Capítulo 51
Cuartel general de Casos especiales, Quantico, Virginia
–Quiero que me diga que está a punto de arrestar a alguien por este asunto.
Riggins miró fijamente a Norman Wycoff.
—Estamos utilizando todos los recursos disponibles en este caso. Pero tengo seis escenas del crimen con diecisiete víctimas en seis jurisdicciones diferentes. Si quiere proporcionarme más recursos, estaré encantado de aceptarlos.
El secretario de Defensa, no satisfecho con haber llamado o enviado correos electrónicos con millones de signos de admiración rojos junto al asunto, había aparecido de pronto en su oficina. En los programas de televisión, Wycoff parecía el defensor más acérrimo de Estados Unidos. Sus tácticas inflexibles formaban parte supuestamente de su encanto. Pero esas cosas ya estaban quedando un poco anticuadas, y los norteamericanos estaban cansados de oír discursos acerca de rendiciones extraordinarias, torturas por ahogamiento, capuchas, descargas eléctricas, perros y torturas en los genitales de los detenidos. Wycoff parecía agotado por tener que defenderse constantemente, además de dirigir su departamento. A veces descargaba sus frustraciones sobre cualquiera que estuviera cerca.
—¿Sabe que Seguridad Nacional quiere tratar este asunto como un acto terrorista? —preguntó Wycoff.
—Bien —dijo Riggins—. Dejemos que sean ellos quienes se encarguen de encontrar a ese pirado.
Wycoff sonrió con desprecio.
—¿No quiere vengar a su propia gente, Tom? No es propio de usted. Creo que está perdiendo facultades.
—Como si me importara una mierda lo que usted piense.
El rostro de Wycoff adquirió una extraña tonalidad púrpura que Riggins no pudo identificar. Su expresión indicaba claramente que quería devolver el golpe con algo. Cualquier cosa. Incluso habría ido directamente a los testículos. Finalmente, escupió:
—Quizá Steve Dark era el único miembro de Casos especiales que sabía qué coño estaba haciendo.
Riggins acusó el golpe. No pudo evitarlo y se maldijo por eso.
No era por el orgullo herido; Wycoff no sabía un carajo de cómo funcionaba realmente Casos especiales. No, era porque Riggins tenía a Steve Dark en la cabeza. Para alguien como Wycoff, Dark era como la pistola de acero endurecido que un padre de la zona suburbana guarda en el cajón de la mesilla de noche. Uno niega que la tiene. Niega la fantasía de usarla contra alguien que se ha colado en su casa. Les dice a sus amigos liberales que le gustaría poder lanzarla al río. Pero tampoco puede decidirse a hacerlo. En realidad, le encanta tener esa pistola al alcance de la mano. Desde que Dark había dejado Casos especiales, Riggins no había podido disfrutar de una sola noche de sueño apacible.
Wycoff percibió que Riggins estaba tocado. Entornó los ojos.
—¿Está trabajando en este caso para alguna otra agencia? —preguntó.
—No —dijo Riggins.
—¿Qué hace Dark entonces husmeando en las escenas del crimen? Pensé que estaba ocupado dando clases a esos críos consentidos de UCLA.
—Sí, Dark es profesor ahora, pero también ha sido un cazador de hombres durante casi dos décadas. No puedes sacudirte eso de encima de un día para el otro. Me dijo que solo sentía curiosidad. Le dije que se largara y creo que lo hará. Pero, la última vez que lo comprobé, este todavía era un país libre. ¿Quiere impedirle que viaje?
Wycoff pareció ignorar la pregunta. Se dirigió hacia la puerta y se detuvo solo para decir la última palabra acerca de ese asunto.
—Solo quiero resultados. Y asegúrese de que Dark no mete las narices donde no lo llaman. O me encargaré personalmente de quitarlo de en medio.
El lugar era el preferido de Banner, un restaurante sencillo a las afueras de Washington donde servían las creps más ridículas del mundo. Creps con trozos de caramelo. Creps con jalapeños y pimientos habaneros. La elección de Banner esa mañana eran creps preparadas con pequeños trozos de crep endurecida en su interior. Constance —quien había sido bendecida con el metabolismo de un corredor de maratón— pidió tres huevos fritos, tres salchichas, doble ración de tostadas con mantequilla y tres vasos pequeños de jugo de vegetales. Riggins se limitó a una taza de café negro y una tostada seca. Su estómago era un desastre. Era mejor meter algo básico allí dentro para pasar la mañana.
—Deberías probar un trozo de esto —dijo Banner—. Es como un bucle infinito de crep.
—Necesito vuestra ayuda —dijo Riggins—. Extraoficialmente.
—Ya me parecía que un desayuno gratis era demasiado bueno para ser verdad —dijo Constance.
Riggins se volvió hacia la derecha.
—Eh. ¿Quién ha dicho que fuera gratis?
—¿De qué se trata? —preguntó Constance.
—Dark.
—Lo sabía.
Banner, con la boca llena de crep cocida y cruda, dijo:
—¿Te refieres a Steve Dark? Pensaba que él, bueno, se había… largado.
—Lo hizo —dijo Riggins—. Pero creo que no es del todo capaz de abandonar el trabajo. El Asesino de las Cartas del Tarot ha vuelto a ponerlo en carrera. El único problema es que a Wycoff no le hace muy feliz que Dark intervenga en este caso. De modo que, por el bien de nuestro amigo, es necesario que lo encontremos y lo mantengamos alejado del peligro.
—¿Dark no está en Los Ángeles? —preguntó Banner—. Quiero decir que no sería difícil de encontrar, ¿verdad?
Riggins ignoró a Banner y se volvió hacia Constance.
—Tú recuerdas a los amiguitos especiales de Wycoff, ¿verdad?
No importaba cuánto bebiera, Riggins no podía olvidarse de ellos, incluso después de cinco años. Para Wycoff, aquellos tipos no eran más importantes que sus jardineros o la gente que se encargaba de limpiar su cuarto de baño. Pero para Riggins eran pesadillas personificadas. Hacía cinco años, Wycoff había amenazado con matar a Riggins a menos que le hiciera un determinado «favor». Wycoff había respaldado la amenaza con una unidad de operativos compuesta de hombres con máscaras de seda negra y agujas afiladas. Los llamaba «Artes oscuras», y eran hombres que mataban a petición.
—Sí, los recuerdo —dijo Constance—. Unos tipos realmente encantadores.
—Bien, no quiero que ellos conozcan a Steve. Pero eso es exactamente lo que pasará a menos que nosotros lo detengamos antes.
—De acuerdo. ¿Qué tenemos que hacer?
—Encontrar a Steve. Ponerlo bajo custodia preventiva hasta que hayamos acabado con esta mierda del tarot y Wycoff se olvide de él. Debemos atrapar al ACT.
Riggins pensó, aunque no lo dijo en voz alta: «Ruego a Dios que Dark y el ACT no sean la misma persona».
Banner hizo una pausa con el tenedor lleno de crep.
—¿O sea, que quieres que cacemos al mejor cazador de hombres del mundo?
—Esa es la idea —dijo Riggins.