Capítulo 20

Vuelo 1412 de Los Ángeles a Washington, D. C.

Dark no había vuelto a subir a un avión desde su última misión con Casos especiales. Durante casi cinco años lo habían enviado a todos los rincones del mundo avisándole cinco minutos antes. Había días en los que su reloj biológico estaba tan confundido que le resultaba difícil distinguir el amanecer del crepúsculo y tenía que esperar y mirar el sol para ver hacia adónde se dirigía. Dark había llegado a odiar tanto los viajes en avión que, cuando dejó el trabajo, alquiló un coche y condujo por la I-40 hasta Los Ángeles, cuarenta y siete horas sin apartarse del camino, deteniéndose solo para repostar gasolina y llevarse algo de comida al estómago.

El traslado a Los Ángeles lo llevó a estar más cerca de su hija. Los Ángeles también era una ciudad en la que Dark podía perderse, una ciudad que conocía mejor que cualquier otra. Una docena de ciudades cosidas entre sí por montañas, cintas de asfalto, crimen, sol, sexo y sueños. Una ciudad a la que solía considerar como su hogar.

Ahora Dark se preparaba para abandonarla de nuevo. Una vez en el aeropuerto, se acercó al mostrador de facturación de equipaje, metió su licencia de conducir en la ranura y esperó. Introdujo las tres primeras letras de su destino. Volvió a esperar. Luego… nada.

Unos segundos después, dos guardias de seguridad uniformados se colocaron junto a él.

—¿Podría hacerse a un lado, señor Dark? —dijo uno de ellos.

—¿Por qué?

—Solo hágase a un lado, por favor.

Media hora después, Dark seguía mirando la descascarada mesa de conferencias en una habitación cerrada y mal ventilada. Nadie le había dicho por qué estaba detenido, pero él lo dedujo fácilmente. Alguien, probablemente Wycoff, lo había incluido en una lista donde figuraban aquellas personas que no podían coger aviones comerciales. Si intenta volar a cualquier parte, las alarmas se disparan. Dos guardias de seguridad uniformados lo acompañan a una habitación sin ventanas. Por tiempo indefinido.

Finalmente, un hombre vestido con un traje azul marino entró en la habitación con una carpeta de papel manila en la mano. En la pechera de la chaqueta llevaba bordado el logo de una compañía aérea.

—Lamento que haya tenido que esperar.

—¿He perdido mi avión? —preguntó Dark, aunque sabía muy bien que su vuelo a Washington había salido hacía rato.

—Ya llegaremos a eso.

El hombre caminó alrededor de la mesa, retiró una silla pero no se sentó.

—Tengo entendido que es usted un agente del FBI retirado.

Dark asintió.

—¿Qué oficina local?

—Si sabe que soy ex agente del FBI, entonces ya tiene esa información —repuso Dark.

El hombre asintió, luego abrió la carpeta que había dejado sobre la mesa con aire despreocupado, examinó rápidamente algunas páginas y alzó las cejas un par de veces. A Dark no le llevó mucho tiempo deducir quién era aquel tío: un derrochador de tiempo profesional. Alguien que debía mantenerlo con los nervios de punta hasta que apareciera la persona que realmente estaba a cargo de aquello.

De modo que Dark se cerró en banda. No dijo una sola palabra mientras se preguntaba cuánto tiempo duraría esa farsa.

Otros cuarenta y cinco minutos. Después de un cuarto de hora de una entrevista embarazosa y unilateral, el derrochador de tiempo abandonó la habitación. Cuando regresó, media hora después, le dijo a Dark que podía irse. Ninguna disculpa, ninguna explicación. Él se levantó y salió de la habitación. Recorrió una serie de pasillos sinuosos hasta llegar a la terminal principal del aeropuerto.

Donde Lisa Graysmith estaba esperándolo.

—Lamento que haya llevado tanto tiempo —dijo ella—. A veces los engranajes de Seguridad Nacional giran más lentos de lo que me gustaría.

—Cierto —convino Dark—. ¿Debo suponer que fue usted quien hizo que me dejasen marchar?

—Sí, fui yo.

—Para empezar, es probable que también fuese usted quien me incluyó en una lista de sospechosos, ¿no es así?

Graysmith sonrió con una mueca burlona.

—¿Tan paranoico es?

Dark no dijo nada.

Ella se acercó y le entregó unos billetes.

—Aquí tiene. Cogerá el próximo vuelo a Washington, sin escalas, primera clase. Podría haber reservado un avión privado, pero no quería hacerle perder más tiempo llevándolo a otro aeropuerto. La próxima vez.

Dark miró los billetes que ella tenía en la mano. Una parte de él quería dar media vuelta y largarse de allí. Regresar a su casa. Acabar de pintar la habitación de su hija y tratar de seguir adelante con su vida. «Tú abandonaste toda esta mierda —se dijo—, de modo que compórtate como un hombre y sigue así».

En cambio, cogió los billetes que le tendía Graysmith.

—Esto no cambia nada —dijo Dark.

—Por supuesto —dijo ella.

Dark trató de dormir durante el vuelo, pero fue una tarea inútil. Apenas si podía conciliar el sueño cuando estaba en su casa. ¿Por qué iba a ser capaz de relajarse dentro de una lata a diez mil metros de altitud? Pensó en Graysmith. Ella afirmaba que podía conseguirle cualquier cosa que necesitara, acceso, todo. Pero él había pasado los últimos cinco años a las órdenes de Wycoff. No tenía ningún deseo de estar a las órdenes de otra persona. ¿Por qué estaba haciendo eso, entonces?, ¿volando al otro extremo del país para investigar un asesinato? ¿Por qué no podía dejarlo en manos de Riggins y el resto del equipo de Casos especiales? En cualquier caso, ¿qué demonios pasaba con él?

Dark no tenía ninguna respuesta para eso.

Horas después, recogió su pequeña maleta del compartimento que había encima de su asiento y se dirigió a la salida del avión. En Washington ya comenzaba a anochecer. Detestaba las horas que perdía al viajar hacia el este.

Allí, en la terminal, lo esperaba Constance Brielle.

Constance pensaba que, después del tiempo transcurrido, sería inmune a eso, pero cada vez que miraba a Steve Dark sentía esa punzada delatora. El cuerpo se adapta naturalmente a los estímulos negativos, ¿verdad? Pulsas un botón y recibes una descarga eléctrica demasiado a menudo, de modo que a la larga tu cuerpo se hace a la idea de que, eh, tal vez no deberías hacer eso. ¿Por qué no podía ser el caso con Steve Dark?

Alguien la llamó de la oficina de Wycoff; el nombre de Dark había saltado en una lista de control. Riggins le había pedido a Constance que fuera a esperarlo al aeropuerto.

—Si voy yo —había añadido Riggins—, acabaré dándole un puñetazo en toda la jodida cara.

—¿Qué te hace pensar que yo no haré lo mismo? —preguntó Constance.

—No lo pienso —dijo Riggins—. De hecho, espero que le pegues más fuerte.

Bromeaban entre ellos, de esa manera sombría y habitual propia de Casos especiales, pero el dolor que había debajo era real. Al marcharse Dark, los había abandonado a los dos. ¿Y ahora quería volver? ¿Ese día precisamente, de todos los que tenía el año?

Pero Constance sabía muy bien que no debía empañar la línea que separaba la basura personal del trabajo. El trabajo que le habían encargado era muy simple: tenía que meter a Dark inmediatamente en un avión de regreso a Los Ángeles. Si se negaba a hacerlo, entonces lo arrestaría, y probablemente le daría un puñetazo en la cara si intentaba resistirse. Allí estaba otra vez; empañando la línea.

«Solo tienes que sacarlo de aquí», se repetía.

Dark fue directamente hacia ella.

—Supongo que estás aquí para pedirme que regrese a casa.

—No te pido nada —dijo Constance sosteniendo un billete de papel—. Tienes plaza en el último vuelo a Burbank con escala en Phoenix.

—¿El gobierno ni siquiera me paga un billete para un vuelo sin escalas a Los Ángeles?

—Es el siguiente vuelo disponible.

—Cógelo tú. Hace muy buen tiempo en Los Ángeles en esta época del año. No tendrás que soportar los vientos de Santa Ana hasta dentro de unas semanas.

—Steve, no me obligues a hacer esto.

—No te interpongas en mi camino, Constance. Esto no tiene nada que ver contigo.

Cuando intentó pasar junto a ella, Constance lo cogió de la muñeca y se la sujetó con fuerza. Tiró de ella y acercó su cara a escasos centímetros de la de Dark.

—Sé por qué haces esto. Riggins piensa que solo estás tratando de joderlo, pero te conozco mejor que eso, Steve. Crees que la historia se repite.

—No sabes lo que estás diciendo, Constance. Suéltame.

—Pues no es así. Nosotros nos haremos cargo de este asunto. Vuelve a tu vida.

Dark suspiró. Por un momento, Constance pensó que lo aceptaba. En cambio, él giró la mano y cogió su muñeca. Un segundo después un dolor agudo corría por el brazo de Constance. Hizo un movimiento para coger sus esposas pero dudó.

—Además, ella ya no está en el apartamento —dijo—. Está en un lugar seguro.

Por un instante, la sorpresa se reflejó en el rostro de Dark. Había que ser muy rápido para captar esa expresión. Constance sabía que había hecho diana. Riggins creía que eso tenía que ver con el sentimiento de culpa de Dark al pensar que Paulson había ocupado su lugar y eso lo había llevado a la muerte. Constance sabía que no era así.

—Mantente apartada de mi camino —dijo Dark.

Luego le soltó el brazo y salió rápidamente de la terminal.

—Ella no es Sibby —añadió Constance en un susurro.

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