Capítulo 82

Dark ni siquiera estaba seguro del piso en el que se encontraba en ese momento. El humo era una cortina negra y densa que le quemaba los ojos y se coagulaba en su boca. Los gritos y las alarmas resonaban en sus oídos. Se acuclilló, apoyado en manos y pies, una posición que había estado practicando durante meses en su casa. Experimentó una especie de sombría satisfacción al comprobar que su paranoia finalmente le había resultado útil.

—¿Dónde estáis? —gritó—. ¡No dejéis de gritar para que pueda seguir el sonido de vuestra voz!

Oyó gritos a su izquierda. Dark se movió rápidamente sobre el suelo enmoquetado, casi arrastrándose, buscando cualquier indicio de la presencia de Roger Maestro. «Dame una gota de sangre. Una pisada. Algo». Más gritos. Dark, como siempre, se encontró dividido en dos. Por un lado, las víctimas. Por otro, el monstruo. La lógica indicaba que si acababas con el monstruo ayudabas a las víctimas. Pero ¿qué haces cuando el monstruo se escapa y las víctimas gritan pidiendo auxilio?

Constance tenía una mente espacial y casi nunca necesitaba un GPS. Una vez que fijó la ubicación de los ascensores y las escaleras de incendios fue capaz de guiar a la gente con absoluta seguridad, aunque nunca antes había puesto el pie en la torre Niantic. El chaleco del FBI que llevaba puesto le otorgaba una autoridad instantánea, pero también su mirada. Aquella mujer sabía dónde estaba la salida, nunca te dejaría tirado.

—¡Por aquí! —gritó—. Sigan el sonido de mi voz.

Y todo el tiempo manteniendo los ojos abiertos en busca de Dark.

A pesar de la extraña evidencia, ella sabía que Dark no podía formar parte de algo como eso. Él estaba tratando de impedirlo, como siempre, lanzándose a las llamas porque sentía la compulsión moral de detener a los pirómanos en cualquier parte. Pero lo que Constance no alcanzaba a entender —y, honestamente, lo que le dolía— era por qué no había contado con ellos. No con Casos especiales, no con Wycoff, sino con Riggins y con ella. ¿Qué era lo que habían hecho mal? ¿Acaso ya no merecían su confianza?

Constance apartó esos pensamientos de su cabeza. Ya se sentiría herida más tarde. Ahora tenía que sacar de aquel edificio a la mayor cantidad posible de gente.

Se movió de prisa despejando un piso, bajando luego otro tramo de escaleras con el último rezagado, todo el tiempo resistiendo la tentación de hacerse un ovillo cada vez que estallaba un nuevo artefacto. Era una pesadilla a cámara lenta.

Entonces vio algo extraño: un hombre con un móvil en la mano. No intentaba huir como todo el mundo. Caminaba con cautela y pulsaba teclas en su teléfono. Constance vio cómo se movía el pulgar sobre el pequeño teclado. Diez dígitos pulsados de forma deliberada. Hubo una pausa de tres segundos y luego Constance dio un nuevo respingo: otra explosión, esta vez débil, distante.

Cuando el hombre comenzó a marcar otra vez, Constance ya había reunido las piezas en su cabeza. En el sexto número ya había sacado su Glock 19. En el séptimo le gritaba que no se moviera. El hombre marcó otro número y ella hizo un disparo por encima de su cabeza. Eso hizo que el hombre le prestara atención. Se volvió lentamente sobre los peldaños de cemento y alzó la vista hacia el rellano donde estaba Constance. Con el pulgar apoyado sobre otro número. Que sería el noveno. Solo quedaría uno para hacer la llamada.

—No lo haga —le advirtió Constance.

—Por favor —dijo el hombre con una expresión de dolor que le desfiguraba el rostro—. Solo estoy tratando de llamar a mi esposa. Debe de estar terriblemente preocupada.

—Deje el teléfono.

—No lo entiendo, ¿he hecho algo mal?

Sus labios temblaban. La piel estaba pálida y se veía brillante por el sudor. Pero Constance lo miraba a los ojos. Eran duros y fríos. Allí no había absolutamente nada.

—Último aviso —dijo ella, y avanzó un paso.

—Está bien, está bien…

Cuando se agachó para dejar el teléfono sobre uno de los peldaños, la expresión de su rostro cambió radicalmente. La frialdad de sus ojos se extendió al resto de su cara. El índice de Constance se tensó sobre el gatillo y entonces, sin aviso previo, el hombre se lanzó hacia ella escaleras arriba, salvando los escalones de dos en dos a una velocidad increíble. Constance disparó y falló. Todo estaba sucediendo demasiado de prisa. Para cuando volvió a respirar y apuntó la pistola en dirección a su atacante, él ya estaba encima de ella, golpeándole las manos con el antebrazo y apartando la Glock. La bala rebotó en la pared. El hombre formó una V con el pulgar y el índice y le cogió la garganta. Constance cayó de rodillas y la pistola escapó de sus manos. No podía respirar. Era como si le hubieran metido una piedra a través de la tráquea. En ese momento, dos objetivos cruzaron velozmente por su cabeza, ambos con propósitos opuestos. Uno: defenderse. Dos: recuperar la pistola y pegarle un tiro a aquel cabrón. Intentó coger la Glock mientras se esforzaba por llevar un poco de aire a los pulmones. Fue entonces cuando él la aplastó contra el rellano de cemento apoyando una rodilla en mitad de su espalda. Una vez que estuvo inmovilizada, el hombre le cogió la cabeza con dos manos grandes, ásperas y secas.

Constance sabía lo que intentaba hacer.

Lo que aquel hombre haría un segundo después.

Estiró la mano intentando recuperar la pistola, que había aterrizado en el peldaño inferior, y envolvió la culata con los dedos.

En ese momento sintió que una de las manazas del hombre le soltaba la cabeza. Un segundo más tarde, esa misma mano golpeaba con violencia su codo. Constance sintió que su brazo se quebraba y luego quedaba entumecido.

Pero se negó a soltar el arma.

Constance siempre había modelado su carrera teniendo como ejemplo la de Steve Dark. Cogiendo de él las pistas entre los diferentes departamentos y la manera de unir todas las piezas de un caso complicado. El deseo de ser como Dark era tan intenso que incluso había intentado ser parte de su vida en un momento de debilidad. Y ahora Constance sabía lo que debía hacer porque Dark habría hecho exactamente lo mismo en esa situación. A pesar de un hombre de casi dos metros y cien kilos que concentraba todo el peso de su cuerpo en el centro de su columna vertebral, con las manos alrededor de su cabeza, y de un brazo roto probablemente en más de un lugar.

Apuntó lo mejor que pudo.

Luego disparó la Glock hacia abajo y el teléfono móvil del hombre estalló en mil pedazos.

Roger se maldijo por no haber sido previsor. Sus oficiales de mando siempre le decían que era un buen soldado pero que carecía de dotes para la estrategia. Roger Maestro era alguien a quien podías desplegar con un objetivo específico. No permitías que Roger planeara la guerra que ibas a librar. Roger lo entendía perfectamente, no había problemas con eso. Por eso era feliz teniendo a Abdulia a su lado.

Solo que ahora le había fallado.

Con un leve gruñido de fastidio, golpeó la cabeza de la agente del FBI contra el cemento y la dejó inconsciente. Luego se levantó y bajó los peldaños para recuperar lo que quedaba de su teléfono móvil. Lo recogió con la esperanza de que alguna parte aún funcionara… pero no.

Sus opciones eran escasas y ninguna de ellas buena. Una era permanecer dentro del edificio y hacer las llamadas desde uno de los centenares de cubículos que habían quedado disponibles. Pero su plan dependía del derrumbamiento de la torre y de hacer estallar la segunda —y más letal— tanda de explosivos desde el exterior, al otro lado de la calle. No podía hacerlo desde dentro sin que se convirtiera en una misión suicida.

La segunda opción era salir del edificio y hacer las llamadas desde el móvil de Abdulia… Pero no: ella ya se había marchado para encargarse de los detalles de la última carta. Su plan dependía de que él conservara su teléfono.

¿Un móvil desechable? No había tiempo suficiente aun cuando supiera dónde comprarlo. Habían pasado mucho tiempo en la ciudad, pero nunca se le había ocurrido fijarse en dónde había tiendas de telefonía móvil. Se había preocupado por muchos detalles pero no por conseguir otro teléfono.

Furioso, Roger guardó el móvil roto en el bolsillo de su chaqueta y bajó la escalera.

No podrás esconderte
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