Capítulo 11
El móvil comenzó a vibrar en su bolsillo. Dark lo cogió y reconoció el número: sus suegros, desde Santa Bárbara. Le llegó el sonido de una voz dulce y delicada.
—¿Hola…, papi?
Era su pequeña, Sibby. Llamada así por su madre, quien había muerto el día que había nacido su hija. La pequeña Sibby tenía cinco años pero, de alguna manera, parecía aún más pequeña por teléfono.
—Hola, cariño —dijo Dark con los ojos fijos aún en la imagen del hombre torturado en la pared del sótano—. ¿Cómo estás?
—Te echo de menos, papi.
—Yo también te echo de menos, cariño. ¿Qué has hecho hoy?
—Hemos ido a los columpios, oh, y después al tobogán. ¡Me he tirado por el tobogán treinta veces!
—Eso está muy bien, cariño.
—¡Tal vez fueron cincuenta!
—¿De verdad? —dijo Dark—. Eso es mucho.
Dark sabía que debía apartar la vista de la pared. Cerrar los ojos. Algo, cualquier cosa. «Presta atención a tu hija, gilipollas». Pero sus ojos se negaban a moverse. Su mente estaba esperando a que algo se liberara en su interior. ¿Por qué el asesino había elegido colocar el cuerpo de Green en esa postura? ¿Había algo que se le escapaba en el contexto de la escena del crimen? Era frustrante tener tan solo acceso a unas cuantas piezas. Para hacer aquello bien, Dark tendría que estar allí. Ver el cuerpo. Olerlo. Tocarlo.
Un momento después, una vocecita dulce lo sacó de su estado de fuga.
—¿Papi?
—¿Eh? Sí, cariño.
—La abuela dice que ahora tengo que irme a la cama —dijo Sibby.
Antes de que Dark pudiera contestar se oyó un suave clic. Sibby se había ido. Dark se apoyó en el respaldo de la silla, cruzó los brazos y cerró los ojos. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué seguía haciéndose eso a sí mismo? No era su caso. No era asunto suyo. A veces deseaba poder desconectar para siempre. Concederse seis meses de vida normal. Recordar lo que se sentía y, entonces, quizá, volver a sentirse bien.