Capítulo 39

Myrtle Beach, Carolina del Sur

A esas alturas, Riggins estaba trabajando a nivel cero de sueño, de modo que lo último que necesitaba en ese momento era contemplar el culo desnudo, pálido y fofo de un senador muerto. Sobre todo si se trataba de un senador como Garner. A Riggins nunca le había caído bien cuando estaba vivo, y no era fácil sentir compasión por aquel hombre ahora que lo habían encontrado salvajemente asesinado en un sofisticado spa de una ciudad turística. El hombre parecía un rollito de pollo que hubiera estado demasiado tiempo sobre el mostrador de una charcutería.

Y eso era precisamente lo que Constance le pedía que hiciera, que examinara de cerca el culo de aquel hombre.

—Inclínate para poder ver esto —dijo ella.

—¿No puedes contármelo? —dijo Riggins—. Este trabajo me ha dejado ya suficientes cicatrices psicológicas para que me duren una segunda vida.

—¿Quieres inclinarte, por favor, y dejar de actuar como un niño?

Sí, claro, por supuesto. Riggins se inclinó sobre el cadáver. Habían conseguido que los agentes de la policía local abandonaran la escena del crimen unos minutos, lo que era una suerte. No tendrían que hacer su habitual intercambio de bromas delante de nadie. Y esas bromas, a veces, contribuían a mantener sus emociones bajo control y la mente despejada. Constance acompañó a Riggins en un breve viaje por la decena de puñales, comenzando por la cabeza y bajando por la columna vertebral del senador, hasta acabar en uno de sus viejos y duros muslos. Las primeras nueve hojas de acero estaban clavadas hasta la empuñadura en el cuerpo del hombre. La última, clavada en el muslo, había atravesado primero una carta del tarot: el Diez de Espadas. Por si ellos no eran capaces de deducir la referencia, supuso Riggins.

—Observa la hoja —dijo Constance con un deje de asombro en la voz.

Por encima de la carta salpicada de sangre se alcanzaba a ver unos centímetros de la hoja y los elaborados diseños grabados en el acero.

—Supongo que no se trata de un Ginsu[4] —dijo Riggins.

—No es algo que puedas comprar en cualquier tienda de artes esotéricas. Observa los detalles, la artesanía en el diseño.

Constance, por supuesto, tenía razón. Los detalles de la hoja eran tan elaborados y complejos como los tatuajes de un gángster de la Yakuza. Era evidente que el autor del crimen no había buscado las armas asesinas revolviendo el cajón de los cubiertos. Aquellos puñales eran muy raros, lo que era una buena noticia porque significaba que se les podía seguir la pista. ¿Que quieres matar a alguien e irte de rositas? Ve a Target o Walmart. No te líes con cuchillos o drogas exóticos como ese asesino. El problema era que al asesino parecía importarle un carajo que le siguieran el rastro. Él —o ella— se había cargado a seis personas en cinco días y cuatro ciudades. Si tuvieran todo el tiempo del mundo, por supuesto que conseguirían averiguar de dónde habían salido esos puñales. Pero, mientras tanto, aquel pirado podía cargarse a otra media docena de personas. Todos los indicios apuntaban a que el asesino había iniciado una escalada en su actuación. Tres chicas universitarias en un bar es una cosa; apuñalar a un senador de Estados Unidos con una precisión y detalles exhaustivos te sitúa en una liga completamente distinta.

Riggins apartó el rostro del cadáver del senador.

—¿Quién lo encontró? —quiso saber.

—Nikki. Su verdadero nombre es Louella Boxer. Dice que estaba en la otra habitación preparándose para la sesión con el senador, para «meterse en el personaje», según explicó, y alguien entró.

—¿Ha podido dar una descripción de esa persona?

—En cierto modo —dijo Constance—. Boxer afirma que era una mujer, desnuda de cuello para abajo. Piel cetrina, constitución atlética.

—¿Y qué llevaba del cuello hacia arriba?

—Una mascara antigás. Eso fue lo último que Boxer recuerda. Cuando despertó, entró gritando en la habitación y encontró al senador así.

—¿Sabes?, estaba excitado hasta la parte de la máscara antigás —dijo Riggins—. ¿Cuánto tiempo estuvo sin conocimiento?

—No tiene ni idea.

—El asesino ha utilizado otra vez ese jodido chisme que te deja fuera de combate —musitó Riggins—. ¿Qué pasa?, ¿que encontró esa mierda de oferta en alguna tienda? Necesitamos que Banner compruebe los análisis toxicológicos de esa sustancia que halló en la sangre de Paulson. Veamos si puede seguirle la pista hasta alguna base militar.

—Querrás decir la asesina —repuso Constance.

Riggins asintió.

—Una máscara antigás y tetas. De puta madre. Y yo que pensaba que ese pirado con un condón corporal era algo extraño.

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