Capítulo 81

Cuando Riggins y Constance llegaron a la torre Niantic, el humo ya escapaba por las ventanas destrozadas y la gente abandonaba el edificio a la carrera a través de las puertas giratorias. Riggins estaba en Washington durante los ataques del 11-S, en una sala de reuniones de Casos especiales, contemplando las imágenes en directo, esperando instrucciones para hacer algo, cualquier cosa, deseando haber podido estar delante de esos edificios condenados para poder echar una mano. Bueno, ese parecía ser su maldito día de suerte.

Se abrieron camino entre la frenética muchedumbre que se alejaba del edificio y llegaron hasta el mostrador de seguridad. Constance llevaba preparada una fotografía de Dark.

—¿Ha hablado este hombre con usted? —preguntó.

El sorprendido guardia de seguridad asintió y, un instante después, comenzó a preocuparse seriamente por su puesto de trabajo.

—Sí. Tenía credenciales de Seguridad Nacional… Espere, ¿se suponía que no debía dejarlo pasar o algo así?

—¿Sabe dónde está ahora? —inquirió Riggins.

—Subió y nos dijo que no recibiéramos más paquetes y comenzáramos a evacuar el edificio. Un momento, ¿quién diablos son ustedes?

Riggins sacó su placa.

FBI, División de Casos especiales, y, sí, estamos coordinando el operativo con este tío. Pero su móvil debe de estar sin cobertura. Debemos encontrarlo cuanto antes. ¿Cuántos guardias de seguridad hay en el edificio?

—Una docena, pero están repartidos por todo el edificio. Su amigo los puso a trasladar paquetes.

—Permítanos pasar.

—¿Bromea? —dijo el guardia—. Estamos tratando de sacar a todo el mundo de aquí.

La nueva amiga de Dark los había conducido directamente a San Francisco.

Cuando Riggins presionó a los falsos paramédicos que habían dejado la ambulancia falsa en un garaje privado —amenazándolos con hacer caer sobre ellos toda la furia del Departamento de Justicia—, los dos tipos se encogieron de hombros y escupieron un nombre. «De todos modos, ella es una de ustedes», dijeron. No es que ese dato fuera extremadamente curioso. Riggins comenzó a hacer entonces algunas amables averiguaciones para ver qué significaba el nombre de «Lisa Graysmith». Al principio, nadie le devolvió las llamadas. Luego un burócrata a quien no conocía telefoneó y profirió unas vagas amenazas si Riggins no dejaba de hacer preguntas acerca de la tal «Lisa Graysmith». Bingo. Acudió entonces a Wycoff —quizá la primera vez en su vida que estaba ansioso por oír la voz de aquel capullo— y le pidió que moviera algunos hilos. Le dijo que la tal «Lisa Graysmith» había surgido como una «persona de interés» en el curso de su investigación acerca del Asesino de las Cartas del Tarot.

Mientras esperaba que Wycoff lo llamara, Riggins revisó sus propios archivos de Casos especiales para ver si aquella mujer era un cabo suelto. Para su enorme sorpresa, Lisa Graysmith era un cabo suelto.

En el ordenador, en cualquier caso.

En los archivos de Quantico su nombre no aparecía por ninguna parte. El que sí encontraron fue el de Julie Graysmith, una de las víctimas del asesino llamado el Doble hacía un par de años.

Según los archivos que tenía en la pantalla, sin embargo, «Lisa» era la hermana mayor de la víctima.

Pero en el papel no existía ninguna Lisa.

¿Qué coño estaba pasando?

Wycoff lo llamó. «Lisa Graysmith» estaba fuera de los límites. Oculta debajo de un montón de capas de seguridad diplomática y del Departamento de Estado. Era imposible que estuviera implicada en los asesinatos de las cartas del tarot, ya que estaba «cumpliendo una misión» en alguna parte del mundo, y eso era todo, que te jodan, muchas gracias. Riggins le dio las gracias a Wycoff por la información y le dijo que seguramente se trataba de una confusión de nombres. Extraño.

Sí.

Veinte minutos después, un hombre que se negó a identificarse le dijo que, si quería hablar con Lisa Graysmith, podía probar en la torre Niantic, en San Francisco. Ella acababa de informar acerca de un posible ataque terrorista contra el edificio.

—¿Pertenece a alguna de las compañías? ¿Puede darme un número o siquiera un piso?

A menudo, los agentes de inteligencia operaban desde compañías que solo eran una fachada.

—Es usted agente del FBI, ¿verdad? —dijo la voz con una risa ahogada.

La única cosa más aborrecible que un político en campaña eran los tipos de inteligencia que estaban convencidos de su propia importancia.

—Gracias.

Aunque ahora que habían llegado a la torre Niantic, Riggins entendió por qué aquel tío pensaba que todo esto era tan jodidamente divertido.

Riggins ignoró a los guardias, salvó de un salto los molinetes de seguridad y corrió hacia la zona posterior de los ascensores. Constance lo siguió. Una vez que llegaron a la escalera de incendios tuvieron que abrirse paso con creciente dificultad a través de más personas asustadas que, tosiendo y gritando, intentaban comprender cómo era posible que su mañana de lunes se hubiera ido a hacer puñetas.

—¿Por qué no te quedas con los guardias? —le dijo Riggins a Constance—. Quizá puedas encontrar a Dark en su sistema de vigilancia.

—¿Qué? —replicó ella—, ¿y dejar que tú mueras como un héroe allí arriba para que puedas rondarme el resto de mi vida? No, gracias, Tom. Yo también subiré.

—Joder, sí que eres cabezota.

—Y por eso me amas.

—Amor no es la palabra adecuada —repuso Riggins, y comenzó a agitar sus manos carnosas en el aire, obligando a la multitud aterrada a dejar paso.

Aquello era una locura. Era imposible. Sin embargo, lo estaban haciendo de todos modos. Bienvenidos a Casos especiales.

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