piezas.
«Chapel, capilla.
»Church, iglesia».
¿Había allí alguna conexión religiosa? ¿El asesino se estaba burlando de la religión?
Luego estaban las tres universitarias asesinadas en aquel bar de Filadelfia. La ciudad del amor fraternal. La ciudad de los cuáqueros. Fundada por gente que huía de la persecución religiosa. Más temas religiosos. Luego tenías al senador en Myrtle Beach. En ese caso no aparecía ninguna conexión religiosa obvia, a menos que disfrutar de un masaje especial en un centro turístico junto al océano se considerara un pecado.
«Olvídate por ahora de la religión. Piensa en los lugares donde se han cometido los asesinatos».
—¿Y bien? ¿Qué está pensando? —preguntó Graysmith al tiempo que se volvía para mirarlo, los ojos clavados en su rostro mientras él trataba de encontrar un significado a lo que había en la pantalla. Abrió ligeramente los labios pero Dark la ignoró. Debía ignorarla. Concentrarse en el trabajo que tenía por delante.
Las escenas del crimen se encontraban todas a una distancia que podía cubrirse en coche… hasta cierto punto. No había, aparentemente, un eje central. El rastro criminal ascendía hacia el norte, pero luego realizaba un brusco giro para dirigirse otra vez hacia el sur. ¿Por qué? No era práctico. Sería un coñazo conducir o volar de regreso a Myrtle Beach pocas horas después de haber asesinado a las tres chicas en aquel bar de Filadelfia.
—Creo que no estamos tratando con un solo asesino —dijo Dark—, sino que se trata de un equipo organizado.
—Continúe —pidió Graysmith.
—No cabe duda de que esto ha sido planificado al detalle. La vigilancia y la escenificación de los asesinatos, al menos. Un asesino solitario habría distanciado más sus acciones, se habría concedido más espacio para actuar. Pero eso no es lo que está pasando aquí. Quizá un asesino se carga a Green en Chapel Hill y el otro está preparado para dar el golpe en Falls Church. Luego el primer asesino (o un tercero) viaja a Filadelfia. Y así sucesivamente. Todos siguen una estrecha secuencia, excepto en el segundo asesinato. Paulson. Eso fue un fallo en su plan. Tuvieron que solucionarlo.
—Y ahora han comenzado a dejar cartas del tarot en las escenas del crimen —dijo Graysmith—. Según el informe de Casos especiales, el décimo puñal clavado en el cuerpo de Garner atravesaba la carta del Diez de Espadas. Su mensaje dice claramente: «Que os jodan», se cargan a un senador y dejan su tarjeta de visita.
—Es también un gran cambio —agregó Dark—. Los asesinos en serie no acostumbran a variar su firma. Tienen sus pautas de conducta y viven aferrados a ellas. En las escenas de los tres primeros crímenes no había cartas. Las escenas las reemplazaban, eran la representación viviente de las cartas. De modo que lo que debemos preguntarnos es: ¿por qué actuar de un modo vulgar ahora y dejar una carta en la escena del crimen? ¿Qué es lo que ha cambiado?
Al principio, Graysmith no respondió. Se mordisqueó un nudillo, tecleó una URL y luego hizo girar el ordenador para que Dark viera la pantalla.
—La atención de los medios de comunicación —dijo ella—. Ese tío de Slab, Johnny Knack, reveló la historia después del asesinato de las tres chicas en Filadelfia. Dio al asesino, o a los asesinos, un nombre: ACT. Realmente bonito, ¿no cree?
—O sea, que les gusta llamar la atención —dijo Dark—. Quizá era eso lo que deseaban conseguir desde el principio. Tal vez sus mensajes no están dirigidos a las fuerzas de seguridad. Podrían estar tratando de enviar un mensaje al mundo.
—¿Y cuál sería ese mensaje? ¿Qué es lo que están tratando de decir?
Dark no contestó. Sus pensamientos regresaron a la lectura personal que había hecho Hilda y a la forma en que la mujer lo había obligado a enfrentarse a la verdad acerca de su pasado. El mensaje contenido en las cartas le había llegado profundamente al alma y de un modo muy personal. Pero ¿cómo se aplicaba ese mismo mensaje a cualquier otra persona?
Graysmith estiró la mano y le acarició la cara.
—Está bien, Steve —dijo tuteándolo por primera vez—. Puedes relajarte. Como te he dicho antes, estoy aquí para apoyarte. Para darte cualquier cosa que necesites.
Tal vez si no hubiera estado fuera toda la noche, tal vez si Hilda no le hubiese leído las cartas, si su corazón no se hubiera sentido más ligero de lo que se había sentido en muchos años…, tal vez entonces Dark se habría marchado para continuar cerrando herméticamente esa parte de sí mismo al resto del mundo. Pero no se movió cuando Graysmith se apoyó en él.
—Yo también sufro —susurró ella en su oído.